EXPERIMENTO
TULIO HERNANDEZ
EL NACIONAL
Me gusta llamarlo así. Experimento Venezuela. Porque el proceso
social que se inició en el año 2009, antes que un proyecto político que
sigue un guion cerrado, ha tenido mucho de aleatorio. De ensayo y error.
De talento para resolver la coyuntura e incapacidad para diseñar
estrategias de largo aliento.
Al llamado “socialismo del siglo XXI” le ha costado mucho
mantenerse en el poder. En ese esfuerzo ha gastado la mayor parte de su
energía. Y de los recursos del país. Han sido tan resueltos para impedir
la alternancia como impotentes e inservibles, para gobernar.
El legado de Chávez fue una utopía que tenía fijado un destino
solo existente en su mente. Otro mar de la felicidad. Pero no le dio
tiempo, o no quiso, o no pudo, diseñar el camino para arribar a él. Era
un viaje con lugar de llegada, pero sin plan de vuelo. Sin itinerario.
Es lo que explica que este gobierno haya sido un proyecto
experimental. No es, ya lo hemos dicho, una réplica del comunismo cubano
o soviético. De las comunas verdes de Gadafi. Ni un calco de Videla o
Pinochet. Ha sido otra cosa. Un híbrido.
Medianamente restringido por la camisa de fuerza de las reglas del
juego democráticas escritas en la Constitución que ellos mismos
aprobaron, asediado por las nuevas relaciones internacionales que
limitan la posibilidad de dictaduras orgánicas y por la transparencia
inmediata de las redes sociales, el chavismo aprendió a construirse
ardides, atajos, trucos y pillerías que le permitieran seguir en el
poder sin tener que hacer abiertamente aquello a lo que su naturaleza
totalitaria les empuja. Patear la mesa y gobernar por la fuerza de las
armas y los ríos de sangre.
Paradójicamente, esa ha sido su ventaja competitiva. Mantener
desconcertadas a las fuerzas democráticas. Cambiar de juego
permanentemente. Levantar la raya amarilla y volverla a colocar.
Gobernar, ya lo he dicho, con la Constitución en una mano y en la otra
una pistola escondida en la espalda. Que la utiliza cuando la otra mano
no le sirve.
Su mayor triunfo ha sido minar, por desgaste, las reservas
emocionales de los opositores. De la base popular y de la dirigencia. El
chavismo es, quién lo duda, un fracaso gobernando; pero igual una
aceitada y eficiente, por perversa, maquinaria de pesca de arrastre
electoral. Una aguja hipodérmica del tamaño del Ávila inoculadora de la
desconfianza. Una máquina de fabricar desesperanza. Una comparsa macabra
provocadora de histerias.
No es fácil combatir algo semejante. Ni en Venezuela ni en otras
latitudes donde el fenómeno populista, tanto de izquierda como de
derecha, ha reaparecido renovado. La “fatiga democrática” les ha servido
la mesa. A los Trump, Berlusconi, Le Pen, Chávez y su versión actual
desmejorada.
En su libro Populismos, Vallespín y Bascuñán señalan dos
tópicos comunes a los populismos del siglo XXI. La construcción
discursiva de un enemigo al que hay que destruir. Y la justificación de
cualquier tipo de deslave institucional hecho en nombre del “pueblo”.
Los nuevos populismos son radicalismos exaltados. Liderazgos
bocones. Amenazas extremas. Xenófobos unos. Fundamentalistas otros.
Nacionalistas. Racistas. Y en América Latina, o mejor, en Venezuela,
predicadores del resentimiento de clases y el terrorismo de Estado.
Por eso me gusta el título, y buena parte del contenido, del
artículo “La coalición de los sensatos” publicado por Héctor Schamis en El País de
Madrid el pasado 11 de febrero. Porque pone en valor la necesidad de
reaccionar a esta política de la exaltación y la crispación con
sensatez: “La del líder que no grita, solo explica. No insulta ni
descalifica, argumenta. No impone, persuade. No promete, proyecta
colectivamente”.
Los populistas nos sorprenden con sus jugadas inesperadas. Los
militaristas nos atemorizan con la represión. La mezcla de ambos es una
pócima peligrosa para los oponentes. A algunos los vuelve histéricos.
Fanáticos sin contención. A otros los inhibe. Presos de la perplejidad.
Para todos es una tarea difícil.
Un fantasma recorre Occidente: el de las coaliciones de la
sensatez. Ojalá y nos contagie porque en medio de la tormenta, como dice
Schamis, el sentido común también es una forma de carisma.
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