ALBERTO BARRERA TYSZKA
Hay semanas en las que esta cita sobre la página del periódico resulta particularmente difícil. Las palabras se resisten, como insectos aferrados a las piedras. A veces el lenguaje también se paraliza. ¿Qué se puede decir frente a la crónica que relata la muerte de una pareja, torturados y asesinados delante de sus hijos, en Cagua? ¿Hay acaso algún sonido que te ayude a reaccionar ante la foto del camarógrafo Alejandro Ledo, ante la certeza de saber que fue lanzado por los aires desde un segundo piso? La realidad es tan dura que, más que indignarte, te deja mudo. A veces las noticias solo viajan en ambulancias o en carrozas fúnebres.
El chavismo refundó el país a partir de la violencia. Propuso unos nuevos códigos según los cuales la agresión se hizo un protocolo natural, reseteó la cultura civil y la sometió al orden militar, instaló el ideal del “hombre de armas” en el centro del territorio simbólico de la sociedad, legitimó el uso de la fuerza y la equidad del linchamiento público, estableció el insulto y la descalificación como ceremonia política, redujo la idea de justicia al espacio mediático que controla, promovió una nueva moral que sentencia lo bueno y lo malo a discreción, de acuerdo con los intereses de los poderosos… toda la perorata sobre el socialismo del siglo XXI es ahora un lenguaje chatarra que ya no dice nada. En la Venezuela que construyeron reina la retórica de las balas. Suenan más los disparos que las cadenas de Nicolás Maduro.
Lo ocurrido esta semana en la Alcaldía de Mario Briceño Iragorry, en el estado Aragua, es otra trágica definición del país que somos. La violencia se produce en medio de un caos que, de manera inmediata, relativiza la propia percepción de los sucesos. La agresión nunca puede condenarse de entrada, en sí misma, por su condición y naturaleza. La teoría del “contexto de guerra” vuelve a activarse. Gracias a eso, la primera reacción del Estado es integrarse al caos justificando a los agresores y satanizando a las víctimas. Esta iniciativa produce, además, una conclusión tácita que refuerza el discurso que lleva organizando a nuestra sociedad por década y media: la violencia es una versión de la justicia. Disparar es más eficiente que hablar. Golpea que algo queda.
Hay un procedimiento oficial que ya es una rutina, capaz de funcionar con piloto automático, repitiendo los mismos recursos. Ocurrió igual en febrero de 2014. En completo rigor, ajustados a los hechos, la violencia comenzó con los disparos de un grupo de oficialistas, entre los cuales, por cierto, había funcionarios policiales. El primer muerto se produjo ahí, en esas circunstancias y con esas responsabilidades. Pero el oficialismo, siempre oportuno y veraz, introdujo rápidamente un caos comunicacional, otra nueva forma de violencia, para promover y distribuir la narración de que la derecha fascista asesinó a 43 personas durante los actos terroristas del año pasado. Es un proceso que, de manera instantánea, enturbia la percepción de la realidad y fabrica culpables. A partir de este instante, la verdad siempre será un imposible.
Lo mismo se repetirá con el caso de la alcaldía de Aragua. Antes de cualquier investigación, tanto el gobernador como Diosdado Cabello han sentenciado la culpabilidad del alcalde “derechista y guarimbero”. Ya hay una foto con un supuesto grupo de víctimas que supuestamente manifestaban en contra del alcalde. Pero sobre los periodistas golpeados salvajemente no se dice nada. Ellos no son víctimas. A ellos, el poder también les roba la voz.
Hay semanas que cuesta mucho meter en una esquina del periódico. El lenguaje no se deja. El silencio es áspero. Hay demasiada sangre fuera de lugar. Hay demasiado desaliento. Mientras Maduro visita al papa Francisco, nosotros recordamos a Oscar Arnulfo Romero: “Estamos hartos de armas y de balas. El hambre que tenemos es de justicia, de alimentos, de medicinas, de educación”. Estas palabras, dichas en 1979, quizás son hoy la mejor forma de cerrar nuestro domingo.
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