MANUEL SUAREZ-MIER
Uno de los más intensos debates que caracterizaron al año que fenece, fue el relativo a la desigualdad como el principal problema que aflige a la humanidad, en lugar de priorizar el combate a la pobreza, en lo que se han hecho avances increíbles aunque todavía insuficientes.
Esto me recuerda una conversación con una de mis alumnas de economía
internacional en American University, quien me sorprendió sobremanera al
afirmar que para ella era preferible que todos los habitantes de un
país fueran pobres a que hubiera diferencias en su riqueza.
Cuando le pregunté si ella preferiría vivir en la China de Mao,en
la que todos sus habitantes era miserables —excluyendo, por supuesto, a
los dirigentes del Partido Comunista—, que en la vibrante China de hoy,
con bastas diferencias en el reparto de la riqueza, su respuesta fue
que sí.
Estoy consciente del sesgo hacia una izquierda bastante extrema en
los estudiantes de las universidades en EE.UU., repletas de maestros de
todos los tonos del rosa en el espectro ideológico, con muchos llegando
al rojo solferino, pero me sorprendió la completa irracionalidad de la
respuesta de mi alumna.
El argumento de la creciente desigualdad ha servido para justificar el asalto populista que resultó en la elección de Donald Trump, en el referéndum que llevó a la salida del Reino Unido de la Unión Europea, en la aguda división que prevalece hoy en Cataluña y en la elección mexicana de 2018.
Los demagogos gozan en dividir a la sociedad entre los pobres, a los
que dicen representar, de “las élites” dirigentes que son el enemigo a
vencer, con un énfasis creciente en desigualdades raciales, los blancos
de Trump contra extranjeros y mestizos, o los morenos de AMLO contra blancos y “pirruris.”
Se han hecho comparaciones históricas, sobre todo en EE.UU., que
indican que la última vez que la distribución de la riqueza fue tan
sesgada con el éxito de su revolución industrial y la
explosión de las vías de comunicación a finales del siglo XIX, hubo un
florecimiento de políticas populistas entre las que destacan el combate
frontal a los monopolios y la adopción de impuestos sobre la renta.
Yo no sé qué tan válidos sean estos argumentos, pero creo que la prioridad de la política económica
es crear las condiciones para que haya crecimiento acelerado y
sostenido de la economía, que genere riqueza y permita atacar con
efectividad la pobreza, mientras que los demagogos prefieren las
dádivas.
Este debate me llevó a revisar algunos textos clásicos, incluyendo los trabajos de Martin Ravaillon,
de la Universidad de Georgetown, en los que analiza la interacción
entre pobreza y desigualdad en los procesos de desarrollo y halla que la
experiencia de muchos países no muestra una correlación negativa entre
la pobreza, en términos absolutos, y la desigualdad en términos
relativos.
Afirma, sin embargo, que surge una correlación negativa entre desigualdad absoluta y mayor pobreza,
lo que quiere decir que si se desea reducir la brecha entre ricos y
pobres, es necesario que el nivel de vida de los más pobres tenga una
caída en términos absolutos.
Estoy cierto que la desigualdad entre los venezolanos —de nuevo,
excluyendo a la mafia que dirige a ese infortunado país— ha disminuido
de manera notable al haber virtualmente desaparecido los ricos, mientras
que la pobreza se ha vuelto casi universal, creciendo en manera
increíble para un país tan rico.
Hay que cuidarse de los demagogos que no quieren desaparecer la
pobreza, que es su principal clientela, sino fregarse “a los ricos, a
los pirruris y a los señoritingos” que, en su léxico, significa todos
los que no los apoyan abyecta y ciegamente, que somos la vasta mayoría
de la población.
Este artículo fue publicado originalmente en Asuntos Capitales (México) el 29 de diciembre de 2017.
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