LEONARDO PADRON
No hay mucho
más que decir. Hemos tenido un año realmente triste. El absurdo nos ha
tomado por asalto. Cada acontecimiento político supera al anterior en su
patetismo. Hay una sensación de náusea generalizada. Somos un país
estafado por los cuatro costados. Un objeto de burla masiva. Una calle
ciega y podrida. Como si aparte de registrar la basura para conseguir
algo de comer, el venezolano sintiera que el propio aire que respira
también es basura. El inventario de exabruptos y desatinos se ha
mezclado con lo canallesco. Parecemos ratones de laboratorio bajo un
experimento que busca precisar cuánta decepción es capaz de tolerar una
sociedad entera. Se nos ha empozado el alma en un charco que tiende a
expandirse cada día más. ¿A qué asirnos? ¿Hacia dónde mirar? ¿Terminamos
de darle de baja a la esperanza? ¿El capítulo que nos queda es el
“sálvese quién pueda”? ¿Ahora se trata del “todos contra todos”? Me
niego a aceptarlo. Me doy de bruces contra mi propio desánimo. Le grito.
Le exijo una reacción. No podemos asumirnos como una enfermedad
terminal. Sí, hemos entrado de lleno en la orfandad. Somos el desierto. Y
la noche es intraficable de tan larga. Somos la exasperación de la
derrota. Hasta la muerte nos insulta llevándose poetas a destiempo y
músicos que nos hicieron grande la sonrisa.
Quizás, tal vez, toca viajar hacia
adentro de nosotros. Repensarnos como país de una forma inclemente, sin
placebos, sin darnos el chance de tolerar un espejismo más. Quizás es el
momento de entender en toda su responsabilidad lo que significa ser
ciudadano y dueño de un gentilicio. Apostar a nosotros en lo más
recóndito, como un grupo humano sitiado y sin alimentos, emboscado, que
ha cancelado las vanas ilusiones, y necesita desesperadamente
sobrevivir. Más aún, reinventarse. Quizás sea la hora del compromiso más
importante con nuestro talante civil. Quizás se trata de organizarnos
entre nosotros mismos. Apelar a todas las estructuras de pensamiento que
integran a un país. No pueden haber existido en vano nuestras aulas de
clase, nuestros maestros, nuestros referentes morales. No puede haberse
extinguido todo. Quizás toca buscarnos con rudeza en esta intemperie.
Registrarnos a fondo. En esta llaga viva que hoy somos. Decantar
nuestras miserias y contradicciones. Prohibirnos un paso en falso más.
Abolir las incoherencias. Espantar tanta mediocridad. Apelar a nuestra
mejor condición posible de padres, vecinos, amigos. A eso que nos hace
amar cuando amamos. A lo que nos hace humanos, y no piedra o musgo o
poste. A las capas más exigentes de nuestra dignidad. Y que sea el
hambriento, el enfermo, el preso, el exhausto, el deprimido, el
indignado, el terco, el exiliado, el tajante, el herido que hay dentro
de todos nosotros el que nos reúna alrededor de un mismo objetivo. Que
tengamos la capacidad de reaccionar convocando a las juntas de vecinos, a
los académicos, a los estudiantes, a los sindicatos, a los líderes
parroquiales, a los que creen en los derechos humanos, a tanta gente
agraviada, a tanta gente decente que aún existe en este mapa de
escombros, a los que les importa un bledo el poder, e incluso a los
políticos de buena fe, en definitiva, a todo aquel que sienta un
profundo duelo en su cédula de venezolano, a organizarnos para salvar el
país.
Es una tarea de enorme, inmensa
complejidad. Ya el país se ha convertido en un drama colectivo y, por
eso, solo de forma colectiva debemos afrontarlo. Esa lista que apenas
insinúo contiene casi treinta millones de personas. El “patria o muerte”
con el que nos arrastraron hasta esta pavorosa tribulación no puede
convertirnos en una pobre patria muerta. Que en nosotros esté el oxígeno
de una nueva oportunidad. Que seamos protagonistas y ya no seguidores y
víctimas. Que seamos capaces de un fenomenal proceso de redención
colectiva. Cruzar el resto de desierto que nos toca, pero solo para
alcanzar esa punta que es todo comienzo. El dilema es claro y arde
ferozmente ante nuestros ojos: o nos refundamos como sociedad o
desaparecemos como nación.
Leonardo Padrón
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