La máquina de fabricar apátridas
I
Hasta las palabras se rebelan. Cansadas de tanto manoseo y
manipulación chavista, un día se encabritan y vagan libremente en busca
de su sentido fiel. Recuerdan al poeta Montejo: “Enturbiar el lenguaje
es lo primero que hace el totalitarismo”.
“Apátrida” es buen ejemplo. La palabra que los rojos repiten como
loros desde el día que El Gran Hermano la pronunció para descalificar
todo reclamo popular. Si dices que no hay comida: “Eres un apátrida”.
Diálisis para los enfermos renales: “Apátrida”. Elecciones libres: “Más
apátrida aún”.
Pero la realidad es terca. Gracias a la debacle absoluta del
presente, la palabra dejó de ser insulto. Ahora es un género creciente
de venezolanos de todas las clases sociales que han ido adquiriendo esa
condición. En su sentido estricto. No en el figurado. Como una
calificación técnica. La de Acnur: “Apátrida es una persona que no es
reconocida en ningún país como ciudadano”.
II
En Colombia, desde donde escribo, no hay manera de eludir el tema.
En la prensa escrita, la TV y la radio, el foco es el mismo: la
tragedia humanitaria de los miles de venezolanos que atraviesan la
frontera, desesperados, en busca de un lugar donde sobrevivir.
Unos lo hacen legalmente, por los puentes y alcabalas. Otros por
las trochas. Sumados, acumulan esta semana que hoy concluye una cifra de
2.000 venezolanos que diariamente vienen a asentarse. Más quienes
entran y salen el mismo día en busca de alimentos y medicinas. O de
algunas monedas obtenidas alquilando su cuerpo o vendiendo contrabando.
Para los colombianos el éxodo es también una amenaza. El control
riguroso es casi imposible. La frontera con Venezuela tiene 2.190
kilómetros de extensión. Y solo desde el Táchira más de 300 trochas. Con
toda razón, hay alarma. Los gobernadores de La Goajira, Norte de
Santander y Arauca piden que se declare emergencia humanitaria. No
tienen recursos suficientes para atender a los que llegan sin dinero,
oficio conocido y, en algunos casos, ni siquiera documentos.
Porque la más reciente emigración es diferente. La de los
empresarios, universitarios y mano de obra calificada –peluqueros,
mesoneros, cocineros, albañiles–, que podía competir laboralmente, pasó a
segundo lugar. Ahora también llegan caravanas de venezolanos pobres,
tristemente andrajosos y famélicos, que crean campamentos de miseria a
orillas del río Arauca, en las calles de Cúcuta, o en los terminales de
pasajeros de Maicao y Riohacha.
Para nuestro pesar son el “hombre nuevo” que esculpió el populismo
paternalista chavista. Un apátrida al que, de seguro, le costaría
pronunciar esta palabra.
III
Incluso en Colombia, donde el gobierno y la mayoría de los
habitantes muestran la mejor disposición, cuando eres emigrante la
tienes difícil. Pero si eres emigrante y, además, muy pobre debes
prepararte para lo peor. Tarde o temprano Colombia tendrá que regular el
flujo y el filtro afectará a los más frágiles. Preparémonos para ver
campos de refugiados. Como en Siria.
Sin embargo, centros religiosos, periodistas sensibles,
funcionarios responsables, organizaciones académicas, como el
Observatorio Venezuela de la Universidad de El Rosario, actúan en
Colombia tratando de que se entienda el fenómeno, convocando solidaridad
con los desplazados y apuntando a impedir que, como suele ocurrir en
estos casos, haya brotes significativos de xenofobia. Pero aún todo es
confuso.
“¿Cómo dejaron ustedes que las cosas llegaran hasta ese punto?”,
preguntan algunos en la calle. Otros reclaman: “Es que ustedes son muy
maricas, ¡aquí ya nos hubiésemos volado a ese hijo’e su madre!”. Los hay
crueles, como el taxista que después de hablarme solidariamente
concluye: “¡Hombre, tanto lujo y tantas misses, y ahora uno se come una
venezolana por menos plata que esta carrera!”. Silencio.
IV
Una amiga, del mismo pueblo tachirense al que pertenezco, trata de
convencer a su madre de que se venga a Cali. Que acá todo va a ser
mejor. Pero mamá responde: “No mija, ya todos se fueron. Si me voy yo,
¿quién le va a llevar flores a tu papá en el cementerio?”.
Como en el cuento de Pedro y el lobo, los chavistas gritaban burlones: “¡Allí hay un apátrida! ¡Allí hay un apátrida!”.
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