ELIAS PINO ITURRIETA
EL NACIONAL
Cada elección tiene sus curiosidades, afirma Perogrullo, hasta el
punto de que ninguna se parece a la otra. Parece una verdad que todos
podemos admitir, pero el predicamento de la que se lleva a cabo hoy
tiene unas características que la singularizan por el compromiso que
implican. Se parece a muchas de las que sucedieron desde el advenimiento
del chavismo, controladas por una oficina electoral y sujetas al
capricho del régimen, pero los desafíos que implica la convierten en un
desafío singular ante el cual la ciudadanía debe cumplir un rol que no
deja de ser inédito. De allí su trascendencia.
No debemos olvidar que está precedida por una selección
fraudulenta, por un hecho ilegal que se le ha hecho tragar a los
venezolanos como si se tratara de agua cristalina. Durante la elección
de la llamada asamblea nacional constituyente no solo se puso en marcha
un proceso reñido con los preceptos de la carta magna, sino que también
se cambió la realidad en un santiamén para que lo ocurrido pudiera tener
algún viso de verosimilitud. Los centros de votación despoblados fueron
convertidos por la magia roja de la dictadura en lugares abarrotados de
personas locas por sufragar. Los escuálidos números de los escrutinios
engordaron de pronto hasta llegar a una obesidad que causó sensación por
la grasa que adquirieron en cuestión de horas. La soledad se volvió
multitud y la desgana fue reemplazada por un regocijo de fiesta
nacional. Por si fuera poco, por si faltaran testimonios sobre una
fabricación levantada sin simulaciones con la mayor desvergüenza, los
técnicos encargados de verificar el proceso, todos de la confianza del
régimen e impuestos por los mandones debido a la fe de catecúmenos que
inspiraban, se atrevieron a denunciar que la romana se había equivocado
con el peso de la criatura hasta presentarla en la cuna con 1 millón de
kilos que la balanza no había calculado.
Con semejante prólogo no solo se pierde del todo el crédito que
pudiera inspirar la oficina electoral, sino también las ganas de volver a
hacer cola como corderitos conducidos al matadero. De la demostración
de la víspera solo se puede esperar la apatía del electorado, la
necesidad de alejarse de una componenda alevosa cuyo propósito es la
complacencia de la dictadura. La convocatoria de las elecciones
regionales carga con ese pesado lastre, que la convierte en un llamado
al desánimo o simplemente en la clamorosa invitación al deseo de no
pasar por idiotas ante una nueva y esperable truculencia. Sin embargo,
hay elementos que introducen matices de trascendencia a la nueva
contienda, a esa batalla que sucede hoy, hasta el punto de animarnos al
reto de salir a votar sin que por eso nos inscriban en el catálogo de
los imbéciles, hasta el punto de concederle sentido a una batalla en la
que se debe participar si no queremos correr el riesgo de que lo poco de
democracia y de republicanismo que todavía atesoramos se entierre en la
primera avenida del cementerio.
Estamos ante una posibilidad de venganza, ante la alternativa de
sacarnos las espinas dolorosas que nos han enterrado en el pellejo, ante
la necesidad de probar que no somos tan mansos como para poner la otra
mejilla, ni tan apáticos para permitir la continuación de las tropelías
electorales como si no nos concernieran. Si el dolor del engaño reciente
ha sido tan monstruoso, el voto en las regionales puede ser el bálsamo
de las heridas y la atención de las cicatrices, pero también una lanza
afilada contra los verdugos de la civilidad. Tenemos en frente el plato
frío de los escarmientos realizados a tiempo, la ocasión estelar de ser
protagonistas de un ajuste de cuentas que nos permitirá recobrar el
papel de ciudadanos pisoteado por la dictadura. Las mucamas del CNE nos
han convocado porque no les quedó más remedio, porque el patrón las
mandó a tapar el gigantesco agujero de la prostituyente, capaz de
observarse aquí y en la Cochinchina, y porque no le cae mal un poco de
agua a tanta porquería. Pero no solo nos permitieron el ejercicio del
voto: nos pusieron ante la necesidad de cuidarlo, ante la obligación de
salir a la calle para defenderlo junto con el vecino, es decir, ante la
ocasión de volvernos huracán devastador y náusea que después alivia y
regocija. Los desquites son lícitos cuando se llevan a cabo con la cara
levantada y alegre. Hoy usted puede ser singular, respetado lector, como
ninguno antes en el pasado, porque usted solo se puede quitar la rabia
después de pasar factura.
epinoiturrieta@el-nacional.com
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