LA AGONIA DEMOCRATICA
ANTONIO NAVALON
Desde
los griegos, la democracia es el sistema ideal o el peor de todos, con
excepción de todos los demás, como dijo Churchill. La voluntad popular
está por encima de cualquier otra consideración. Elegimos a uno, aunque
normalmente no permitimos que nos dirija, pero lo elegimos. Ninguno es
superior a nosotros y juntos siempre somos superiores a cualquiera de
ellos.
Ahora,
Tocqueville, Jefferson, Lincoln, Adams y toda la historia de la
tradición democrática que plasmó las costumbres sociales del pueblo en
un texto constitucional desde la época del Lord Protector de Inglaterra,
Oliver Cromwell, se retuercen en sus tumbas. Tal vez 300 años de éxito
democrático en el mundo anglosajón son suficientes. Tal vez ahora, en
uno de esos retrocesos que tiene la historia, es necesaria otra manera
de estructurar el poder. Pero en el lado democrático todo es
frustración, intranquilidad e inseguridad. Pero además, como si todo eso
no fuera suficiente, el pueblo de Estados Unidos —inspirado en no se
sabe qué dioses— decidió darse a sí mismo un Gobierno con el que, a
pesar de constituirse formalmente sobre el respeto institucional que
hizo de ese país el ejemplo a seguir por todo aquel que aspiraba a la
libertad y a la democracia, se ha demostrado que ninguna obra humana es
perfecta y que todo es susceptible de empeorar.
Ante la pérdida de los valores morales y la crisis
permanente por no actuar conforme a los principios fundamentales de la
organización política de los pueblos, las democracias van
empequeñeciéndose y engendrando legiones de frustrados que juegan a
disparar sobre las urnas.
La democracia era la certeza de poner límites a la sinrazón
de cada uno. Pero ahora esa sinrazón, más la ausencia de fe en el
futuro, puede desencadenar perfectamente, tanto en el imperio del Norte
como en el resto de las democracias, el mismo efecto que si damos a un
mono dos pistolas: ser completamente peligroso e impredecible.
Los hechos no es que sean tozudos, es que muestran que el
líder del mundo —el libre y el esclavizado— quiso rediseñar su papel
sobre la base de dos guerras perdidas: Irak y Afganistán. Tal vez por
eso, como resultado, más de la rabia que del poder o la esperanza,
eligieron a un presidente cuyo propósito es que el mundo arda. Cuando
uno no se siente vinculado con el pasado democrático, ni comprometido
con el futuro de la libertad de sus hijos, efectivamente se puede
permitir el lujo de rociar gasolina sobre la hoguera de Jerusalén.
Y en ese sentido, la seguridad y la estabilidad hoy están en
China y en Rusia. Visto lo visto, al parecer los autócratas y los
sistemas autoritarios parecen gozar de mejor salud que las democracias.
Ya nadie cuestiona el futuro de la comunista China porque ahora, gracias
a lo que hemos hecho y a lo que estamos haciendo en Occidente, las
grandes preguntas obligadas giran en torno a nuestros sistemas
democráticos: ¿Cuál es el futuro de Estados Unidos? ¿Cuál es el futuro
de Reino Unido? ¿Cuál es el futuro de la Unión Europea?
Se ha perdido el efecto comparativo y el agravio que existía
entre regímenes autocráticos y dictaduras y los sistemas libres. No sé
si eso es un ciclo normal, no sé si son las crisis que la historia, de
vez en cuando, se regala a sí misma para evolucionar, pero lo que sí sé
es que solo es posible superar esta situación si somos capaces de vivir
con ella.
Esta crisis de la democracia tiene, en mi opinión, un eje
central. La pérdida del valor ejemplar de los Gobiernos y de la
autoridad moral ha generado unas sociedades muy desarrolladas desde el
punto de vista de la comunicación, en las que, para denunciar un mundo
que ya no nos gusta, no se contempla tomar un arma o detonar una bomba,
sino lanzar un tuit o subir una foto a Instagram.
Reconocer Jerusalén como capital israelí es solo pegar fuego
a una hoguera que siempre se pensó que, en algún momento, se acabaría
apagando. El problema es que la historia nos recuerda que eso mismo
podrían haber pensado los habitantes de Hiroshima y Nagasaki antes de
aquel agosto de 1945. Sin embargo, para que todo se arreglara, para que
la situación cambiara, para que la guerra terminara y para que el
emperador que era el espíritu de la victoria de Japón tuviera una voz y
llamara a la rendición, fue necesario ejecutar actos que en esos tiempos
eran inimaginables. Hoy la democracia agoniza en gran parte del mundo. Y
mientras tanto una pregunta sigue en el aire: ¿Qué o quiénes la
salvarán de su sufrimiento?
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