POLITICA CONTRA LA TRISTEZA
MIBELIS ACEVEDO DONÍS
EL UNIVERSAL
¿Incertidumbre?
¿Ansiedad ante lo que depara el futuro? ¿Pérdida de referentes,
dilución de las expectativas individuales y colectivas de progreso? Si
tuviésemos que elegir una palabra para ilustrar el ánimo del venezolano
por estos días, lograr ese consenso que tan escurridizo se nos ha vuelto
quizás sería tarea menos compleja: no sería raro que la mayoría diga “tristeza”.
Tristeza, sí, y todo lo que ella invoca. Incluso la terca “esperanza”
-esa sensación que en 2012 arropaba al 73,1% de la población- hoy, según
anuncia Rafael Delgado Osuna, presidente de la encuestadora Varianzas,
apenas araña el 23,5%. Toda una patología: vivimos en una sociedad
triste, y no es poca cosa admitir que ese germen hace fosca casa en
nuestro espíritu, disminuyendo nuestra potencia de obrar, carcomiendo el
ímpetu, la voluntad para contener la peste, desarmando la voluntad de
procurar encuentros, impidiéndonos alcanzar la afirmación necesaria para
la acción, para sentirnos dueños de nuestras vidas. El problema con las
situaciones límite es que parecen obligarnos a escoger entre el todo y
la nada: y frente a la convicción de que el todo es
inalcanzable (así suele ser en la realidad), sin “salvavidas” anímicos
lanzados desde el liderazgo y prestos a combatir la distorsión
cognitiva, el cuerazo del derrotismo, el no-saber, nuestro optimismo
termina naufragando, nuestra fuerza vital se repliega y atasca.
Ante tal tragedia, quedarse en el casto diagnóstico que arriman las “almas bellas” no sólo es insuficiente, sino contraproducente. Renunciar a la acción para “mantener la pureza de los principios en su máxima universalidad (…) o en su pura intencionalidad”,
como advertía Hegel, implica una existencia diluida en un estado de
eterna melancolía. Nada es tan opuesto a la dinámica de la política,
plena de contradicciones y bríos, de amenazas y riesgos, marcada por su
talante terrenal, por su permanente desafío a la perfección. En política
se hace lo mejor que se puede con lo que efectivamente se tiene, y eso
es algo que contrasta abiertamente con la idea de una “comunidad ideal”,
moral e intachable que preconizan quienes se resisten a enfangarse con
la impureza ajena, con la “mediocridad” de lo posible. Y ojo, nadie duda
del dolor que puedan sentir las “almas bellas”: el problema es que ese
dolor no siempre contribuye a superar lo que lo causa.
De
allí que más allá de las inviables consignas, de la quejumbre
solidaria, del simple enunciado de deseos o la parafernalia retórica sin
verdadero anclaje en las limitaciones –lo cual hace casi imposible la
conexión con aquellos sectores castigados por la necesidad más tangible,
impúdica y material- urge identificar una comunicación que, sin dejar
de ser realista, contribuya a desmontar esas “pasiones tristes” que nos
paralizan. Un discurso político, ni más ni menos, casado con el
desarrollo de estrategias para la acción, que sin excluir lo propositivo
no tenga miedo de apelar a lo emotivo, pero haciéndolo de forma
trascendente, relevante; para, según prescribe Gilles Deleuze, “convertir
el cuerpo en una fuerza que no se reduzca al organismo, convertir el
pensamiento en una fuerza que no se reduzca a la conciencia”. Se
trata de desarrollar un relato congruente que desde los cortijos del
liderazgo logre dar sentido a la existencia de quienes hoy transitan
extraviados, heridos por la duda crónica, ahítos de descreimiento,
aquellos que se han perdido a sí mismos por haber perdido también la
narrativa de sus propias vidas. Importa entonces saber dibujar “la
novela del poder”, una historia de posibilidades capaz de transmitir
valores y certidumbres, de reconstruir identidades; impulsada por un
objetivo y un propósito que todos podamos visualizar, por esa promesa de
la transformación que aguarda si abrazamos nuestras fortalezas.
Explorar, por ejemplo, una narrativa de la reconstrucción que
sirva de contradiscurso a la destrucción reinante, tal como sugiere
Gerver Torres; y es que para vencer la anquilosante tristeza es preciso
introducir a los venezolanos en un relato creíble, del todo distinto al Thanatos, a la regresión que propone el poder.
En
medio de este retador periplo no sería la primera vez que la
inspiradora fuerza de la palabra se pone a prueba, por cierto: empujada
por el tema de la continuidad vs. el cambio, la campaña presidencial de
2013 -no sólo breve, también asumida en las condiciones más adversas- a
pesar de no coronar con la victoria opositora generó en su momento,
junto a una adición dramática de votos, importantes saldos anímicos.
Ante un país desconcertado por la muerte de Chávez y una oposición
asolada por la nube negra de la impotencia, el discurso de Capriles
zarandeaba al desalentado e impelía a levantarse: "¿Cómo no voy a luchar? ¿Cómo no vamos a luchar? Voy a luchar, con todos ustedes".
Aún en circunstancias distintas, aún con corazones encallecidos por el
despecho, he allí una página que valdría la pena repasar.
@Mibelis
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