Entrevista de Cayetana Álvarez de Toledo a Steven Pinker, Premio Nobel de Economía 2017
“¿Me da tres minutos para arreglar mi habitación? No vaya a ser que me haya dejado un calcetín tirado por ahí”. Espero en un pasillo de un hotel de Londres. Fuera diluvia, claro. De pronto: “¡Todo listo!”
Habla un hombre sonriente, melena rizada blanca, entre Camarón abuelo y
un angelito. Es uno de los más grandes intelectuales de nuestra época y
va rumbo a Bruselas, invitado por Euromind. Cada uno de sus libros es
un big bang y en febrero sale el próximo, un alegato en defensa del
progreso y la razón.
¿Qué es un pinkeriano?
¿Un pinkeriano?
Sí, un pinkeriano.
Ah. Humm… Pues una persona que suscribe alguna de mis teorías.
¿Pero cuáles? Defínase. ¡Y defíname!
Pues… Acabo de recibir un paper en
el que me califican como un liberal hobbesbiano. Pero aún no lo he
leído, ¡así que no sé qué quiere decir exactamente! Digamos que soy un
defensor de los valores de la Ilustración: la razón, la ciencia, el
progreso y el humanismo.
¿Es un optimista condicional?
Soy un optirealista, término
acuñado por el psicólogo Jacques Lecomte. Y un posibilista, como lo
entiende Hans Rosling. Yo no profetizo. No digo: cosas buenas van a
pasar. Digo: cosas buenas pueden pasar. Y lo digo porque los hechos
corroboran el progreso. Por supuesto, pueden suceder desgracias que no
anticipamos. Pero los seres humanos tenemos recursos para sobreponernos a
ellas. Y lo más probable es que los utilicemos. Es el tema de mi nuevo
libro Enlightenment now: The case for reason, science, humanism and progress, que se publicará en febrero. Precisamente hoy me han llegado los primeros ejemplares. ¿Le envío uno?
Sí, por favor. ¿Y en qué se distingue del libro de Matt Ridley, The rational optimist?
El núcleo se solapa con el de Matt.
Pero yo me centro en las ideas que han hecho posible el progreso, que
identifico claramente con las ideas de la Ilustración. También analizo
las fuerzas que niegan el progreso: el nacionalismo, el populismo, la
religión, la hostilidad de los intelectuales hacia las ciencias… Y
amenazas existenciales, como el terrorismo.
Es su libro más político.
No es un manifiesto ni de izquierdas ni de derechas. Pero sí aborda asuntos políticos.
Parece un manifiesto contra el populismo.
Lo es.
Dice que los valores de la Ilustración necesitan una defensa comprometida, militante. ¿Quiénes son sus principales enemigos?
Para empezar el populismo autoritario, del que un particular líder americano es un moderno avatar.
¿Pero entonces es un libro contra Trump?
Unos me decían: “No puedes escribir sobre el progreso y sus amenazas sin hablar de Trump”. Otros: “Tu libro será leído durante décadas. Trump es un bache. No pierdas el tiempo”. Creo que el libro mantiene el equilibrio.
Pero la cuestión no es tanto
Trump como que Trump tiene votantes. Estamos en Londres. La mayoría de
los británicos decidió abandonar la UE, que con todos sus defectos es un
espacio de progreso, convivencia y razón.
Sí, la irracionalidad tiene votantes y a veces son mayoría. Pero fíjese en la edad de los votantes de Trump, Brexit y
los partidos populistas europeos de los últimos 15 años. La curva es
clara: los jóvenes son mucho menos pro-populistas que los viejos. Y,
frente a lo comúnmente aceptado, la mayoría de la gente conserva las
mismas opiniones políticas a lo largo de la vida. De forma que el futuro
no será populista. El populismo decaerá a medida que los jóvenes de hoy
se hagan mayores y los mayores abandonan este mundo.
¿Pero qué hacemos hoy? ¿Cómo logramos que los jóvenes voten y voten opciones racionales y no populistas?
Yo no soy un estratega político. Lo que
hago es ofrecer los datos objetivos y, por tanto, los argumentos para
defender un orden de democracia, ley y libertad. Las instituciones
democráticas liberales han sido determinantes en el impresionante
progreso de la condición humana. Y esto no se dice lo suficiente. La
cultura política e intelectual lo oculta.
¿Por qué?
Porque los progresistas detestan el
progreso. Hoy lo que define la percepción del mundo son los titulares y
las anécdotas en lugar de los datos y las tendencias. Y además hay una
equiparación absurda entre el pesimismo y la sofisticación. Los
pesimistas son considerados más serios y moralmente superiores. Tienen
prestigio intelectual.
¿Por qué?
Lo explicó un escritor económico
americano: un pesimista parece que quiere ayudarte; un optimista,
venderte algo. A los optimistas nos llaman ingenuos, panglosianos o
directamente portavoces de la Cámara de Comercio o de Silicon Valley.
¿Y el pesimismo tiene una base biológica?
En parte, sí. La naturaleza humana
tiene un sesgo negativo. Somos especialmente sensibles a la pérdida. Nos
interesan más las noticias malas que las buenas. Nos afectan más las
críticas de lo que nos animan los elogios. Existen más palabras
negativas que positivas. Estamos pendientes de lo que pueda ir mal.
Pero el pesimismo también tiene fundamentos empíricos.
La Segunda Ley de la Termodinámica: una
cosa puede ir mal de muchas maneras y bien de pocas. Esto da una
oportunidad a los demagogos. Dicen: “Todo va mal, el sistema no
tiene remedio, y como no tiene remedio vamos a destruirlo o a drenarlo, y
como da igual a quién votes, vótame a mí”. Pero yo insisto en la
responsabilidad de las élites intelectuales. Éstas compiten por
influencia y autoridad moral. Y nada otorga más prestigio que señalar
desde fuera del poder todo lo que el poder hace mal. El intelectual
siempre se siente superior al político, el economista o el funcionario.
Es una explicación un poco cínica.
Lo parece. Hay otro factor que
contribuye al pesimismo colectivo: la ilusión cognitiva. Las cosas malas
suelen ocurrir de golpe: un atentado, por ejemplo. En cambio, las cosas
buenas, como el aumento de la esperanza de vida o el descenso en la
criminalidad, se producen lentamente, porcentaje a porcentaje.
Se lo he oído decir: “Nunca hay un jueves de marzo que merezca un gran titular”.
Así es. Esto se vincula con un rasgo de
la naturaleza humana descubierto por Daniel Kahneman y Amos Tversky: la
disponibilidad heurística. Los humanos valoramos el riesgo en función
de recuerdos que nos vienen fácilmente a la mente. Recordamos las
imágenes de los años 70, de niños africanos con sus barrigas hinchadas.
Pero no tenemos imágenes de un niño africano desayunando, yendo al
colegio, regresando a casa, un día tras otro. Lo mismo ocurre con el
terrorismo. Las imágenes distorsionan nuestra percepción de la amenaza.
Su libro aborda la desigualdad, asunto especialmente querido por los populistas. Entiendo que discrepa de las tesis de Piketty.
Sí, yo creo que la desigualdad no es un
elemento determinante del bienestar. Lo que es determinante es la
pobreza. La cuestión no es si todos tenemos lo mismo, sino si todos
tenemos lo suficiente. Siempre puedes lograr que una sociedad sea más
igualitaria quemando la riqueza de la mitad más rica de la población.
Pero eso no convierte a la otra mitad en más próspera. Históricamente,
las fuerzas más eficaces en la generación de igualdad económica han sido
las guerras, las epidemias, el colapso del Estado y las revoluciones
violentas.
Pero la Historia es materia de olvido.
Siempre he puesto el énfasis en las
ciencias. Pero ahora también lo hago en la Historia. La gente olvida los
horribles hechos del pasado. Hay que recordar de dónde venimos. Y no me
refiero a siglos atrás. Los índices de terrorismo en Europa occidental
eran mucho mayores en los años 70 y 80 que ahora. E incluyo los ataques
del ISIS. Hay que recordar los pubs de Cardiff arrasados por el IRA. Los
cien asesinatos anuales de ETA. Ahora hay atentados del ISIS, pero
matan a menos personas que entonces. Lo mismo ocurre con las guerras.
¿Y cuál es la explicación del estado de malestar de la juventud? ¿Es la cara b del estado del bienestar?
En parte. En mi libro reproduzco un monólogo del comediante americano Louis C.K., en el que dice: “¿Te
quejas de que tu avión se ha retrasado 40 minutos? ¿Lo calificas como
el peor día de tu vida? ¿Y luego qué ocurrió? ¿Te pusiste a volar por el
aire como un pájaro? ¿Estabas sentado en medio del cielo, como un dios
griego? ¿Y luego qué? ¿Tu avión aterrizó suavemente gracias a unas
ruedas que ni siquiera sabes cómo se inflaron?” Damos por hecho las comodidades de presente como si fueran inevitables. No lo son.
Todo parte, entonces, de una incomprensión básica del estado natural de las cosas
Por eso empiezo el libro con un capítulo que se titula: Entro, Evo, Info.
Entropía, Evolución, Información. El estado natural del universo es que
la cosas se caigan a pedazos. No podemos esperar facilidades,
suficiente comida, casas cómodas. Al contrario: miseria y caos. Tampoco
la misión de la evolución es convertirnos en hombres y mujeres felices.
Lo natural es una lucha entre organismos: unos queremos comernos a
otros; otros quieren evitar ser comidos, y los terceros -las
enfermedades- quieren matarnos a todos. Lo increíble es que hayamos
logrado prosperar mediante la aplicación acumulada del ingenio humano.
Pero la gente quiere creer que la riqueza y la felicidad son el estado
natural de las cosas. Y cuando no las obtienen buscan culpables.
Como los niños.
Exactamente. Es un impulso infantil.
Usted describe un mundo adulto,
del que se deriva una política adulta. Si no hay culpables, el
responsable soy yo: mis genes, mis dones, mis decisiones. Este concepto
de responsabilidad no está de moda.
No lo había formulado así. Pero el concepto de política adulta me gusta y coincide con el texto fundacional de la Ilustración –¿Qué es la Ilustración?– en el que Kant escribió: “La Ilustración es la emergencia del hombre de su autoimpuesta inmadurez”.
Ha dicho que el progreso no es inevitable. ¿Por qué? El conocimiento es acumulativo.
Puede haber horribles retrocesos:
guerras, epidemias como el Sida… El progreso no es una ley del universo.
Pero cuanto mejor entendamos el universo mejor equipados estaremos para
procurar el bien de la humanidad. Esa gran frase de Chéjov: «El hombre será mejor cuando le enseñes cómo es».
La ciencia, la razón y el humanismo no nos vienen dados de fábrica.
Pero están sus semillas. Tenemos la capacidad para la simpatía y la
compasión. Por defecto, sólo las extendemos al círculo de familiares y
amigos. Una de las innovaciones de la Ilustración fue precisamente coger
esa nuez de simpatía y extenderla a toda la humanidad.
Esta simpatía restringida se
exhibe ante un atentado o accidente. Inmediatamente pensamos: ¿ha muerto
uno de los míos? Y luego: ¿ha muerto un español? En su caso, un
canadiense, supongo. Es el llamado “kilómetro sentimental”..
Kilómetro sentimental! Formidable.
Sucede con el debate sobre una posible guerra en la península coreana.
Incluso sin un ataque nuclear, podrían morir millones de personas. “¡Incluyendo a 40.000 americanos!”, dicen.
Describe usted una sociedad con
dos capas. Unos expertos que toman decisiones racionales en aras del
bien común, frente a una sociedad parcialmente arrastrada por sus
pasiones. ¿No es una visión maniquea, injusta?
Tiene que haber una hipocresía benigna.
El Gobierno tiene que estar dirigido por expertos y al mismo tiempo ser
capaz de responder a los intereses de los ciudadanos. Los votantes
deben sentir que ellos guían la política, aunque lo hagan otros por
delegación. En todo caso, antes de abandonar toda esperanza y decir que
las masas son irracionales y punto, hay que fijarse en una
circunstancia. Existe un proceso, que aún no entendemos bien, en el que
los argumentos racionales de las élites devienen mainstream.
Son asumidas por todos. Un ejemplo es la criminalización de la
homosexualidad o el propio matrimonio gay. Ha dejado de ser un asunto
polémico. Lo mismo ocurrió con la segregación racial. O con el derecho
de las mujeres a trabajar fuera de casa. Es un proceso viral, que afecta
a toda la población. Y una gran esperanza para el progreso.
¿La xenofobia es una tara natural?
Sí, el hombre es por naturaleza
xenófobo. En Estados Unidos, sin embargo, el auge xenófobo contra el que
tantos alertaban como consecuencia de los ataques islamistas no se ha
producido. No sé en Europa.
En España lo que hay es xenofobia contra los étnica, jurídica y culturalmente iguales.
¿Catalanes contra castellanos?
Nacionalistas catalanes contra
el resto de españoles, incluidos los catalanes no nacionalistas. En su
libro usted señala al nacionalismo como uno de los enemigos de la
democracia liberal y del progreso. Sin embargo, el 1 de octubre escribió
un tuit elogiando un artículo publicado en The Atlantic.
Decía: «España debe aprender de Canadá: los referéndums reducen la
tensión. El separatismo está muerto sin violencia». Compara el
referéndum legal de Quebec con el ilegal de Cataluña. Y sobre todo
ignora que el referéndum catalán ataca los derechos de los 48 millones
de españoles a decidir sus fronteras, su ciudadanía, su futuro.
¡Esto debería enseñarme a no disparar
tuits sin educarme a fondo sobre la materia! Estaba respondiendo desde
la inquietud ante la detención de personas por actividades no violentas.
Esto choca con el principio de libertad de expresión. Y tiende a
generar más oposición, por comparación con las políticas más blandas y
pacientes. Pero yo me opuse a la independencia de Quebec y desde luego
me opongo al tipo de nacionalismo que cree que el Estado es un avatar de
un alma étnica, religiosa, lingüística o racial, y que un grupo étnico
sólo puede prosperar si tiene su propio Estado-nación. El mundo tiene
más de 5.000 grupos étnicos o culturales, y no todos pueden tener
estados. Además, la gente se mueve y se mezcla, así que no hay nada como
un estado étnicamente homogéneo salvo que haya una limpieza étnica
violenta. Un estado debe basarse en un contrato social entre personas
que ocupan un territorio, no en una identidad étnica. Esa idea es el
gran regalo de los Estados Unidos al mundo. Estados multiétnicos son la
regla, no la excepción.
La crisis de Cataluña
ejemplifica la tesis de su libro sobre el vínculo entre los valores de
la Ilustración y el progreso. En los últimos días más de 800 empresas se
han marchado, empujadas por la tensión social y la inseguridad jurídica
generadas por el separatismo.
Algo similar ocurrió en Quebec en los
años 70. Empresas se fueron en masa. Yo también me marché. Mi generación
se marchó. Yo fui al colegio en Montreal y nuestra reunión de ex
alumnos fue en Toronto. Por otra parte, no sé cuál será el futuro de
Cataluña, pero en Quebec sufrimos algo de terrorismo a principios de los
70, un muerto, pero luego nada. La gente se irrita. Hay tensión. Malos
sentimientos. Pero por oposición a las guerras secesionistas o el
terrorismo, al final Quebec fue bastante civilizado. De momento no hay
terrorismo en Cataluña…
Lo hubo, brevemente, a finales
de los 70. En todo caso, el separatismo es violento por definición.
Violenta la convivencia, la razón y, en el caso catalán, también la ley.
Sin embargo, a ojos del resto del mundo, a veces logra parecer
racional. Esto también tiene que ver con su libro. Le daré un ejemplo:
el Estado español tuvo que usar su fuerza legítima para evitar el
referéndum ilegal catalán. The Guardian y otros medios han
reconocido que muchas de las imágenes publicadas de la presunta
represión policial eran falsas. Pero ya era tarde. Líderes e
intelectuales de medio mundo criticaron a España por su presunto
autoritarismo. ¿Cómo se defiende la democracia en tiempos posmodernos,
tan hipersensibles a la imagen y tan vulnerables a la mentira?
Esto es un asunto agónico en el corazón
del propio concepto del Estado, y no hay una respuesta definitiva ni
algorítmica. Desde luego la verdad está por encima de todo lo demás. Y
tanto la prensa como los gobiernos deben estar sometidos a los más altos
estándares de objetividad y exactitud. Por otra parte, el Estado debe
utilizar la menor violencia posible, salvo para prevenir una violencia o
un daño mayor. En mi opinión, esto es casi una definición de la
democracia. Dónde trazar la línea, cuando la propia democracia está
amenazada, es un problema extraordinariamente difícil. La violencia del
Estado debe ser el último recurso. Aunque a veces uno tiene que usar el
último recurso.
¿Y cómo se combate el
nacionalismo? ¿Cómo se convence a millones de ciudadanos de que vuelvan a
la razón? ¿Cómo se les explica que vivimos en la época más próspera y
libre de cuantas se hayan conocido?
Para hacer que las masas asuman
criterios racionales hacen falta políticos inteligentes con mensajes
eficaces. Hay que dirigirse a la gente que sí escucha argumentos.
Demostrarles con datos objetivos que las cosas van bien, sobre todo
comparado con el trasfondo de caos y miseria que es nuestro estado
natural. No vayamos a arruinarlo todo. Intentemos mejorarlo. Como
hicimos en el pasado. Sabemos que el nacionalismo en general es atávico,
arcaico y condujo a dos guerras mundiales. El orgullo nacional no es
incompatible con la cooperación internacional. Tenemos sentimientos
tribales, pero somos de muchas tribus.
Tony Judt definió bien el carácter múltiple de la identidad. Somos “edge people” , dijo.
No conozco el artículo de Judt.
Envíemelo, por favor. Los demagogos y muchos intelectuales insisten en
que las personas sólo tenemos una identidad. No es cierto. La psicología
humana admite muchas identidades solapadas… Lo cierto es que el papel
de los intelectuales ante el nacionalismo es deprimente.
¿Por simplificadores?
No tanto. El problema es que reúnen
todos sus recursos intelectuales para empujar una idea hasta el extremo.
En el libro analizo la triste historia de los intelectuales que han
servido a déspotas totalitarios. Mark Lilla también ha escrito sobre el
tema en The Reckless Mind. Pero el primero en señalar este fenómeno fue Julien Benda en La traición de los intelectuales. No hay un solo dictador del siglo XX que no haya contado con una corte de intelectuales.
En una conferencia, le oí
citar la frase que Isaiah Berlín tomó prestada de Kant: el fuste torcido
de la humanidad. ¿Es posible emocionar desde la razón? Inténtelo.
No tengo talento oratorio, pero lo
intentaré: Creo que debemos comprender que hemos nacido en un universo
sin piedad. Somos fuste torcido. Tenemos cantidad de defectos. El
proceso que nos engendró no tenía un interés benévolo en nuestra
felicidad. Pero fuimos dotados de algunos dones que nos han dado la
oportunidad de redención. Tenemos la capacidad de empatía y compasión.
Nuestras mentes nos permiten tener pensamientos sobre nuestros
pensamientos. Tenemos la capacidad del lenguaje: podemos acumular
nuestras ideas y compartirlas. Y al expandirse nuestra simpatía y al
acumularse los frutos de nuestro ingenio colectivo podemos lograr
pequeñas victorias frente a las fuerzas que nos oprimen. Si prestamos
atención al estado del mundo, veremos que hemos logrado estas pequeñas
victorias. Y como no hay límite al ingenio humano, no hay límite a las
mejoras que podemos prever. Esto no significa que tendremos un mundo
perfecto. No puede haberlo porque no somos idénticos. Ese es el gran
hallazgo de Berlín: el mejor mundo al que podemos aspirar acepta un
compromiso entre intereses y valores. Podrá inquietarnos que el mundo
nunca vaya a ser perfecto, pero lo cierto es que existe un inmenso
margen para el progreso. Hay fuerzas que naturalmente empujan en esa
dirección. Cuando tenemos más conocimiento, nos conectamos más. Al
expandirse el círculo de conexión, gentes de diversas culturas se juntan
en defensa de intereses comunes. Llaman a priorizar el progreso humano
porque tienen en común su humanidad. Y porque a pesar de todas las
discrepancias culturales o nacionales, hay un fundamento básico de
intereses comunes. Todos coincidimos en que la vida es mejor que la
muerte. En que la salud es mejor que la enfermedad. En que la
prosperidad es mejor que la pobreza. En que la seguridad es mejor que el
peligro. En que la paz es mejor que guerra. Y en que el conocimiento es
mejor que la superstición o la ignorancia.
Su alegato dibuja una nueva
política. Una política que puede ser compartida por todos los que creen
en los valores de la Ilustración y el progreso frente a quienes los
atacan: los nacionalistas, los populistas, los identitaristas…
Los gendarmes de la corrección política…
Lo que quiero decir es que, al
escucharle, pienso que no sólo hay margen para el progreso, sino también
para un nuevo consenso. ¿Eso no debería llevarnos a rediseñar las
fronteras ideológicas tradicionales? En vez de izquierda y derecha,
ilustrados y reaccionarios.
Sí, o como leí precisamente ayer: upwing y downwing.
Hablemos de los medios. Tenemos
un ecosistema mediático fragmentado y polarizado, en el que proliferan
las noticias falsas. ¿Cómo afecta esto a la capacidad de los votantes
para tomar decisiones racionales y sensatas?
Ya había mucha desinformación en los
viejos días de los periódicos de papel. Los hechos que desembocaron en
la Primera Guerra Mundial, en Vietnam, en la Guerra de Irak… Muchos
intelectuales creían que la Unión Soviética de Stalin o la China de Mao
eran éxitos. Teorías conspirativas, rumores virales, fake news y libelos como los Protocolos de los sabios de Sion son propios de todas las épocas.
Pero entonces en la lucha contra la mentira no progresamos.
Hoy tenemos nuevos desafíos, pero también nuevos instrumentos para abordarlos: webs dedicadas al fact-checking, como Snopes o Politifact, o el milagroso Wikipedia. Dicho esto, es crucial que los periodistas dejen de utilizar el corrosivo posverdad, que sugiere que la precisión es imposible y que el único arma contra la demagogia es más demagogia.
¿Cuánto nos importa que nos mientan?
No nos gusta que nos mientan. Pero la
gente relaja sus estándares de exigencia, a veces a cero, cuando se
trata de afirmaciones que refuerzan la virtud de su grupo y demonizan a
sus enemigos. Estas afirmaciones han sido calificadas como “mentiras azules”, un juego sobre la expresión “mentiras blancas”. El objetivo de las mentiras blancas es adular al individuo. El de las mentiras azules, al grupo. Y las mentiras azules gustan.
¿Y esa vieja falacia periodística: “la verdad objetiva no existe, sólo hay versiones“?
Existe un acuerdo paradójico y perverso
entre los ideólogos trumpianos de los hechos alternativos y los
posmodernistas de la extrema izquierda. Afortunadamente, la izquierda
posmoderna no tiene ningún prestigio entre la gente. Sin embargo, su
influencia en el mundo intelectual sigue siendo notable.
De nuevo, los reaccionarios se tocan.
Kellyanne Conway parece una intello francesa
de los 70. Trump, ¡la encarnación de Derrida! Pero hay movimientos en
la buena dirección. Los periódicos todavía conservan un cierto
prestigio. Y empieza a haber profesionales dispuestos a desafiar la
vieja idea de que sólo las malas noticias son periodismo serio.
Tiene usted un gráfico que muestra que las noticias son cada vez más negativas a pesar de que el mundo va cada vez mejor.
Como dijo Max Roser, los periódicos podrían titular: “37.000 personas salieron de la pobreza ayer, y cada día de los últimos 30 años”. Pero jamás lo hacen. El resultado es que la gente cree que la pobreza mundial ha crecido cuando ha caído de forma drástica.
¿Promueve usted un periodismo positivo?
Llamémoslo periodismo constructivo o
periodismo de soluciones. Dos de sus promotores son David Bornstein y
Tina Rosenberg, y su columna Fixes en The New York Times tiene cada vez más seguidores.
Vender periódicos con noticias positivas: un verdadero desafío comercial.
Hay una demanda real para un periodismo constructivo y de calidad. Evidentemente, no puedes decir: “Oye, te voy a contar buenas noticias”.
Pero hay otro criterio que sí funciona y que es propio del periodismo:
la rendición de cuentas. Si quieres que los poderosos rindan cuentas no
puedes señalar sólo lo malo, porque eso les permite decir: como nada
tiene remedio, da igual lo que hagamos. En cambio, si señalas las
políticas que sí funcionan, entonces puedes denunciar con credibilidad
todo aquello que va mal. Es tácticamente inteligente y además refleja
mejor la realidad. Y la realidad es que el mundo no deja de progresar.
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