Conclusiones aventuradas y creencias erróneas
Soledad Gallego Díaz
El País
Pensar que la Constitución es responsable del deterioro que sufren las instituciones es una conclusión aventurada. Creer que el periodo de la Transición estuvo lleno de errores, y que uno de los fundamentales fue el olvido de las víctimas republicanas de la Guerra Civil y de la dictadura franquista, es una convicción que no se sostiene en evidencia alguna.
Entre los decretos de 1976 (primer Gobierno de Suárez), por el que se regularon las pensiones de los mutilados republicanos y se dispuso la restitución de los derechos de los funcionarios sancionados por delitos de intencionalidad política, y la llamada Ley de Memoria Histórica, de 2007, el Parlamento español no estuvo ni quieto ni olvidadizo. Aprobó cuatro leyes: la de Amnistía de 1977 (que amnistió las palizas franquistas, pero también a los secuestradores de ETA) y otras tres encaminadas a reconocer derechos a las víctimas de la Guerra Civil y de la represión franquista, incluidas indemnizaciones para presos políticos con tres o más años de cárcel.
Es cierto, y una vergüenza para todos los Gobiernos habidos desde la restauración democrática, que no se pusieron los medios para localizar las fosas que ocultaban a miles de personas asesinadas por el bando franquista. La indignación de sus familiares está justificada, pero los responsables de lo ocurrido no deben esconderse detrás de un pretendido olvido de la Transición. Si no se exhumaron a aquellos cuerpos fue por la desidia de unos gobernantes que no cumplieron con su obligación. Respaldo parlamentario tuvieron. Incluso en 2002, con Aznar, la comisión constitucional aprobó por unanimidad una resolución que reafirma el deber de la sociedad democrática de proceder al reconocimiento moral de todos quienes fueron víctimas de la guerra o padecieron la represión de la dictadura. El documento insta a dar apoyo a cualquier iniciativa promovida por las familias de los afectados.
Es evidente que en la Transición se cometieron errores políticos serios, pero en su conjunto se puede decir, con argumentos, que abundaron los aciertos. Explorar los cambios que puede necesitar hoy día la Constitución es una propuesta políticamente razonable. Preguntarse si es legítima una Constitución que apenas ha votado el 23% de los españoles actuales es una tontería. El 100% de los estadounidenses vivos no votó la Constitución norteamericana, ratificada en 1788. La Ley Fundamental de Alemania es de 1949. El Parlamento del importante Estado de Baviera votó en contra, porque quería más competencias, pero aceptó que fuera válida también en ese territorio si dos tercios de los otros Estados federados la aprobaban, como sucedió.
Las constituciones sufren enmiendas durante su existencia. Pero la mayoría de los países democráticos introducen los cambios que va experimentando la sociedad no en la Constitución, sino en leyes que respetan su marco flexible. En España, el mejor ejemplo lo constituye el matrimonio homosexual, que no pasó por la cabeza de los constituyentes, pero que cabe en el espíritu de una ley fundamental defensora de los derechos individuales.
Las constituciones se enmiendan, por supuesto, pero conviene tener presente que, por ejemplo, la norteamericana ha sufrido 27 cambios en 225 años. La última, de 1992, dice que ninguna ley que altere las remuneraciones de los senadores y representantes podrá tener efecto hasta que se celebren nuevas elecciones.
En la Alemania unificada se ha nombrado una comisión que estudia una reforma constitucional (no la simple suma de enmiendas). Como dice el profesor Denniger, lo importante es que la Constitución sea elaborada por un “conjunto de juristas, no de sacerdotes”, lo que no tiene sentido religioso, sino que aboga por la voluntad de trabajar con textos que garanticen derechos y definan competencias, no que proclamen sentimientos o programas políticos.
Mientras se explora qué cambios puede necesitar la Constitución de 1978, convendría ponerse de acuerdo en un análisis previo. El deterioro de las instituciones españolas no tiene su raíz en el texto constitucional sino en la apropiación de las instituciones. No existe un problema de legitimidad de origen, como diría un jurista, sino de legitimidad de uso, provocado por los inquilinos de esas instituciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario