Luis Prados
El País
En las calles de Sao Paulo puedes llamar a un taxi con solo levantar la mano. El tipo respetará los semáforos y los pasos de cebra, tendrá GPS, varios celulares y algunos hasta una pequeña pantalla de DVD. Conducirá en silencio y al final del trayecto entregará un recibo por el importe que rellenará con exasperante minuciosidad. Cuando en Ciudad de México se agarra un taxi, si no se busca antes que nada un sitio (parada), es aconsejable fijarse en algunos detalles para minimizar riesgos: ¿Lleva cédula con su foto pegada en la ventanilla? ¿Y publicidad? ¿Será posible que ese carro cochambroso llegue a mi destino?
Después el chófer, mientras serpentea por unas calles abarrotadas, tratando de esquivar los baches, maldecirá a los políticos rateros y las marchas de protesta, revelará a qué equipo de fútbol le va o meterá al pasajero en una conversación surrealista que puede acabar así: “A mí me gusta mucho leer. Ahora estoy leyendo esto”, dice, mientras muestra un viejísimo ejemplar de la editorial Porrúa de nada menos que La Historia de los heterodoxos españoles, de Menéndez Pelayo, con una señal por la mitad del libro. Y de repente, se vuelve y pregunta: “¿Sabe usted qué quiere decir la palabra heterodoxos?”
Al llegar a un restaurante en México DF, un enjambre de meserossolícitos acomodarán mesas y sillas, impondrán con ceremonia la servilleta al cliente y darán satisfacción a sus caprichos, ya se trate de la hora o del permiso para fumar, diga lo que diga la ley que como se sabe es algo negociable. El proceso transcurrirá entre jaculatorias como “a la orden, señor”, “con gusto, señor”, “cómo no, señor” o maravillas como “ándele, no sea malito, señor”.
En la capital económica de Brasil, el garçon atenderá la orden impasible, la apuntará dejando claro que no está para equívocos o contradicciones y si es tarde advertirá de la hora de cierre de la cocina. Un cierre inflexible que no permitirá siquiera una segunda copa de vino. Y de fumar, mejor no hablar. Entre los coches aparcados, aunque se cene en la terraza.
Brasil y México, las dos economías más grandes de América Latina, tienen una historia muy distinta -¿para cuándo un estudio comparando la lógica colonial portuguesa y española en los dos países?-, y geografía, sociedades e intereses diferentes. Pero también elementos comunes como la demofobia de su élites -¿realmente no se parecenmauricinhos y mirreyes?-, una tradición semejante de caciquismo, casi dinástico, en los Estados –coroneles y gobernadores-, parecida relación de amor y odio con Estados Unidos y los desafíos de una democracia joven.Son anécdotas de dos capitales muy diferentes, situadas casi a unos 8.000 kilómetros de distancia, y que se desconocen entre sí como se ignoran Brasil y México. Pero en las dos ciudades más pobladas de América los atascos son los mismos, las marchas de protesta ocupan con parecida monotonía la Avenida Paulista y la de Reforma y ambas sufren por igual la inseguridad ciudadana -la tasa de homicidios en Brasil es del 24,3 y la de México del 23,7-.
Por seguir con esta especulación en voz alta: ¿Cómo sería el Brasil de hoy si el Estado corporativo de Getulio Vargas hubiera dado lugar a un partido nacional? México y Brasil se desconocen, compiten como adversarios por la presidencia de la OMC, por un sillón en la ONU, en la industria del automóvil y acuden por separado a cada reunión del G20. Pero si un día la cooperación y la alianza sustituyeran a la rivalidad y la ignorancia, su peso geopolítico y con ellos el de toda América Latina alteraría por completo el escenario global. No hace tanto también la amistad entre Francia y Alemania fue considerada una especulación.
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