KARL KRISPIN
Una vez más el universo del arte se ve sacudido por un martillazo que
coloca la obra atribuida a Leonardo da Vinci, Salvator Mundi, como la
más costosa de la historia. Christie´s no tiene duda de su autenticidad:
otros expertos ponen en tela de juicio esta afirmación. Los $450
millones del adquiriente confirman el entusiasmo del establecimiento de
Nueva York. Como suele ocurrir, no sabemos su nombre. Los poderosos que
pueden obtener esos lienzos se refugian en el anonimato mientras otro
ejecuta la puja: desde sus oficinas de Manhattan o sus residencias
palaciegas de Lugano, giran instrucciones a sus empleados para que sumen
dígitos que luego escandalizarán a las agencias de noticias. Cuando
apareció el celular, muchos lo lucían como un símbolo de status. Umberto
Eco les aguó la fiesta a los exhibicionistas al escribir un ensayo en
el que sostenía que los omnipotentes no cargaban un teléfono consigo y
que de sus llamadas se ocupaban terceros. ¿Alguien ha visto a Bill Gates
chateando? Atrás quedan esas imágenes del cine de los sesenta en que
las subastas eran un acontecimiento social para las celebridades.
Recientemente, un amigo del negocio del arte me revelaba que la
cotización de las piezas se relaciona con la situación económica del
país. Supongo que este axioma tiene que ver con el arte actual y los
artistas emergentes, bajo la premisa de una sociedad que crece
económicamente y en la que sus creadores progresan al mismo ritmo. Van
Gogh no fue precisamente tributario de esta concordancia monetaria en su
tiempo a pesar de lo que sus obras representen para quienes ven en el
arte un commodity más. Obviamente, el gran arte termina en los museos o
se subasta para que de su producto se sostengan proyectos filantrópicos
como sucederá con la colección de Peggy y David Rockefeller anunciada
para 2018. Para los comunes quedan los libros o los museos para las
emociones estéticas: contemplar una obra magnífica se realiza con
parsimonia y lentitud, estirando el tiempo para las retinas. Con razón
Stendhal admitía el desvanecimiento luego de una turbación artística.
Luego de esto, es inadmisible que el arte se deshaga del placer y aburra
con lo de la inversión.
Hoy todo se subasta y a precios inaccesibles. Hasta las carteras de
las señoras. A la humanidad el tema no la importuna. La cultura líquida
del filósofo Bauman la va licuando. Son escasos los bienaventurados que
se procuran estas piezas (Un De Kooning cañoneó ese día también los 300
millones de dólares). Mirones que negocian una contemplación exclusiva
para sus cuevas impenetrables. El salvador del mundo continuará
mirándonos aunque lo encierren en una caja fuerte. Seguirá
enorgulleciendo la indescifrable sonrisa que sólo Leonardo pudo
imaginar.
@kkrispin
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