JAVIER MARIAS
Contaba Juan Cruz en un artículo
que, en un intercambio tuitero con desconocidos (a qué prácticas
arriesgadas se presta), alguien lo había conminado a callarse con esta
admonición, o semejante: “Estás desautorizado, perteneces a una
generación que permitió a Franco morir en la cama”. Que algún imbécil
intervenga en estas discusiones ha de ser por fuerza la norma, pero Cruz
añadía que se trataba de un argumento “frecuente” o con el que se había
topado numerosas veces, y esto ya trasciende la anécdota, porque supone
una criminal ignorancia de lo que es una dictadura. En parte puede
entenderse: cuando yo era niño y joven, y oía relatar a mis padres las
atrocidades de la Guerra, me sonaban, si no a ciencia-ficción, sí a
lección de Historia, a cosa del pasado, a algo que ya no ocurría, por
mucho que aún viviéramos bajo el látigo de quien había ganado esa Guerra
y había cometido gran parte de las atrocidades. Pero sí lograba
imaginarme la vida en aquellos tiempos, y los peligros que se corrían
(por cualquier tontería, como ser lector de tal periódico o porque un
vecino le tuviera a uno ojeriza y lo denunciara), y el pavor provocado
por los bombardeos sobre Madrid, y el miedo a ser detenido y ejecutado
arbitrariamente por llevar corbata o por ser maestro de escuela, según
la zona en que uno estuviese. Me hacía, en suma, una idea cabal de lo
que no era posible en ese periodo.
Tal
vez los que pertenecemos a la generación de Cruz no hayamos sabido
transmitir adecuadamente lo que era vivir bajo una dictadura. Hay ya
varias que sólo han conocido la democracia y que sólo conciben la
existencia bajo este sistema. Creen que en cualquier época las cosas
eran parecidas a como son ahora. Que se podía protestar, que las
manifestaciones y las huelgas eran un derecho, que se podía criticar a
los políticos; creen, de hecho, que había políticos y partidos, cuando
éstos estaban prohibidos; que había libertad de expresión y de opinión,
cuando existía una censura férrea y previa, que no sólo impedía ver la
luz a cualquier escrito mínimamente crítico con el franquismo (qué digo
crítico, tibio), sino que al autor le acarreaba prisión y al medio que
pretendiera publicarlo el cierre; ignoran que en la primera postguerra,
años cuarenta y en parte cincuenta, se fusiló a mansalva, con juicios de
farsa y hasta sin juicio, y que eso instaló en la población un terror
que, en diferentes grados, duró hasta la muerte de Franco
(el cual terminó su mandato con unos cuantos fusilamientos, para que no
se olvidara que eso estaba siempre en su mano); que había que llevar
cuidado con lo que se hablaba en un café, porque al lado podía haber un
“social” escuchando o un empedernido franquista que avisara a comisaría.
También ignoran que, pese a ese terror arraigado, Franco sufrió varios
atentados, ocultados, claro está, por la prensa. Que mucha gente
resistió y padeció largas condenas de cárcel o destierro por sus
actividades ilegales, y que “ilegal” y “subversivo” era cuanto no
supusiera sumisión y loas al Caudillo. O ser homosexual, por
ejemplo.Tampoco saben que, una vez hechas las purgas de “rojos” y de
disidentes (entre los que se contaban hasta democristianos), la mayoría
de los españoles se hicieron enfervorizadamente franquistas. Se creen el
cuento de hadas de la actual izquierda ilusa o falsaria de que la
instauración de la democracia fue obra del “pueblo”, cuando el “pueblo”,
con excepciones, estaba entregado a la dictadura y la vitoreaba, lo
mismo en Madrid que en Cataluña o Euskadi. De no haber sido por el Rey
Juan Carlos y por Suárez y Carrillo, es posible que esa dictadura
hubiera pervivido alguna década más, con el beneplácito de muchísimos
compatriotas. Estas generaciones que se permiten mandar callar a Juan
Cruz no saben lo temerario y arriesgado que era levantar no ya un dedo,
sino la voz, entre 1939 y 1975. Que, si alguien caía en desgracia y
tenía la suerte de no acabar entre rejas, se veía privado de ganarse el
sustento. A médicos, arquitectos, abogados, profesores, ingenieros, se
les prohibió ejercer sus profesiones, entrar en la Universidad, escribir
en la prensa, tener una consulta. Hubo muchos obligados a trabajar bajo
pseudónimo o clandestinamente, gente proscrita y condenada a la miseria
o a la prostitución, qué remedio.
También hay frívolos “valerosos” que reprochan a los
españoles no haberse echado a la calle para parar el golpe de Tejero el
23-F, olvidando que los golpistas utilizaron las armas y que había
tanques en algunas calles. Cuando hay tanques nadie se mueve, y lo
sensato es no hacerlo, porque aplastan. Hoy las protestas tienen a
menudo un componente festivo (la prueba es que no las hay sin su
insoportable “batucada”), y quienes participan en ellas se creen que
nunca ha habido más que lo que ellos conocen. Reprocharles a una o dos
generaciones que Franco muriera en la cama es como reprocharles a los
alemanes que Hitler cayera a manos de extranjeros o a los rusos que
Stalin tuviera un fin apacible. Hay que ser tolerante con la ignorancia,
salvo cuando ésta es deliberada. Entonces se llama “necedad”, según la
brillante y antigua (retirada) definición de María Moliner de “necio”:
“Ignorante de lo que podía o debía saber”.
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