EL TRIUNFO DE LA LENGUA
ELIAS PINO ITURRIETA
En la escena final de La hora más oscura,
la película de reciente estreno sobre los primeros pasos de Churchill
como primer ministro de Inglaterra en el comienzo de la Segunda Guerra
Mundial, hay un detalle que merece atención. Así como refleja las
posibilidades de un proyecto cargado de incertidumbre, así como muestra
la alternativa de cambiar el fracaso por la victoria en una situación
caracterizada por los aprietos, permite descubrir una de las carencias
que más destaca en las vicisitudes venezolanas de la actualidad. No se
trata de hacer comparaciones debido a que un político pura sangre como
sir Winston no se da todos los días, ni allá ni aquí, y porque los
inicios de un conflicto como el de la Europa de entonces no admite
analogías con las urgencias nacionales. Sin embargo, si uno se detiene
en ese capítulo del filme, si lo observa como parte de un trance que
incumbe a todos los que luchan contra una determinada opresión, lo que
descubre sobre lo que falta, de bulto, a los líderes de nuestra triste
comarca, no deja de impresionar.
Necesitado del respaldo total del
Parlamento para lo que parece una misión condenada al fracaso, Churchill
lee un discurso que levanta a los diputados de sus asientos. Todos se
sienten concernidos y se llena de vítores la sala, para que después los
diarios del país y del extranjero se solacen en la repetición del texto.
Nada nuevo vemos en la pantalla, nada que no se supiera con antelación,
pero una observación hecha por uno de los personajes sentado en los
escaños altos descubre la estatura descomunal del trabajo del orador. El
vizconde Halifax, su rival en el gabinete y una figura influyente del
bando conservador, después de escucharlo dice frente a las cámaras: “Es
un triunfo de la lengua inglesa”. Con esa expresión termina la película,
mientras un hombre solitario hasta ese día sale a encontrarse con su
epopeya.
En una escena anterior contemplamos
al protagonista haciendo los borrones de una intervención pública que no
acaba de satisfacerlo, pero que soluciona mediante una cita de Tácito
que viene de pronto a su memoria. Corre entonces hacia la biblioteca
para copiar la referencia de lo que será otra pieza importante de su
carrera. De las dos secuencias se desprende un hecho fundamental: en un
trance capital, la interpretación de la realidad depende de cómo se
plantee ante la sociedad partiendo de contenidos que no solo se
relacionan con hechos del presente, con la carga inevitable de la
cotidianidad, sino también, necesariamente, con una sensibilidad
proveniente de los antecedentes y capaz de crear un soporte colectivo
cuyo origen, en lugar de encontrarse en la superficie de los hechos,
remite a una profundidad que es su plataforma y su amalgama. Al escuchar
a Churchill, Lord Halifax se inclinó ante un hecho de tal naturaleza,
ante un compendio de la mentalidad británica, ante una producción mayor
de la cultura a través de la cual se sustentó un proyecto primordial de
la democracia contemporánea.
Pero el caso de Churchill no es
insólito. Tal vez el poder de su palabra y su capacidad de escarbar en
la intimidad de un pueblo hayan tenido mayor celebridad, pero se ha dado
en numerosas latitudes a través de la historia para ofrecer paradigmas
de orientación política capaces de terminar en salidas satisfactorias
para numerosas colectividades. En los albores de la democracia
venezolana, por ejemplo, las alocuciones de numerosas figuras públicas
llevaron a cabo un esfuerzo de traducción de la realidad susceptible de
congregar un cúmulo imponente de voluntades en torno a un designio de
sociabilidad que fue exitoso y arraigado. No desembucharon palabras para
que se las llevara el viento, sino pensamientos conectados con una
trayectoria anterior y con el descubrimiento de un hilo conductor del
republicanismo susceptible de apuntalar una sociabilidad de largo
aliento. Los he recordado mientras veía La hora más oscura, he
vuelto a detenerme en sus discursos memorables, para confirmar la
existencia de un sonido de voces sólidas que solo se escucha desde la
lejanía porque, por lo que toca a nuestros días, apenas suenan los
balbuceos y las bullas sin soporte.
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