miércoles, 3 de enero de 2018

DESIGUALDAD Y POBREZA

MANUEL SUAREZ-MIER


Uno de los más intensos debates que caracterizaron al año que fenece, fue el relativo a la desigualdad como el principal problema que aflige a la humanidad, en lugar de priorizar el combate a la pobreza, en lo que se han hecho avances increíbles aunque todavía insuficientes.
Esto me recuerda una conversación con una de mis alumnas de economía internacional en American University, quien me sorprendió sobremanera al afirmar que para ella era preferible que todos los habitantes de un país fueran pobres a que hubiera diferencias en su riqueza.
Cuando le pregunté si ella preferiría vivir en la China de Mao,en la que todos sus habitantes era miserables —excluyendo, por supuesto, a los dirigentes del Partido Comunista—, que en la vibrante China de hoy, con bastas diferencias en el reparto de la riqueza, su respuesta fue que sí.
Estoy consciente del sesgo hacia una izquierda bastante extrema en los estudiantes de las universidades en EE.UU., repletas de maestros de todos los tonos del rosa en el espectro ideológico, con muchos llegando al rojo solferino, pero me sorprendió la completa irracionalidad de la respuesta de mi alumna.
El argumento de la creciente desigualdad ha servido para justificar el asalto populista que resultó en la elección de Donald Trump, en el referéndum que llevó a la salida del Reino Unido de la Unión Europea, en la aguda división que prevalece hoy en Cataluña y en la elección mexicana de 2018.
Los demagogos gozan en dividir a la sociedad entre los pobres, a los que dicen representar, de “las élites” dirigentes que son el enemigo a vencer, con un énfasis creciente en desigualdades raciales, los blancos de Trump contra extranjeros y mestizos, o los morenos de AMLO contra blancos y “pirruris.”
Se han hecho comparaciones históricas, sobre todo en EE.UU., que indican que la última vez que la distribución de la riqueza fue tan sesgada con el éxito de su revolución industrial y la explosión de las vías de comunicación a finales del siglo XIX, hubo un florecimiento de políticas populistas entre las que destacan el combate frontal a los monopolios y la adopción de impuestos sobre la renta.
Yo no sé qué tan válidos sean estos argumentos, pero creo que la prioridad de la política económica es crear las condiciones para que haya crecimiento acelerado y sostenido de la economía, que genere riqueza y permita atacar con efectividad la pobreza, mientras que los demagogos prefieren las dádivas.
Este debate me llevó a revisar algunos textos clásicos, incluyendo los trabajos de Martin Ravaillon, de la Universidad de Georgetown, en los que analiza la interacción entre pobreza y desigualdad en los procesos de desarrollo y halla que la experiencia de muchos países no muestra una correlación negativa entre la pobreza, en términos absolutos, y la desigualdad en términos relativos.
Afirma, sin embargo, que surge una correlación negativa entre desigualdad absoluta y mayor pobreza, lo que quiere decir que si se desea reducir la brecha entre ricos y pobres, es necesario que el nivel de vida de los más pobres tenga una caída en términos absolutos.
Estoy cierto que la desigualdad entre los venezolanos —de nuevo, excluyendo a la mafia que dirige a ese infortunado país— ha disminuido de manera notable al haber virtualmente desaparecido los ricos, mientras que la pobreza se ha vuelto casi universal, creciendo en manera increíble para un país tan rico.
Hay que cuidarse de los demagogos que no quieren desaparecer la pobreza, que es su principal clientela, sino fregarse “a los ricos, a los pirruris y a los señoritingos” que, en su léxico, significa todos los que no los apoyan abyecta y ciegamente, que somos la vasta mayoría de la población.

Este artículo fue publicado originalmente en Asuntos Capitales (México) el 29 de diciembre de 2017.

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