MIBELIS ACEVEDO D.
EL UNIVERSAL
“Someter al enemigo sin combatir es el colmo de la habilidad”, escribía
Sun Tzu, aludiendo al talento para ganar todo sin arriesgar nada,
apenas estrujando la debilidad del adversario, su falta de preparación,
sus grietas, su incapacidad para calar el contragolpe, para preservar su
acribillada psiquis o juntar fuerzas contra el agresor. “Toda guerra se basa en el engaño… muestre señuelos para incitar al enemigo, aplástelo, busque irritarlo”,
recomendaba el honorable Maestro Sun: no en balde el control de la
información es uno de los temas tácticos que más impacta en las pujas
por el poder. Las lecciones de “El arte de la guerra”, sin
duda, brindan hoy una perspectiva valiosa a los estrategas de toda
traza, pero pueden mutar en inspiración macabra cuando son adoptadas
groseramente por quienes ven en la política no una oportunidad para la
acción plural o la gestión civilizada de conflictos, sino un coto de
combate donde se impone la “acclamatio”, la homogeneidad, la
ocupación, la manipulación de la verdad como vía para destruir al
“enemigo”, a cualquiera que se atreva a pensar libremente o desmentir al
encumbrado mandón: “simplemente ese otro que está en contra de mi posición”, como declararía Carl Schmitt.
En esa contienda desigual nos encontramos, víctimas del
forcejeo con bandos de naturaleza del todo opuesta a la republicana. Por
un lado, esa mayoría apaleada por la crisis, devastada física y
moralmente por la mengua, la desconfianza y el miedo; cuantitativamente
robusta y con historial de conquistas democráticas, pero malbaratada en
su potencia, sin guía clara, desorientada; por otro, el gesto del “chacal prohijado” que tan descarnadamente dibujó Miguel Hernández; esos “que entienden la vida por un botín sangriento”,
una minoría feroz que aprovecha al máximo sus trucos, sus apetitos y
dientes para aniquilar a sus antagonistas. En ese sentido la hegemonía
comunicacional sigue asegurando la metralla de artificios, una tan
inclemente que ha logrado perforar incluso las certezas más
inquebrantables, y “destruir la resistencia del enemigo, sin pelear”.
El boquete en el espíritu se ensancha por estos días,
tras los excesos que costaron la vida de hombres y mujeres durante el
operativo policial efectuado en El Junquito. Son los modos explícitos de
una violencia cuya simbólica deformidad, también en el post scriptum,
rebasa todo miramiento. Pues no sólo se trata de la resbaladiza
información oficial, del dato fragmentario y falaz, la neolengua, la
vaga argumentación, las omisiones grotescas, el eufemismo y su crueldad,
sino la obvia intención de despachar los hechos para dar prioridad a
las “sensaciones”, la subjetividad que calza como verdad y toma partido
de la incertidumbre, el inagotable afán por quebrarnos la moral, sembrar
letal cizaña y dividirnos, una y otra vez. “En el marco del diálogo algunos dirigentes dieron información importante sobre la ubicación de este grupo terrorista”,
ha deslizado el ministro del Interior, Justicia y Paz. Afirmación -ya
desmentida- que es todo menos azarosa, todo menos casta. Una carnada
infecta para que los “avispados” caigan. Para el opresor, toda
eventualidad constituye insumo útil para su guerra, una guerra que
también se libra desde el lenguaje y sus vigorosas representaciones.
El factum pasa a ser así un volátil referente: la gente cree en lo que quiere creer, y eso lo saben bien los carceleros. Se ha demostrado que a merced de la rabia o el miedo la habilidad crítica colapsa:
que si la persona afectada escucha o lee opiniones que refuerzan su
visión del mundo -no importa de dónde provengan- es mucho más proclive a
creer sin cuestionar. La terca voluntad, conectada a la emoción, tiende
entonces a ponerse por encima de la razón. La creencia minuciosamente
urdida de un establishment soportado por la colaboración de la
dirigencia opositora, en este caso, se ha vuelto un artilugio que opera
limpiamente a favor de los victimarios, potenciado además por el caótico
envión de las redes sociales. Lograda por esta vía la dislocación
política del enemigo, no hay pérdida, sólo renta para el ávido
depredador.
¿Cómo combatir esa andanada, cómo sobrevivir a la brutal
ofensiva contra nuestra psique? Nada fácil. Pero aferrarse a las claves
del Pensamiento Crítico quizás pudiese brindar algún alivio en
esta coyuntura, hasta que una estrategia sólida surja y nos contenga:
aprender a dudar, por cierto, de la narrativa del autócrata, someter
incluso nuestras creencias al escrutinio constante; detectar las celadas
de la mentalidad gregaria, asirse a los criterios de verdad, superar la tara del prejuicio, vigilar la adecuación entre lo que se dice y lo que es; entender que la verdad no es algo privado, sino que requiere ser compartida por otros; renunciar a la evasión de la mentira feliz, los cepos del pensamiento mágico.
Jamás bajar la guardia. Frente a la perversidad que nos acorrala,
cuidarse de pisar cada mortífera mina supone una tarea agobiante, sí,
pero también absolutamente necesaria.
@Mibelis
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