TULIO HERNANDEZ
EL NACIONAL
A finales de la semana pasada hacían en Alcalá de Henares los últimos
preparativos para la entrega del Premio Cervantes, que por primera vez
en sus 42 años le ha correspondido a un hijo de Nicaragua. Mientras
tanto, en Managua, la capital de la pequeña nación centroamericana, la
policía nacional reprimía violentamente las manifestaciones de protesta
contra los abusos del régimen sandinista que sacuden la capital.
Es de suponer que a esa misma hora el escritor Sergio Ramírez, el
nicaragüense a quien el jurado había concedido el premio en su edición
2017, hacía los últimos ajustes al discurso que dos días después leería
en el acto de entrega presidido por los reyes de España. Y que mientras
lo hacía se enteró de que la represión había sido cruenta y cobrado la
vida de veinticuatro estudiantes y un periodista.
El escritor, lo sabemos, volvió al texto que venía masticando
desde el momento mismo cuando se enteró de la decisión del jurado y,
adolorido, agregó: “Permítanme dedicar este premio a la memoria de los
nicaragüenses que en los últimos días han sido asesinados en las calles
por reclamar justicia y democracia, y a los miles de jóvenes que siguen
luchando, sin más armas que sus ideales, porque Nicaragua vuelva a ser
República”.
II
Debemos subrayar que Ramírez, sabiamente, se privó de nombrar al
responsable mayor de los veinticinco asesinatos. A Daniel Ortega. El
hombre que ha gobernando Nicaragua durante cuatro períodos y permanecido
más años frente al poder de los que estuvo “Tachito”, el último de la
dinastía de dictadores Somoza.
Tal vez lo hizo por pudor. Quizás le pareció redundante. O no
quiso salpicar de miseria la misma pieza oratoria perfumada por los
nombres de los grandes de su país y de su corazón: César Augusto
Sandino, Rubén Darío, su esposa Tulita. Prefirió el recurso de ignorarlo
que traer al presente el apelativo tóxico de quien alguna vez fue su
compañero de fórmula a la Presidencia y Vicepresidencia de la República
de Nicaragua.
III
Lo cierto es que la historia, el azar o los hilos secretos que
entrecruzan pícaramente los destinos humanos hicieron una de las suyas.
Se empeñó en que ocurrieran casi simultáneamente dos acontecimientos: la
consagración universal de Ramírez como el más grande escritor
nicaragüense luego de su admirado Rubén Darío y la graduación de Ortega
como el más sangriento gobernante de Nicaragua, luego de la saga
impresentable de los Somoza.
Porque, hay que reconocerlo, tal como me lo explicó el mismo
Ramírez en una entrevista reciente realizada en Bogotá, Ortega había
cometido actos de corrupción desmedida; pactado con lo más oscuro y vil
de la ultraderecha nicaragüense; puesto a su servicio el árbitro
electoral; hostigado y perseguido a sus adversarios, incluyéndolo a él
mismo y a Ernesto Cardenal; apoyado los gobiernos tiránicos de Chávez y
Maduro, y; puesto fin a la breve experiencia democrática de su país,
pero no había incurrido en la ruta sangrienta de las dictaduras Somoza.
La semana pasada comenzó a transitarla.
IV
Las pantallas de algunos televisores fueron escenario de un
curioso contrapunteo. El lunes algunas retransmitían los balbuceos del
otrora héroe sandinista devenido en tirano bananero tratando, en aprieto
frente a las cámaras, de deshacerse de las manchas de sangre. Y a
continuación, aparecía la impronta serena y sobria de Sergio Ramírez,
vestido de levita, pronunciando agradecido una hermosa pieza oratoria
que quedará flotando por años en la conciencia de la lengua y de esa
unidad histórica y cultural llamada Iberoamérica.
Para que no nos quede nunca dudas de su credo civil y democrático
leyó, evocando a Darío, como si de un verso se tratara: “Curioso que una
nación americana haya sido fundada por un poeta, con las palabras, y no
por un general a caballo con la espada al aire”. Y terminó
convenciéndonos, desde sus ojos entornados, mitad sabio oriental mitad
adolescente distraído, cuando dejó caer como quien no se ha dado cuenta
de lo que dice: “...me figuro a Cervantes como un escritor caribeño,
capaz de descoyuntar lo real, y encontrar las claves de lo maravilloso”.
La Revolución los puso juntos, la ética devolvió a cada uno a su lugar.
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