El 2018 será el año de la transición democrática sí, y sólo sí, se cumplen tres condiciones
BENIGNO ALARCON
POLITIKA UCAB
Quienes
me conocen saben que siempre he evitado etiquetar eventos electorales,
protestas o plazos como definitivos y definitorios del futuro, porque
rara vez lo son. Por lo general, para bien o para mal, la vida continúa.
Sin embargo, hoy tengo la convicción de que, al menos desde lo que
puede deducirse de la información disponible y de los escenarios que
podemos proyectar, el 2018 no será un año más.
El
2018 será año de elecciones presidenciales según la Constitución de
1999, que es la vigente hasta tanto los venezolanos no aprueben una
distinta en un referéndum. Ello, dependiendo de la capacidad de
respuesta y de la resiliencia de los partidos y la sociedad civil que se
oponen a la continuidad de Maduro, puede ser una oportunidad de cambio o
la consolidación de un régimen totalitario de partido único.
El
año 2018 será de una trascendencia tal que toda decisión y acción del
régimen debe analizarse siempre desde una perspectiva costo-beneficio de
cara a las elecciones presidenciales. Es así como nombramientos,
diálogos, alianzas, conflictos, etc. encuentran explicación si se
analizan desde la óptica de la facción del régimen liderada por Maduro,
que busca imponerse mediante la lealtad de quienes controlan
determinadas instituciones y las armas con las que se ejerce la
represión, la distribución condicionada políticamente a través del
carnet de la patria de recursos básicos esenciales para la sobrevivencia
y, finalmente, su relegitimación electoral.
La
trascendencia de la elección del 2018, para los demócratas, radica en
el hecho de que su resultado cierra un ciclo en el cual el régimen ha
tenido que decidir entre negociar sus condiciones para una apertura
política –que permitiera una transición negociada y pacífica– y un
cierre político definitivo que implicaría, con la cooperación de la
Asamblea Constituyente, un cambio total de condiciones hacia un régimen
totalitario y hegemónico, muy posiblemente de partido único o con una
constelación de partidos débiles, que serán sólo parte de la decoración
de un parapeto de legitimidad “democrática”, al mejor estilo de la Rusia
de Putin o la Bielorrusia de Aleksandr Lukashenko. Tal escenario nos
alejaría significativamente de una transición democrática pacífica,
negociada y electoral, y reabriría las puertas a escenarios de mayor
radicalización,
conflicto y represión.
Pero
la elección del 2018 no será trascendente sólo para la lucha entre el
sector democrático y el régimen, sino también lo será para las distintas
facciones que comparten el poder. De cara al próximo año, el
oficialismo debe resolver un conflicto pendiente desde el 8 de diciembre
de 2012, cuando Chávez dijo en cadena nacional: “Si algo ocurriera
elijan a Maduro como Presidente”, lo que postergó el conflicto de su
sucesión hasta esta próxima elección. Al día de hoy, de acuerdo con las
recientes declaraciones de Tareck el Aissami –quien era visto al inicio
de su Vicepresidencia como un posible candidato presidencial– pareciera
que la mayor parte de las facciones que componen el régimen han
alcanzado un acuerdo sobre la conveniencia de apoyar a Maduro, tras lo
cual se le entrega a la Vicepresidencia el control de la CVG y a una de
las ramas de la
Fuerza Armada, la Guardia Nacional, el control de PDVSA. Ante el
silencio de otros actores gubernamentales, y la declaración de Diosdado Cabello,
cabe preguntarse si esta decisión es definitiva o es la forma en la que
el Madurismo lanza el volante por la ventana. Así, deja en manos de los
sectores internos que se oponen a su reelección la decisión de
evidenciar tal conflicto o subordinarse a la consolidación de Maduro, en
el mediano plazo, como sucesor indiscutible de Chávez y nuevo líder
personalista.
Si
existe un acuerdo, aunque sea precario por el miedo a arriesgar el
poder, ello conformaría un equilibrio interno estable entre facciones
ganadoras y perdedoras. Éstas tendrán un puesto en la mesa del Alto
Mando Político Militar, pero cada vez más alejado de la cabecera en la
que se sienta Maduro. Quienes, frontal o solapadamente, se han opuesto a
su reelección serán obligados a cooperar por no tener mejores
alternativas o el poder para ejercerlas. Si, por el contrario, no
existiese tal acuerdo, cabría esperar que el conflicto se manifieste
antes de la elección. Después no caben muchas dudas sobre la
neutralización progresiva y definitiva de quienes no forman parte de la
facción dominante, como sucede hoy con actores que fueron tan poderosos
cuando Chávez vivía, como Rafael Ramírez y su entorno.
Ante
las dificultades y tensiones descritas de la alianza gubernamental, y
las propias de un entorno caracterizado por la peor crisis económica del
país en su historia –la escasez y la hiperinflación (aunque usted no lo
crea) tienden hacia un crecimiento exponencial que, al menos, duplicará
la de 2017– la mejor alternativa del Madurismo pareciera ser la huída
hacia adelante, buscando su relegitimación temprana, antes de que los
escenarios imprevisibles de la crisis los alcancen y todos los que se
oponen al Gobierno terminen alineándose contra Maduro.Ante tal escenario, la oposición está obligada a tener una clara comprensión de la estrategia gubernamental. A partir de allí, consensuar una estrategia unitaria que considere la gravedad y la urgencia del escenario al que nos enfrentamos. Por años se ha caído una y otra vez en el error fundamental de dividir a quienes se oponen al régimen con base en falsos dilemas: protesta/diálogo, voto/calle, como si la existencia de una dinámica excluyera automáticamente a la otra. El conflicto y la negociación han sido, a través de la historia, las dos caras de una misma moneda con la que se han materializado procesos de cambio político. Conflicto y negociación no son excluyentes sino complementarios. Por ello, los resultados de una eventual negociación dependen más de lo que pasa fuera de la mesa de diálogo que de lo que pasa en ella, o de quienes con la mejor buena fe la acompañan. Si el conflicto desaparece las motivaciones para negociar también desaparecen, y con ello las probabilidades de obtener algo esencialmente valioso de cara a un cambio político. Una estrategia de transición efectiva implica la combinación, balance y sincronización inteligentes, entre conflicto y negociación. Tal estrategia debe tener como propósito fundamental lograr el cambio político, preferiblemente por la vía electoral u otro medio legítimo que implique las mayores probabilidades de éxito y los menores costos para la población.
Una transición democrática es posible en
el 2018 si se sabe tomar la debida ventaja de la elección presidencial,
mediante la generación de expectativas positivas, pese a que no habrá
condiciones electorales justas y que, en caso de ganar, se esté
preparado, a diferencia de otras veces, para defender resultados e
imponer su reconocimiento nacional e internacionalmente. Tal propósito
es posible, sí y sólo sí, se cumple en un plazo inmediato con tres
objetivos fundamentales: 1) Si los partidos hacen a un lado sus
ambiciones políticas, por legítimas que sean, y logran consolidar la
unidad de la oposición en torno a aquel candidato que goce del mayor
consenso entre las bases, incluidos los electores que no se identifican
con la MUD. Eso debería definirse entre finales de este año y la primera
quincena de enero. 2) Si el comando de campaña diseña y ejecuta
eficientemente una estrategia de movilización y motivación al voto, que
logre mover a quienes tienen dudas sobre la utilidad de unos comicios.
Esa estrategia no puede fundamentarse en negar las dificultades
conocidas sino poniendo el acento en porqué es posible lograr el cambio
por los votos y porqué es importante participar masivamente. 3) Si la
unidad opositora acuerda, diseña y ejecuta una estrategia de vigilancia y
defensa del voto, que considere conflicto y negociación como las dos
caras complementarias de tal estrategia, que debe ser coordinada con una
sociedad civil articulada y movilizada, como con una comunidad
internacional comprometida con la causa democrática de Venezuela.
Si bien es cierto que los procesos de
negociación son deseables y serán imprescindibles en algún momento, el
liderazgo de oposición debe también comprender y estar atento al uso del
diálogo como táctica dilatoria de la presión interna y externa, como
freno a las sanciones, y como estrategia política orientada a erosionar
el liderazgo de quienes aspiran a la candidatura del lado de la
oposición. Mientras, el régimen pone a tono su maquinaria electoral para
una convocatoria temprana que pueda tomar a la oposición por sorpresa.
Sin una candidatura fuerte, capaz de movilizar a los electores como
consecuencia del mismo diálogo, la oposición puede ser derrotada pese a
que quienes se oponen al régimen triplican a quienes lo apoyan. En mi
opinión, y considerando la evidente intención de Maduro de tratar de
relegitimarse en una elección temprana, luce poco probable que el
régimen otorgue alguna concesión significativa a la oposición que ponga
en riesgo su continuidad en el poder. Una negociación parece más
probable tras el desenlace electoral de 2018, cuando los acuerdos
posibles estarán irremediablemente determinados por el resultado.
Asimismo, debe tomarse en cuenta que, en
la medida en que el régimen tema a una derrota –porque su propia
situación interna se complique o porque la disposición de la gente a
votar aumenta en relación a las elecciones regionales y municipales– es
posible que trate de postergar indefinidamente la elección presidencial
hasta que se le presente una nueva oportunidad, como sucedió tras la
derrota de la oposición contra la Asamblea Constituyente. En este
escenario, donde la lucha será por la celebración de elecciones, las
condiciones para ganar son las mismas tres: un liderazgo único, legítimo
y unitario; una estrategia inteligente, y la coordinación estrecha con
una sociedad civil movilizada y una comunidad internacional comprometida
con nuestra causa democrática.
Al cierre de este 2017, que es el peor
año del que tengamos memoria, me niego a aceptar que nos permitamos
tener otro año igual o peor que este. Mucho menos que permitamos la
consolidación de un régimen totalitario. La gente en la calle dice que
esto cambiará el día que el pueblo se “arreche”, pero cuando lo oímos
pareciera que nos referimos a la gente de otro país, que olvidamos que
el pueblo somos todos y cada unos de nosotros. Un país no cambia si
antes no cambiamos nosotros mismos. Aunque suene ingenuo, hoy me aparto
del pesimismo porque estoy convencido en mi fuero interno de que una
salida democrática sí es posible. El proceso de aprendizaje ha sido
largo y traumático para todos, pero sé que este país tiene la reserva
moral e intelectual para construir las tres condiciones esenciales que
pueden hacer del 2018 el año de la Transición Democrática para
Venezuela. Es sólo por esta convicción que me atrevo a decir: Feliz
Navidad y a apostar a que el 2018 será un año feliz.
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