FIDEL, BETANCOURT Y EL BOGOTAZO
IBSEN MARTINEZ
Hace 70 años, el caudillo liberal
colombiano Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado y ardió Bogotá. La
revuelta que siguió al magnicidio bien pudo haber dejado 2.000 muertos
en la capital y otros 500 en provincia.
En la ciudad se congregaban siete jefes
de Estado, 14 cancilleres, entre ellos el general George Marshall,
secretario de Estado estadounidense. Aquella IX Conferencia
Internacional Americana creó la Organización de Estados Americanos.
Buena parte de las delegaciones
representaba a las dictaduras militares del continente que, en conjunto y
cementadas por la incipiente Guerra Fría, iban a formar lo que una
fórmula periodística llamó “la continental de las espadas”.
La delegación venezolana, sin embargo,
estuvo encabezada por Rómulo Betancourt quien, a sus 40 años, era ya uno
de los más curtidos líderes democráticos del continente. Apenas dos
meses atrás, Betancourt había impuesto la banda presidencial a otro
Rómulo, Gallegos, novelista y primer mandatario civil elegido por
sufragio universal en la Venezuela del siglo XX. Otra delegación, no
oficial, llegó a Bogotá por aquellos días, comandada –es la palabra
justa– por el joven Fidel Castro.
Fidel, por entonces ficha del Partido
Ortodoxo cubano, se proponía organizar un congreso de juventudes
antiimperialistas latinoamericanas y contraponerlo estridentemente a la
Conferencia Interamericana. Aunque solo tenía 22 años, ya se había hecho
un nombre en el violento gansterismo político cubano de la época.
Una leyenda quiere que Castro y
Bentacourt lleguen a reunirse en Bogotá y que el encuentro termine mal,
prefigurando así la futura rivalidad entre el dictador y el líder
democrático. Lo cierto es que sus mundos distaban mucho entre sí y,
además, cada quien anduvo muy ocupado.
Al margen del protocolo y las
deliberaciones, Betancourt se empleó a fondo promoviendo privadamente
entre los delegados de los gobiernos democráticos la doctrina de que la
Carta de la OEA preceptuara la obligación de tender un cordón sanitario
que aislase a los gobiernos de facto. Advertía ya, quizá, que el
gobierno de Gallegos iba a sucumbir a un golpe militar siete meses más
tarde. Extemporánea todavía, la idea no tuvo éxito.
Fidel, por su parte, se las apañó para que su delegación “estudiantil”
fuese recibida por Gaitán. El líder liberal prometió clausurar con un
discurso suyo el congreso estudiantil. Para Fidel, que todavía jugaba en
las ligas menores, no significaba poca cosa aquel espaldarazo.
El magnicidio y la violencia desatada
en Bogotá sorprendieron a Fidel en la calle. Cediendo a sus instintos,
no vaciló en unirse a unos hombres de ruana que asaltaron una delegación
de policía. Allí se hizo de un fusil Mauser y dieciséis balas antes de
volver a las calles. Arengó a grupos de exaltados y tiroteó la fachada
de edificios públicos. Al cabo, cansado de andar entre la deflagración y
la muerte, buscó albergue en la embajada cubana. Aquel era su primer
viaje fuera de Cuba.
La reunión entre Betancourt y Fidel vino finalmente a realizarse once años más tarde, en Caracas, en enero de 1959.
Betancourt había sido elegido
presidente, luego del derrocamiento del general Pérez Jiménez en enero
del 58. Era además, probablemente, el único latinoamericano que no había
caído bajo el hechizo del guerrillero que entró apoteósicamente a La
Habana hacía dos semanas. Fidel voló a Caracas a pedir petróleo para su
revolución; Betancourt no tuvo más remedio que negárselo: el dictador
fugitivo había dejado las arcas vacías.
Desde aquel momento comenzó un desafío
continental entre dos modelos que habría de prolongarse durante décadas:
el de Fidel, violento, expropiatorio y totalitario, y el de Betancourt,
democrático, de economía de mercado y constitucionalista.
A la larga, los movimientos
guerrilleros alentados por Fidel desde los años sesenta fracasaron, uno
tras otro, en tanto que las dictaduras militares fueron poco a poco
desplazadas, no sin lucha ni sacrificio, por regímenes democráticos,
imperfectos y controvertidos, pero hoy absolutamente mayoritarios en la
región.
La tragedia venezolana testimonia
dolorosamente cuán inviable ha resultado el inhumano modelo cubano, en
tanto que el creciente aislamiento de la dictadura de Maduro, sancionado
por cada vez más gobiernos del Hemisferio, demuestra la poderosa
pertinencia de la doctrina que el delegado venezolano, Rómulo
Betancourt, puso callada y solitariamente a circular hace setenta años
mientras Fidel Castro tiroteaba edificios públicos en una Bogotá que
ardía.
@ibsenmartinez
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