EFECTO PINOCHO
RAUL FUENTES
EL NACIONAL
En estos tiempos de sofisticadas tecnologías al servicio de la desinformación, de fake news
y mentiras emotivas (posverdad), es cada vez más difícil discernir
entre lo falso y lo verdadero. Twitter, Facebook y plataformas similares
son fuentes poco confiables y desacreditadas de nacimiento porque en
ellas se enseñoreó el anonimato.
A juicio del filósofo, novelista y
semiólogo italiano Umberto Eco (1932-2016) el drama de Internet fue,
palabras más, palabras menos, convertir al tonto del pueblo en portador
de la verdad. El autor de El nombre de la rosa abominó de las plataformas de intercambios virtuales y, pocos meses antes de su deceso, en declaraciones suministradas a La Stampa,
sentenció: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones
de idiotas. Primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino,
sin dañar a la comunidad. Y eran silenciados rápidamente; ahora tienen
el mismo derecho de hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los
idiotas”. Y no hay manera de desenmascararles dada su invisibilidad.
Mas
no solo el ciberespacio se presta para la difusión de bolas y bulos en
la distópica República Bolivariana de Venezuela, donde alternan la
realidad forjada por el usurpador y la sufrida por las víctimas de la
usurpación, la engañifa es pan nuestro de cada día en los órganos del
secuestrado poder público.
Dada las dificultades de tiranizar
desde un despacho virtual a un país escindido entre la simulación y la
veracidad, el zarcillo y su corte deben dar la cara y, por eso, es
relativamente fácil desmontar sus fantasías, pues, créalo o no, amigo
lector, el hombre, gracias a su nunca satisfecha curiosidad, descubrió
cómo pillar al embustero sin someterle al detector de mentiras. El
cuento es largo; trataremos de abreviarlo.
Otro
italiano, Carlo Lorenzo Filippo Lorenzini (1826-1890), conocido
simplemente como Collodi, pudo haberse inspirado en el mito de Pigmalión
–el rey chipriota esculpió y se enamoró de Galatea, la mujer perfecta, y
Afrodita le insufló vida – para escribir Le avventure di Pinocchio,
historia dulcificada o disneyficada con el paso de los años. O acaso su
musa fue Mary Shelley, y entonces el anciano Geppeto vendría a ser una
suerte de avatar del doctor Victor Frankenstein.
Si bien la figura
tallada por el modesto carpintero del relato no era un monstruo –la
intención era crear una marioneta capaz de bailar, dar saltos mortales y
manejar una espada con soltura–, su conducta tampoco era ejemplar –en
la versión original, Pinocho es ahorcado por su mal comportamiento–. Tal
vez en el trozo de madera utilizado por Geppeto para darle forma se
escondía un homúnculo y de allí el milagro de la humanización de quien,
además de convertirse en el ansiado hijo que nunca tuvo, sería tenido
universal y antonomásticamente por embustero.
Tal es bien sabido, a
Pinocho le crecía la nariz cuando mentía –gracias a los cómics y a Walt
Disney, todo el mundo está al tanto del maleficio–; por ello, un equipo
de científicos de la Universidad de Chicago, dirigido por Alan Hirsch,
experto en neurología, olfato y gusto, llamó “efecto Pinocho” a la
dilatación de las fosas nasales producida cuando se miente. Tal ensanche
va acompañado de un acelerado bombeo del corazón.
El estudio, leemos en la edición web de la revista Muy Interesante,
se basó en un minucioso análisis de imágenes del ex presidente Bill
Clinton, grabadas durante el escándalo protagonizado con Monica
Lewinsky. En ellas, el habilidoso político demócrata, a pesar de no
estar resfriado, se frotaba la nariz constantemente, un gesto típico de
quien oculta la verdad. Y, ¡vaya casualidad!, el pasado miércoles,
cuando colectivos y paramilitares rojos disparaban a la caravana del
presidente Guaidó; en Wisconsin, Donald Trump se rascaba su
protuberancia nasal mientras esgrimía deleznables argumentos en defensa
del asesinato electorero del general Qasem Soleimani, por cuya muerte,
en la Embajada de Irán en Caracas, guardó luto y silencio la cúpula
castrense bolivariana –Padrino a la cabeza–, sin saber a ciencia cierta
quién era realmente el militar persa.
Si
Collodi se adelantó o no a los investigadores norteamericanos es harina
de otro costal: a los efectos de estas líneas solo importa dejar claro
una cuestión: “la nariz delata a las personas cuando mienten”; no crece,
no, pero se hincha. Seduce la idea de revisar los videos de Aló, presidente y observar detenidamente el naso del comandante a fin de determinar cuánta falsedad alimentaba su cháchara.
Chávez
era mitómano y fabulaba sobre su pasado dándoselas de sabroso. Así
tejió toda una ficción sobre sus actuaciones deportivas y performances
culturales en sus años de cadete, alrededor de las cuales peroró hasta
el hartazgo. En una oportunidad afirmó haberse acostado en La Viñeta, en
la cama mandada a fabricar por el gobierno de Raúl Leoni para el
general Charles De Gaulle, en razón de su estatura: “¡Era enorme!”,
afirmó con su cara muy lavada, jurungándose las fosas nasales.
Sí,
era enorme; tanto como la tremenda coba puesta al descubierto por el
periodista Nelson Bocaranda. Cuando el mandatario francés visitó
Venezuela se hospedó en el Hotel Ávila –La Viñeta no era aún residencia
de dignatarios extranjeros invitados al país–, y la cama en cuestión
permanecía desarmada en algún depósito del viejo y emblemático
alojamiento de San Bernardino. Semejante mentirijilla puede parecer
inofensiva, pero la misma puso de bulto el talante engañabobos de quien
era capaz de falsificar el pasado y adecuarlo a sus delirios de
grandeza.
Chávez era, como Pinocho, un baruttino, un
títere forjado y vivificado en el fuego ideológico de la fragua
fidelista. A objeto de expandir su área de influencia, le vino de
perlas al Caballo el patriotismo bobo del comandante golpista. De este
modo, devino el redentor barinés en padre de la nueva patria bolivariana
y del socialismo del siglo XXI, magnífico posicionamiento para un
agente eficiente al servicio de la anacrónica y periclitada revolución
barbuda.
¿Y
Maduro? A este sujeto, modelado con el barro habanero del dogmatismo
servil, le va como dedo al ano, perdón, como anillo al dedo este
pensamiento descabellado del aforista polaco Stalisnaw Jerzy Lec
(1909-1966): “He aquí un defensor de los derechos: los defiende tan
bien, para que nadie pueda disfrutar de ellos”; al menos así me pareció
al leer la verificación de las inexactitudes, adulteraciones y
falsificaciones contenidas en la Memoria y Cuenta presentada por el jefe
civil (aparente) del régimen de facto – contraviniendo lo dispuesto en
la Constitución vigente– ante un organismo, como él, fraudulento de
origen y ejercicio.
Los equipos periodísticos de Tal Cual Digital y Espaja.com
refutaron al menos 30 afirmaciones del metrobusero bailarín. La mentira
es una constante en el discurso madurista. Durante la enfermedad de su
Geppeto, intentó engatusar a la ciudadanía con partes médicos ficticios y
falsas expectativas de curación de un paciente desahuciado. Si sobre un
asunto tan delicado, como la salud de quien lo puso donde está, fue
incapaz de ser sincero, no es posible esperar respuesta honesta en una
situación límite, cual la vivida en la nación a causa de un mal gobierno
prolongado con base en marramuncias, verbigracia, el caso de la compra
de esa cosa llamada Parra –los obispos le mandaron a la porra–,
orientado a profundizar el caos institucional.
Caso, cosa y caos
son anagramas de saco y un saco de patrañas ofrece quien pretende ser
realista ocultando la verdad, sin importarle la taquicardia ni los
cosquilleos nasales. Un grande de las tablas y el celuloide, Sir
Lawrence Olivier, al reflexionar sobre su oficio se preguntó: “¿Qué es
en el fondo actuar, sino mentir? ¿Y qué es actuar bien,
sino mentir convenciendo?”.
Maduro carece de las dotes
histriónicas de su predecesor y se le ven las costuras por todas partes;
sin embargo, no estaría demás encargarle a un émulo de Pigmalión un
busto de Nicolás a una nariz pegado, una nariz superlativa –plagio a
Quevedo–, y emplazarlo en el mero centro de un parque temático donde
nada fuese lo que aparenta ser. Lo merece.
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