Adiós, Johnny
P.S.
PARÍS – ¿Qué mejor
despedida para un rockero que el gran y silencioso concierto del sábado
sobre los escalones de una iglesia? ¿Y qué mejor adiós a un gran
intérprete que el efectuado por la inmensa multitud que cantaba
alrededor de un cuerpo que parecía haber organizado desde el más allá
esta última demostración de entusiasmo y amor?
Aquí reside el rasgo
cautivador del funeral de Johnny Hallyday, el cantor nacional de
Francia: su capacidad de escenificar su destino hasta la hora final, y
la potencia estelar que su ser retuvo incluso en la muerte.
Eligió para su última
actuación un traje alargado y blanco. Nada quedaba de sus ondulantes
caderas y sus aullidos, ni de los ojos pálidos perpetuamente al borde de
la risa o el llanto (nunca se sabía cuál de los dos). Y sin embargo ahí
estaba él, carisma y presencia, el hechizo de un chamán que te invitaba
por última vez a bailar el coro eterno con su aura de misterio y su
sonrisa. Y ahí estaba el espíritu de Francia: jóvenes y mayores, el
presidente francés y dos de sus predecesores, los novelistas Philippe
Labro y Daniel Rondeau, celebridades, artistas, fanáticos de hace 50
años que vestían flecos apache, una remembranza de los mineros en huelga
de Lorena, las palabras de Jacques Prévert, lágrimas que la gente común
derramaba.
Y todos ellos
parecían aún estar bajo la influencia de Hallyday: el gran actor súbita,
descarnadamente humano y perdido. El viejo cantante poco sentimental
con una lágrima en la mejilla. La columna de motociclistas que descendía
por los Campos Elíseos, que nunca llevó tan bien su nombre fúnebre.
También estaba la
Place de la Madeleine. Habitualmente tan formal y fría, en un momento se
hacía eco del ritmo de las cuerdas al movimiento de los bayous de
Luisiana, y al instante siguiente recordaba el concierto en el Olympia,
tan cercano pero a medio siglo de distancia, en el que el saturnino
agitador agitó diez mil corazones.
Había un flujo de
emoción no visto en Francia desde los funerales de Víctor Hugo y Edith
Piaf, desde el catafalco de Jean Jaurès por la Rue Soufflot. Un millón
de personas de luto que no sabían si llorar, cantar, arrojar sillas,
pedir un bis o encender velas.
Quien
desaparecía en un último desfile de pasión y energía, de desasosiego y
rebelión silenciosa, de fisuras internas y deseo de armonía, era alguien
que había pasado toda su vida intentando no sobrevivir. Y ese día fue
tan llorado que su ausencia parecía parte de un espectáculo, de alguna
manera haciéndonos olvidar que ya no estaba con nosotros. Quien
permanecía en cada uno de nosotros era el Johnny que nos conmovió a
todos: la juventud en una gira, como el Capitán Fracasse de Gautier; el
padre, un personaje de Modiano quien, entre episodios de bebida, empeñó
los regalos que le había hecho su hijo abandonado.
Y también estaba el rockero de los sesenta con ojos de lobo triste y pómulos tallados por Giacometti, con actitud de El guardián entre el centeno
y una melancolía tan intensamente desesperanzada que parecía condenarlo
a vivir al borde de toda forma de exceso. Era el artista consumado de
la escena francesa, un camaleón propagado por la televisión satelital,
empapado de falso sudor y brillantina de verdad, un artista que, como un
novelista, confesaba como una forma de mentir.
Hallyday fue hijo de
una generación que vio la entrada de los soldados estadounidenses en
París y que inventó para sí una ascendencia estadounidense. Estados
Unidos era cigarrillos, Levi's y Coca-Cola. Pero también era la
languidez del blues, Nashville y la luz verde que veía brillar al
amanecer tras noches empapadas de alcohol y anfetaminas.
Cuando este
desesperado coloso del dolor, el vaquero desvelado y suicida, ofreció su
cuerpo en sacrificio a la cámara y a la multitud de fanáticos
embelesados, generó en François Mauriac la impresión de una figura
mefistofélica. Aquí estaba el héroe, abigarrado y marcado por
cicatrices, cuya gloria parecía una herida, cuyas victorias eran
estigmas y que, de metamorfosis en metamorfosis, encarnaba lo que
erróneamente se llama pop o variedades pero que, en él, era más como la
grandeza perdida o el lamento de un poeta ingeniosamente disfrazado.
Y al final triunfaba
el rey Lear, la cara de cera con la mirada violeta, sobreviviente de una
época cuyos héroes perecían antes de los 30 años, uno que sabía que su
supervivencia era un milagro. Y luego, finalmente, esas casi muertes a
la manera de Bossuet (“¡Johnny se está muriendo! ¡Johnny está muerto!”):
él siempre reviviría, hasta la última vez, cuando vivió nuevamente en
París por unas pocas horas bajo un frío sol de diciembre.
El Vaticano de la literatura que es la Academia Sueca rescató a la canción de su infierno canónico con la coronación del Nobel de Bob Dylan.
En el caso de Johnny Hallyday, tal vez no resulte demasiado
descabellado creer que este hombre de un misterio de esfinge ahora sea,
como Baudelaire, “un bloque de granito rodeado de un temor vago” cuya
“naturaleza valiente solo canta a los rayos del sol del ocaso”.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
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