ANIBAL ROMERO
Numerosos indicios sugieren que el fin del régimen chavista está más cercano, aunque la agonía podría prolongarse. Imposible precisarlo, pues se trata de un proceso histórico complejo e impredecible. Sin embargo, los evidentes síntomas de descomposición han suscitado otra vez un debate acerca del significado de la denominada revolución bolivariana en el plano político-ideológico, y de nuevo leemos opiniones según las cuales el régimen se reduce al más craso oportunismo, que carece por completo de ideología y que a sus cabecillas solo les mueven la ambición de poder y el miedo. Pienso que tales puntos de vista ponen de manifiesto tres errores: un error histórico, un error conceptual y un error político.
La más somera revisión de los orígenes del llamado chavismo muestra que un importante grupo de la izquierda radical venezolana, esa izquierda que jamás admitió la pacificación luego de la derrota de la lucha armada y nunca se reconcilió con la república civil y sus normas, estuvo presente desde un comienzo en el seno de las conspiraciones y preparativos que desembocaron en la victoria electoral de Hugo Chávez en 1998, contribuyendo gradualmente a definir lo que vino después. Por otra parte, sería imperdonable desdeñar en cualquier análisis de los orígenes ideológicos chavistas los vínculos de Hugo Chávez y el sociólogo antisemita argentino Norberto Ceresole, cuyas tesis sobre la conjugación de un movimiento histórico centrado en la trilogía “caudillo-pueblo-ejército” jugaron importante papel en las andanzas iniciales de Chávez, con posterior incidencia sobre la formulación de las estructuras de poder del régimen.
De modo que en el plano de las ideas el chavismo ha expresado, en términos casi siempre rupestres y primitivos pero reales, una mezcolanza de marxismo tropical y nasserismo militarista (me refiero, desde luego, al líder militar egipcio de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, Gamal Abdel Nasser). El hecho de que, de un lado, el desgaste del régimen y el fracaso revolucionario hayan devenido hoy en oportunismo, corrupción y miedo no implica que la ideología, en esta forma rudimentaria pero políticamente efectiva, no haya tenido y aún tenga un rol dentro del proceso. Y el hecho de que Chávez y el grupo militar que asumió el poder no hayan hecho otros aportes de significación en 18 años, no implica que no hayan sido expresión de una tendencia política con analogías en otras partes del mundo. Tampoco Nasser, Saddam Hussein o Muammar Gadaffi fueron ideólogos de relieve. La diferencia del caso venezolano con respecto a esos otros es que el chavismo incorporó múltiples postulados suministrados por el radicalismo de izquierda latinoamericano, tan irredento como confuso y fatal.
En segundo lugar, el error conceptual en que incurren quienes sostienen que el chavismo es una caja negra vacía de contenidos se deriva de una insatisfactoria comprensión del papel de la ideología en los procesos históricos, en particular de su papel sobre la motivación de los actores políticos. La ideología puede cumplir tres funciones y con frecuencia lo hace simultáneamente: primero, la función de proponer un destino a la lucha política, o si se quiere la de esbozar un ideal y una meta para la misma; segundo, la función de explicar las variables que intervienen en el camino de la historia concreta; tercero, y con especial relieve en lo que tiene que ver con la Venezuela actual, la de justificar la acción política y sus costos.
El chavismo creó su visión utópica mediante la quimera titulada “socialismo del siglo XXI”. No intentaré ahora desmontar semejante delirio conceptual, aunque su carácter fantasioso merece un análisis detenido –así sea para emitirle el acta oficial de defunción–. En cuanto al rol explicativo de la utopía, la izquierda radical venezolana suministró los sueños guevaristas del “hombre nuevo” y el odio hacia Estados Unidos, y de igual modo las pulsiones arcaicas de un indigenismo tan reaccionario como mal asimilado. Los militares radicalizados, con Chávez a la cabeza, acabaron por engullir la indigesta dieta teórica que esa izquierda del pasado podía llevar a la mesa, aderezada con los restos del colapso castrista en Cuba. El nasserismo ceresoliano, por su parte, aportó el mesianismo militar combinado con el control caudillista de la sociedad. Cabe apuntar, de paso, que estas dos líneas o tendencias ideológicas son profundamente socialistas ambas.
Dicho todo lo anterior, debo recalcar que en la actual etapa del proceso chavista la ideología ha pasado a jugar de modo principal un papel de justificación para las tropelías del régimen. En otras palabras, a estas alturas del camino, cuando la revolución desemboca en represión, miseria, opresión y crimen, los responsables del inmenso fracaso iniciado por Chávez y completado por sus seguidores acuden a la ideología para justificar el caos y atrincherarse en la decisión de pagar cualquier costo para sostenerse en el poder. La rocambolesca “constituyente comunal”, por ejemplo, lo expresa. Este mecanismo psicológico-político, que Alexander Solzhenitsyn analiza de modo magistral en su monumental Archipiélago gulag, ofrece a nuestros revolucionarios las necesarias coartadas para asirse a su decisión de descender hasta los abismos del crimen, de ser ello necesario, para sostener el mito que ante sus ojos se derrumba.
Debo enfatizar que está lejos de mi propósito otorgar dignidad o méritos a quienes han provocado la tragedia venezolana, atribuyéndoles convicciones e ideas de una entidad y peso acreedores de algún respeto intelectual. El término “ideología” no tiene en estas notas una connotación moral, sino que se refiere a una realidad política en sentido restringido. Por ello insisto en que es imperativo aclarar la responsabilidad de la izquierda latinoamericana en general en el drama que dolorosamente experimenta Venezuela. No es admisible refugiarse en el argumento según el cual “el chavismo no es de izquierda”, o “los términos derecha e izquierda son obsoletos”, o “esto no es verdadero socialismo”, entre otros recursos retóricos dirigidos a esquivar el problema. Ni en Europa ni en Estados Unidos se han enterado aún de semejante obsolescencia de los términos “izquierda” y “derecha”, pues se trata de designaciones de vital y concreta relevancia política.A lo anterior se suma que los intentos de eximir de responsabilidades al pensamiento político de izquierda en lo que respecta a Venezuela, obstaculizan su crítica y enjuiciamiento, impiden que tenga lugar el indispensable proceso de pedagogía política que debería ocurrir, si es que los venezolanos aspiramos a construir un futuro distinto y mejor, y por último abren las puertas a un posible retorno, pasado un tiempo, de las mismas pesadillas y engaños que han envenenado los espíritus de un pueblo confundido durante casi dos décadas.
Es comprensible que la izquierda moderada venezolana e internacional procure distinguirse del chavismo, cuyas ejecutorias han puesto de manifiesto de manera patente la profundidad del foso al que conducen las ilusiones del socialismo; pero esa ruta de diferenciación no debería entonces estancarnos en las banalidades del socialismo blando, socialdemócrata y socialcristiano, que por tantos años han congelado la reflexión teórica de nuestros partidos y movimientos políticos. Los instintos anticapitalistas de costumbre, el apego a los mitos estatistas de siempre, la idolatría hacia planteamientos etéreos que significan la repetición de los errores del pasado, son riesgos todavía vigentes en una Venezuela a la que en algún momento tocará asomarse a un porvenir distinto a la pesadilla chavista. Lamentablemente, a esos instintos y mitos socialistas de buena parte de nuestras fuerzas políticas –con excepciones como las de María Corina Machado y su movimiento Vente Venezuela– se añaden ahora los constantes desatinos políticos del papa Francisco, todavía enredado en las telarañas ideológicas de la gaseosa Teología de la Liberación. A los polacos, para su fortuna, les tocó Juan Pablo II; a los venezolanos, en cambio, nos tocó Francisco.
No obstante, en medio de los combates por la libertad en Venezuela, tengamos con absoluta claridad presente que el chavismo es otro experimento revolucionario hondamente enraizado en una larga y poderosa tradición política latinoamericana, caracterizada por la mezcla de militarismo y pensamiento de izquierda. No afirmo que sea coherente, ni mucho menos que se trate de algo valioso en el terreno de la reflexión o de la ética. De lo que no me cabe duda es que la ideología de izquierda, en algunas de sus versiones, forma parte de la tragedia venezolana, y es y será el último salvavidas de justificaciones al que se aferrarán los tripulantes de la nave que naufraga.
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