LAUREANO MARQUEZ
La definición de exilio
es: “pena que consiste en expulsar o hacer salir a una persona de un
país o de un territorio”. Nunca tan bien dicho. El exilio es una pena,
en la plenitud de los sentidos de la palabra; un torcimiento del destino
contra la voluntad del que se va, dejando un vacío en el alma que
perdurará por siempre. Nadie quiere alejarse de su casa, de sus afectos,
de sus sabores; en definitiva, de todo aquello que le es familiar, que
marca su manera de pertenecer a esa patria mayor que es la humanidad.
Si, además, el exilio se produce en lugares con condiciones climáticas
adversas —que, para un venezolano, es todo aquello que esté más arriba
del cabo de San Román y más al sur del nacimiento del río Ararí—, la
vida se nos vuelve gris porque el frío duele. Alejar a un venezolano de
su tierra fue siempre uno de los castigos predilectos de nuestros
dictadores: lo que llamaban “pena de extrañamiento”. Otra palabra, esta
última, también significativa, porque es “la acción o resultado de
extrañar y extrañarse”; es decir, añorar lo que eras y sorprenderte de
lo nuevo a lo que habrás de adaptarte. Los
artistas venezolanos, cada vez más, vamos a donde están nuestros
paisanos a llevarles el pedazo del país que cada uno de nosotros ha
sabido transformar en arte según los dones que hemos recibido. Eso que
antes hacían solo los consagrados de nuestra tierra frente a las
multitudes que los seguían por el mundo, lo hacemos ahora artistas más
modestos, en teatros más grandes o pequeños, para llegar a ese creciente
número de venezolanos que, por las razones conocidas, ha tenido que
mudarse de destino. Lugares cercanos y cálidos como Panamá; remotos y
fríos como Stavanger, en Noruega; desde la lluviosa Escocia hasta la
lejana Australia; en Estados Unidos —naturalmente— en esa sucursal
caraqueña que es Miami y en la remota Utah. Por el resto del continente
americano podríamos repasar el Himno a las Américas, que en todos los
países hay venezolanos. Quién se podría haber imaginado que viviríamos
en el desierto, en Dubái, en Japón o en Moscú; que transitar las calles
de Madrid y encontrar paisanos en sus aceras, en las tiendas o en los
taxis sería algo común. Hay una verdadera diáspora: esparcidos andamos
por el mundo como si la misteriosa lotería de la maldad nos hubiese
separado a propósito, para sumar, a nuestra división adentro, nuestra
separación fuera. La
nostalgia del exiliado la percibimos los artistas con mayor claridad:
como nuestros paisanos nos conocen por la calle y nos paran, llevamos
una azarosa estadística de ausencias y dolores, de dificultades, apuros y
llantos. También de éxitos fundados en el talento, en el ingenio, en el
saber y en el esfuerzo. De todo hay en el inmenso exilio venezolano:
desde el que reproduce mañas y ancestrales vicios, hasta el que se afana
de una manera que jamás imaginó en casa, con una fuerza interior que
nunca creyó tener. Estos, para alegría de nuestro gentilicio,
constituyen la inmensa mayoría. El venezolano del exilio es honesto,
trabajador, estudioso, prudente, ahorrativo y —sobre todo— portador de
esa sabia humildad que quien se aleja de su patria conoce bien, tragando
grueso a veces, dejando pasar inhóspitos comentarios otras tantas y
haciendo de fontanero con su título de ingeniero cum laude, debidamente
apostillado, guardado en el armario de su casa.
El
mundo se ha ido llenado de venezolanos de éxito. No solo porque muchos
han triunfado en honestos negocios construidos con sacrificio, con
suerte o con ambas, sino también por el éxito cotidiano, con el que más
frecuentemente —para mi agrado— trabo contacto: el de sacar adelante una
familia, el de ayudar de mil maneras desde la distancia, haciendo algo
por los que se quedaron y la pasan mal. Me refiero al éxito de la bondad
que hallo en los corazones de la gente de mi tierra y que me conmueve
cuando abrazo a un muchacho helado que hace delivery en una bicicleta
bajo la nieve de Madrid y me pide una foto que me enaltece, por posar al
lado de su coraje.
Vuelvo a
casa cargado con las alegrías y los dolores de mi gente, con su
generosidad y su bondad infinitas, sus sueños de vuelta y su esperanza
inexpropiable. Una chica de El Sistema toca el violín y sale corriendo a
otro trabajo, luego de acompañar al joven cantante que nos abre la
presentación, venezolano también. Un humorista que se fue a Tenerife me
dice que sería un honor presentarme… y se luce. Otro, en Espinho, hace
magia en el escenario y también para vivir. Un paisano que comenzó de
camarero tiene su propio restaurante en Bizkaia. Siendo dueño sigue de
mesonero, porque él aprendió a servir. Empanadas en Madeira, arepas en
Madrid, cachapas en Bilbao: nuestra cocina toma el mundo y, aunque los
de allá los llamen “palitos rellenos de queso”, nuestros tequeños son
inconfundibles. Da gusto ver a los gringos que salen de ver Piaf hacer
comentarios en inglés sobre lo maravillosa que es Mariaca. En Viena, un
médico nuestro da conferencias por el mundo para salvar corazones. En
Deusto, el padre Mikel de Viana da cursos a los que quisiera asistir en
Caracas. Ramírez triunfa en Hollywood. En todas partes la gente del
petróleo hace proezas y estudiantes nuestros brillan en las
universidades del mundo. La lista es larga y el espacio es breve.
Mientras unos insisten en hundirnos, el alma venezolana —adentro y
afuera— insiste en salir a flote, en mostrar que somos de una madera
insumergible, madera fina.
Sé
que esto también pasará y que esa diáspora volverá para ayudar a la
reconstrucción. En este duro momento, por esas inexplicables
circunstancias del azar, me vino a la memoria el poema que Borges
escribe “Para a una versión del I King”:
El porvenir es tan irrevocable
como el rígido ayer. No hay una cosa
que no sea una letra silenciosa
de la eterna escritura indescifrable
cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
de su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
es la senda futura y recorrida.
Nada nos dice adiós. Nada nos deja.
No te rindas. La ergástula es oscura,
la firme trama es de incesante hierro
pero en algún recodo de tu encierro
puede haber un descuido, una hendidura.
El camino es fatal como la flecha
pero en las grietas está Dios, que acecha.
como el rígido ayer. No hay una cosa
que no sea una letra silenciosa
de la eterna escritura indescifrable
cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
de su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
es la senda futura y recorrida.
Nada nos dice adiós. Nada nos deja.
No te rindas. La ergástula es oscura,
la firme trama es de incesante hierro
pero en algún recodo de tu encierro
puede haber un descuido, una hendidura.
El camino es fatal como la flecha
pero en las grietas está Dios, que acecha.
Fuente: Impactocna
No hay comentarios:
Publicar un comentario