Jean Maninat
Valdría la pena ver de nuevo la película chilena de 2012, NO, dirigida por Pablo Larraín, acerca de la genial campaña en el plebiscito de 1988 durante y en contra de la dictadura del general Pinochet. Habría que difundirla masivamente, invitar a los familiares y amigos a verla en casa, regalarla -así sea en versión quemaditos, perdón, perdón- en bautizos, bodas, divorcios y toda ocasión que merezca una celebración. La película narra la explosión de alegría que sacudió Santiago, y las principales ciudades de Chile, cuando se llenaron de globos, arcoíris, mimos, teatro callejero, una detonación de entusiasmo y optimismo que contrastaba con la grisura opresiva impuesta por lo milicos.
Hubo quienes se opusieron por considerar que tanto aire festivo iba en contra de la seriedad de la lucha antidictadura; para los más ortodoxos era claudicar ante los medios de la sociedad de consumo y de alguna manera, una afrenta a la memoria de los caídos, los presos y exiliados políticos. El momento no estaba para bailar cuecas o rock, ni instalar sistemas de sonido y difundir música -que no fueran las tediosas canciones de protesta- en los mítines y concentraciones de la oposición. Había que ser serios, graves, como los jerarcas soviéticos en un desfile del Primero de Mayo.
No todo fue una hábil campaña publicitaria, se labró el mensaje del NO con trabajo político en la sociedad, entre los más humildes que eran los que más temían, entre las clases medias temerosas del regreso a las turbulencias políticas del pasado, cuando no del aborrecido comunismo. Lo más difícil, era convencer -incluso a muchos curtidos socialistas de base- que el régimen militar no tenía manera de saber cómo, en qué sentido, habría votado la gente. Muchos daban por contado que los milicos eran invencibles, de no ganar… arrebataban. ¿Tú crees que van a entregar así como así? ¡Ni que fueran…! No solo entregaron, se calaron -con la quijada tensa- la transición democrática.
En Venezuela el Gobierno ha logrado instalar cierto descreimiento, cierta desesperanza, cierta abulia aguerrida -todo un oxímoron- que peligra con contaminar y arrugar el mensaje opositor. Digámoslo francamente y con todo el aprecio y reconocimiento que se merece, el liderazgo opositor no transmite entusiasmo, no genera alegría, no electrifica el ánimo de la gente, es más Popule Meum que cuarto movimiento de la novena sinfonía de Beethoven. Probablemente los años de “bailoterapia” vividos han surtido el efecto de antídoto en contra del alborozo, del júbilo, sería comprensible. Pero arrastrando los pies, o agitando todo el tiempo un dedo enojado frente a las cámaras, en nada ayuda a crear la sensación de que es posible ganar, de generar entusiasmo por el cambio, de representar una fuerza de la esperanza.
Esto no va a cambiar, así ganemos nos lo van a quitar, pero bueno… habrá que ir a votar, se escucha como una carga subterránea de desanimo cada día más expandida entre muchos convencidos de ir a votar. La oposición ha tenido logros titánicos en contra de un contrincante que no ha vacilado en usar el poder del Estado a su favor, que no le tiembla la mano para atemorizar, para distraer la atención con los exabruptos más variados. Pero ha sido derrotado en el pasado estando en mejores condiciones. Hoy, las encuestas indican que tiene todas la de perder en las próximas elecciones. Por qué esas caras largas, serias, esas ruedas de prensa tan circunspectas -en el podium una mitad suele estar leyendo mensajes o tuitiando, y la otra tiene cara de querer estar en otro lado. Un jinglesito, una chispita de humor que anime, un poquito de innovación, una pizquita de entusiasmo, de alegría, para que la gente se contagie, recobre el ánimo y haga del 6D la gran fiesta democrática que debería ser.
@jeanmaninat
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