ESTA NO ES MI CASA
Leonardo Padrón
Cuesta entender la idea de
la ruina de un país por diseño. Porque así dicen algunos. Que tanto
desastre es una estrategia. Que la calamidad es el plan maestro. Que la
bancarrota colectiva los hace más poderosos a ellos. Y pensar que se
supone que toda revolución entraña una utopía. Pero ya sabemos lo
peligrosas que pueden ser las utopías. La manera que tienen de torcerse
en el camino. La mal llamada revolución bolivariana ondeó la bandera de
los oprimidos, la agitó sin descanso y la convirtió en el señuelo
perfecto. El pueblo siempre es carnada para embaucar al mismo pueblo. Y
resulta que ya no cabe más gente en la desesperación. Esa es la única
certeza que hay en el suelo nacional. Porque ni siquiera hay cielo. Hay
suelo. Polvo. Escombro.
Nicolás Maduro se encargó de firmar el
acta de defunción de la alegría del venezolano. Sin un resquicio de
piedad. Día a día. En un crescendo mortal que ha llevado a toneladas de
venezolanos al hambre, al agobio, a la tristeza, a la cárcel, al exilio.
La redención de los excluidos fue un espejismo que el chavismo estiró
hasta el paroxismo. Pero ya los discursos se agotaron. Ya el populismo
se quedó afónico de tanto mentir. Ya no hay arenga patriotera ni
retórica nacionalista que ilusione a la gente. Son demasiados los
estómagos vacíos. Es excesivo el aire a mendicidad que se respira en
todas partes. Y de paso, la muerte, que anda tan libre, tan señora del
lugar, tan empoderada del país. La muerte que entra a los hospitales en
barrida, brinca sobre los quirófanos, asesina neonatos y niños
desnutridos. La muerte vestida de epidemia y paludismo, de difteria y
negligencia. La muerte hedionda a miseria y abismo. A narcotráfico y
pranato. A secuestro y plo, plo. La muerte que no es ni mineral ni
animal, sino humana de tanto dolor. Parada en todas las esquinas.
Borracha de tanta fiesta negra. La muerte con exceso de trabajo. Con los
oídos rotos de tanto que la nombran. Aquí donde el poeta Eugenio
Montejo decía trópico absoluto y el azul era eterno. Donde antes
decíamos vida, fiesta y entusiasmo. ¿A cuenta de cuál propósito tanta
saña?¿Por qué tanto agravio a todo un país? ¿No son demasiado dieciocho
años de oprobio? Se nos van los caballos del futuro. El perro muerde la
cola de la historia.
Esta no es mi casa, dice la gente.
Así no era la vida, repite bajito la gente.
En la cola del supermercado, en los bolsillos vacíos, en los billetes que son nada, espejismo y chiste.
Así no era el país, dice el país.
Esto
es una caverna. Un hueco profundo. Un sobresalto. Una pregunta en el
pecho mismo del dolor. ¿Hacía dónde vamos? Es como si el mapa respirara a
través de una sonda. Que no hay mañana. Que la gente lo que hace es
saltar del otro lado del mapa. A ver dónde cae. Ya no importa cómo ni
cuán roto. Importa irse. No permanecer en ese paredón de tristezas. ¿A
qué sabe la revolución? ¿Te lo preguntas? Sabe a podrido, a cosa
corrupta, a gusanera. Por allá corren con las manos llenas de dinero.
Cubrieron su moral con un manual para revoluciones bananeras. Y todo
ocurre. Lo feo, lo sórdido, lo inexplicable. Cada día más. Porque cada
día todo es menos.
Ya la vida no se parece a la vida. Decimos
Venezuela y es decir oscuridad. Pero hay que hacer algo, ahí, adentro de
esa palabra. Porque hay 30 millones de personas atrapadas en ella. Sin
alimentos. Sin medicinas. Sin dinero. Es la intemperie en su crudeza
total. El desamparo. Y no hay piedad. Solo el escándalo de ser lo que
fuimos y lo que ya no somos.
Esta no es mi casa, dice la gente.
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