¿Qué quiere el pueblo opositor?
Gustavo Tarre
Como si ello fuera posible, la oposición venezolana ha entrado en una
etapa de mayor confusión. La división parece incrementarse, el rumbo no
está claro, proliferan los egos, las descalificaciones y los insultos.
Es un lugar común decir que hay una crisis de liderazgo. Ni siquiera el
gran Frente promovido por la sociedad civil escapa de estas diatribas.
La pregunta que quiero formular es muy clara: ¿quién o quiénes son
hoy los líderes de la oposición venezolana? La respuesta supone aceptar
que un líder es aquel que tiene seguidores, que genera confianza y
entusiasmo, que posee aquello que los romanos llamaban auctoritas, es decir, una legitimación que procede del saber, de la experiencia, de la valoración moral, de la aceptación colectiva y la potestas, que consiste en la capacidad legal para tomar decisiones que sean acatadas por una comunidad.
Los líderes de la oposición venezolana carecen de la potestas y a muy pocos de ellos se les reconoce auctoritas.
La Mesa de la Unidad Democrática encuentra una fuente de
legitimidad en el respaldo con que cuenta en la Asamblea Nacional,
elegida por el pueblo venezolano en el año 2015. Pero puede uno
preguntarse si los más de dos años transcurridos no han hecho mella en
esa legitimidad, y no es malo recordar que la fuerza parlamentaria de
los diversos grupos que integran la MUD no proviene de una medición
democrática, pues muy pocos candidatos fueron escogidos por elecciones
primarias. El pueblo votó efectivamente por la tarjeta de la MUD, pero
los candidatos fueron postulados, en su gran mayoría, como producto de
una negociación, con base en los resultados de elecciones aún más
pretéritas.
Quienes se oponen a lo que podríamos llamar la oposición oficial
fundamentan su disidencia en un mayor acierto y firmeza en lo que
concierne a la naturaleza del régimen chavista, en su tenacidad en
denunciar la dictadura y en un fuerte apoyo en las redes sociales. ¿Es
eso suficiente?
En democracia, la legitimidad se mide en el apoyo popular. No tenemos esa medición y debemos buscarla.
La respuesta más sencilla y obvia sería la realización de una
megaelección primaria que pudiera definir tanto los liderazgos
nacionales como regionales. Lamentablemente, las dificultades logísticas
que supone este mecanismo parecen insuperables, para no hablar de la
puerta que se le abriría al gobierno para intervenir en esa modalidad de
elección.
Quisiera, con toda la humildad del caso, formular una propuesta:
la realización de una gran encuesta nacional y 23 encuestas regionales
que nos permitan saber qué piensan los venezolanos.
Es cierto que las encuestas se equivocan y, más grave aún,
sospechamos que muchas veces son manipuladas. ¿Cómo evitar ese riesgo?
La propuesta es convocar a las encuestadoras más reconocidas y
pedirles que trabajen conjuntamente en la preparación técnica de una
medición, que se haría con la presencia de testigos designados por las
fuerzas políticas y grupos que deseen participar en ella. Podría incluso
sugerirse una “observación internacional”.
Se presenta entonces el problema de las preguntas. ¿Cómo y quiénes
las formularían? ¿Cómo evitar sesgos y manipulaciones? La respuesta es
sencilla, más que votar por opciones, se trataría de expresar
preferencias por personas y organizaciones. La posición de los líderes y
de los partidos de la oposición, así como de importantes sectores de la
sociedad civil frente a los grandes retos que se presentan y
definiciones que se requieren, son ampliamente conocidas.
¿Cómo se manejaría el resultado de esa encuesta, que idealmente
debería replicarse en cada entidad regional? La propuesta consiste en
integrar, con base en los resultados y en estricta proporcionalidad un
gran parlamento nacional de la oposición (así como 23 parlamentos
regionales) por un lapso que se resuelva previamente y utilizar para la
designación de la autoridad ejecutiva las normas que rigen a los
sistemas parlamentarios. Si una sola fuerza política o agrupación tiene
la mayoría absoluta de los miembros del parlamento, tendría
automáticamente mayoría en el cuerpo de dirección ejecutiva y su líder
sería el jefe de la oposición. Si ninguna fuerza tiene la mitad más uno
de los integrantes del parlamento, se formaría coaliciones y estas
resolverían la cuestión de la jefatura.
El parlamento se reuniría de manera esporádica mientras que la
dirección política lo haría con la frecuencia que la situación lo
requiera. Esa dirección política duraría el tiempo que dure el
parlamento, a menos que se produzcan reacomodos de fuerzas que
conducirán a la formación de nuevas coaliciones. La mayoría no debería
aplastar a la minoría y todas las decisiones serían objeto de amplia
discusión. Al mismo tiempo, lo que se resuelve por mayoría, debe
acatarse y ejecutarse por unanimidad.
En este proceso deben participar todos los que pretendan ubicarse
en el campo opositor. Eso excluye a los que pretenden participar en la
elección presidencial convocada por la dictadura ya que hay evidencias
demasiado obvias y visuales de su actitud connivente hacia la
narcodictadura.
En resumen, basta ya de oír a los políticos hablar “en nombre del
pueblo opositor”. Vamos a preguntarle a ese pueblo opositor qué es lo
que realmente quiere. No es esta la única forma de preguntar, Venezuela
debe estar abierta a cualquier mecanismo de decisión democrática que
compruebe el apoyo popular de sus líderes y les confiera potestas y tal vez, auctoritas.
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