“En Argentina vivimos, en Venezuela, con suerte, se sobrevive”
MAR CENTENERA
EL PAIS
Hace tres años, el venezolano Alessandro Talamo se quedó paralizado
en mitad de la calle en Buenos Aires. Había venido de vacaciones por 15
días, tenía una maleta en la mano y en unas horas iba a subirse al avión
de regreso a Caracas. No pudo hacerlo. Después de disfrutar de dos semanas "de tranquilidad" en Argentina,
recordó el robo violento que padeció, a plena luz del día, en la
capital venezolana y el temor con el que se movía a diario allí. "No
vuelvo a Venezuela, tengo miedo", pensó Talamo, que entonces tenía 22
años. Fue uno de los 4.698 venezolanos que en 2015 tramitaron su
residencia en Argentina, según la Dirección Nacional de Migraciones.
Dos años después, la cifra se multiplicó por seis: en 2017 se
inscribieron 27.075. A medida que la situación se agrava, el número no
para de crecer.
La inseguridad y la inflación galopante
son los motivos más citados entre los venezolanos que han huido de su
país para instalarse en Buenos Aires. Georgina, ingeniera industrial de
33 años, renunció en 2015 a su trabajo fijo en una refinería porque, aún
sin hijos, con casa propia y coche "los gastos eran más que los
ingresos". Ahora trabaja como vendedora en una tienda de accesorios en
el barrio de Flores. Daniel Hartliep, de 21, tomó la decisión de irse el
año pasado, agotado de ver cómo la plata "valía menos, menos, menos" de un día para otro
y a duras penas lograba sobrevivir pese a trabajar "de lunes a domingo"
en su ciudad, Barquisimeto, 350 kilómetros al oeste de Caracas.
Hartliep superó el infierno de trámites para legalizar sus papeles,
vendió sus escasos bienes -un coche, una Playstation 4 y ropa- y con lo
que le dieron, equivalente a 1.500 dólares, se subió a un autobús. Nueve
días después, el pasado 10 de diciembre llegó a Buenos Aires y se
enteró de que lo habían estafado: la habitación que reservó no estaba
disponible. Sin desanimarse, buscó otra. En el mes y 10 días que lleva
en la capital argentina, ha pasado por tres alojamientos y está
expectante por empezar su cuarto trabajo, el primero con un contrato
formal.
Hace una década, la mayoría de jóvenes que emigraba lo hacía para
ampliar sus estudios o conocer otras culturas. Licenciado en Relaciones
Industriales, Itsvan Zurita llegó a Buenos Aires en 2008 con 25 años y
dinero suficiente para vivir durante un año y estudiar un posgrado en
branding. No había terminado la especialización cuando encontró trabajo
en una empresa multinacional, hizo amigos, se echó un novio argentino y
sus domingos empezaron a ser parecidos a los de cualquier porteño,
alrededor de un asado. "Buenos Aires pasó a ser mi casa", señala.
Zurita ha seguido la decadencia de su país natal desde lejos, pero
hay varias imágenes que no lo abandonan. Una se remonta a la última vez
que fue a Caracas, en 2012. "Uno de mis primos me llevó al aeropuerto y
cuando subimos al auto acomodó un arma. Cuando le pregunté me dijo que
era por seguridad. Me quedé un segundo sin entender y ahí fue decir: 'No
quiero volver nunca más'", dice Zurita, hoy socio de la consultora
Átiblo, especializada en estrategia de marcas. El otro golpe le llegó
hace un par de años, al final de las últimas vacaciones de su madre. "Vi
su valija llena de comida, el 70% era comida. Me impresionó y le
pregunté: mamá, ¿de verdad está todo tan mal?"
Casi todos los venezolanos que viven fuera del país ayudan a los
familiares que están dentro, en especial a sus padres y abuelos. Quien
puede manda dinero vía transferencias realizadas por circuitos ilegales y
participa en redes de conocidos o en negocios de contrabando para hacer
llegar medicinas y artículos de higiene personal a sus seres queridos.
Muchos de los que eligen Argentina son jóvenes de clase media,
media-alta, que ven más futuro aquí que en Venezuela, aunque tengan que
empezar de cero. "Me quedé sin tener papeles, sin ropa, sin nada. Lo
peor fue no haberme despedido de mi familia", recuerda Talamo, a quien
le faltaba un semestre para licenciarse en Comunicación Social cuando se
negó a subir al avión de vuelta. Pasó por el departamento de ventas de
un gimnasio y trabajó como "empleado multiusos" en un pequeño
restaurante antes de llegar también a Átiblo.
Cree que sus primeros trabajos "fueron un reto" y no se imaginó en
ellos en Venezuela, pero en el otro lado de la balanza pone que le
hicieron madurar y la libertad con la que se mueve por las calles de
Buenos Aires. "Allí sólo vivía para estudiar y trabajar. Agarré miedo a
la noche y no quería salir, parecía un señor de 60 años", dice al echar
la vista atrás. Estudiante de una universidad privada, recuerda cómo un
día un compañero lo llamó desesperado desde el interior de su coche para
contarle que estaba viendo cómo secuestraban a un alumno y no sabía qué
hacer. "Es muy doloroso, irnos es una decisión forzada", subraya.
La mayoría de recién llegados destaca que es fácil y rápido legalizar
su situación en Argentina. Coinciden también, salvo excepciones, en la
hospitalidad. "Estoy loco con la amabilidad de los argentinos. En
Venezuela, con todo lo que ha pasado, hemos llegado a un punto en el que
o jodes o te joden y yo me acostumbré a eso. Que un policía a mí me dé
los buenos días y me pregunte si estoy perdido, es muy loco. En
Venezuela si se te acerca un policía tú te asustas, les tienes miedo,
porque son lo mismo que un delincuente pero con permiso para matar",
señala Harlip.
Pero no todos se adaptan. La periodista Natalia Quiroga Sáez llegó a
Buenos Aires con su hermano en 2016 y un año después optó por regresar a
Venezuela. "Todo el tiempo que pasé en esta ciudad estuve deprimida
porque yo nunca me quise ir de Venezuela pero me vi forzada a hacerlo
por situaciones económicas", denuncia. En Caracas documentó las
protestas de 2017 y la salvaje represión policial, pero sufrió una
crisis de ansiedad y se pasó a la docencia universitaria. "La paga por
clase de cuatro horas para septiembre 2017 equivalía a 4.000 bolívares,
menos de 50% de lo que costaba un café", comenta Quiroga Sáez. Ante la
imposibilidad de ganar lo suficiente para comer, hace unas semanas tuvo
que volver a Argentina. "Vivir en Buenos Aires es costoso y por eso
tengo cuarto trabajos: pasante periodista en La Nación online, profesora
de inglés, de yoga y soy asistente de comunicaciones de un empresario",
explica.
Hay otros a los que les va bien y con el paso de los años han
empezado a abrir negocios. En vez de enviar dinero para allá, convencen a
sus familias para que también emigren. Es el caso de Fernanda Socorro y
su novio, Carlos, propietarios de un pequeño café en Villa Ortúzar, Al Grano,
desde 2016. Aterrizaron hace siete y ocho años, respectivamente, y tras
ellos han llegado madres y hermanos. "Hay momentos en los que quiero
volver, pero siento que es imposible", opina Socorro, de 25 años. Carmen
Ogliastre, su suegra, está convencida de lo mismo. "Aunque cambie el
Gobierno, desde el punto de vista social vamos a tardar dos, tres
décadas en recuperarnos", asegura esta mujer, que dejó a su madre,
hermanas, amistades y trabajo como administradora de fincas para mudarse
a un país en el que se siente segura. "En Argentina vivimos. En
Venezuela, con suerte, sobrevives", dice con tristeza. "Mi hermana está
jubilada y tiene dos hijos en Chile y uno en Estados Unidos. Sin lo que
le envían no podría vivir. El 80% de los ingresos se va en comida",
lamenta Ogliastre.
Las aerolíneas han cancelado los vuelos directos entre Buenos Aires y
Caracas y ahora es obligatoria al menos una escala previa en Panamá o
Colombia. Emigrar, una opción que no está al alcance de cualquier
venezolano, es cada vez más caro y difícil, pero el éxodo no se detiene.
"Nosotras éramos seis amigas y todas estamos fuera", cuenta Socorro. Lo
mismo repiten los demás: "El que puede se va. Los aviones salen llenos y
vuelven vacíos".
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