LEONARDO PADRÓN
El padre de Gerardo Carrero se llama Gerardo
Carrero. Habla sin parar. Como un tren furioso. Todo él es un despeñadero de
palabras que intentan dibujar la apremiante situación de su hijo preso en el
SEBIN. Le molesta el lugar común que dicta que nadie quiere más a un hijo que
la madre. Es la quintaesencia del fervor paterno. Tiene el temple de la gente
de montaña. Una roca. Hasta que se cansa de serlo en alguna frase y el dolor es
como un animal en sus ojos. El padre de Gerardo Carrero se llama Gerardo
Carrero. Tiene un koala a la altura del pecho que se le mueve como si quisiera
mudarse de sitio. El lo ajusta a cada rato, lo atrapa, lo devuelve a la
posición original. Será que le protege el corazón. Tendrá allí la piedra de su
ánimo. No sé. El padre de Gerardo Carrero se llama Gerardo Carrero y tiene las
palabras exactas que le caben en su rabia. Ni una más.
***
A Gerardo Carrero lo detuvieron el 8 de mayo del
2014 en un campamento de protesta de casi 350 carpas asentado frente a la sede
de la ONU en la Avenida Francisco de Miranda. Su delito: exigir la libertad de
los estudiantes detenidos. Las autoridades arrasaron con el sitio mientras
todos dormían en la boca de la madrugada. Hubo 243 detenidos esa noche. Carrero
fue trasladado al SEBIN del Helicoide. Un día inició una huelga de hambre y el
castigo fue inolvidable: lo guindaron esposado de una reja, le forraron las
muñecas con papel periódico (para evitar marcas) y lo golpearon con una tabla.
Estuvo doce horas en esa posición, humillado y obligado por las circunstancias
a orinarse encima de su propia ropa. Luego decidieron llevarlo a la sede del
SEBIN en Plaza Venezuela. Bienvenido a La Tumba. Una pésima noticia.
***
El padre viaja incansablemente a la capital a
visitar a su hijo, a preguntar por su caso, a hablar con gente, alguien tiene
que ayudarlo, alguien tiene que saber cómo. Del Táchira a Caracas y de Caracas
al Táchira es mucho autobús todas las semanas. Tuvo que dejar de trabajar para
ocuparse de todo. Su hijo tiene los brazos llenos de ronchas y pus, me comenta
una estudiante que lo ha visto en las audiencias. Gerardo está desde el 26 de
agosto del 2014 en La Tumba. Así le dicen los propios carceleros. Es un
sustantivo bien fundamentado. A ese sitio no llega el sol. No puede. No
alcanza. Son cinco pisos bajo tierra. Cinco sótanos contra el sol.
Allí la noche es un contrasentido: una luz blanca.
Nadie la apaga nunca. Una luz que insiste durante el día. Una luz que ofusca.
Ya Gerardo olvidó los detalles que diferencian al día de la noche. Las semanas
son un acopio amorfo de tiempo. No sabe si cuando come desayuna o cena. Ya no
entiende cuándo tener sueño o cuándo despertarse. Todo es un solo día.
Larguísimo. Apenas lo han asomado al sol tres veces en tanto tiempo. Y le toman
fotos para que parezca que así es siempre. Pero no. Es teatro. Alguien le dio
una pista para entender las vueltas de la tierra: “cuando dejes de escuchar el
sonido del Metro, son más de las once de la noche”. Porque el Metro de Plaza
Venezuela pasa cerca. Por algún lugar de arriba. Pero a él no le gusta decirlo.
Capaz y sus carceleros prohíben que el Metro pase más por esa
estación.
Lo mismo temen los otros dos estudiantes sumergidos
en La Tumba: Gabriel Valles y Lorent Gómez Saleh, deportados el 4 de septiembre
del 2014 por Colombia en tiempo record e imputados por conspiración, terrorismo
e instigación a delinquir.
Plaza Venezuela es un hervidero de carros,
mototaxistas, perrocalenteros, peatones apurados, gente en diligencia. Es el
centro exacto de Caracas. Nadie sospecha que cien metros bajo tierra están
confinados a la tortura blanca tres estudiantes de este país. Sobre la
superficie, en el ardor del asfalto, sus padres deambulan sin cesar por el hilo
de su angustia.
***
Yamile Saleh visita a Lorent, su hijo, los días
permitidos, lunes y viernes de 11 am. a 3 pm. Yamile también ha dejado de
trabajar. Solía dedicarse a la alta costura, pero la cabeza no le da para
pensar en telas y zurcidos. Tiene cinco meses sin agarrar una aguja. Ha
consumido todos sus ahorros. Al fin y al cabo es su único hijo. Ella es madre
soltera. Anda muy sola en todo esto. Le tocó mudarse. La acosaban
telefónicamente por ser “la madre del terrorista”. Le decían: “Ya sabemos quién
eres y dónde vives”. No aguantó. Quiere irse del país apenas termine la
pesadilla. Si termina. Aún así, carga los colores de la bandera en un delgado
collar. Viaja todas las semanas desde Valencia con dos álbumes de fotos de su
hijo con personalidades del fuero internacional. Cuando se le ocurre hablar con
los medios, recibe represalias. Mientras me cuenta se le salen las lágrimas:
“Mi hijo tiene siete años en esta lucha. Me abandonó a mí. No terminó su
carrera de Comercio Internacional. No ha hecho lo propio de su edad: la playa,
el cine, los amigos”. Yamile repite su historia en todas partes. Se reunió con
Tarek William Saab, el nuevo Defensor del Pueblo, quien parece querer demostrar
que su antecesora, Gabriela Ramírez, fue un derroche de omisiones a los deberes
de su cargo. Al menos Tarek William ha recibido, sin distinciones ideológicas,
a muchos de los agraviados por el régimen. Le prometió a Yamile, no la libertad
de su hijo, pero sí un mínimo de dignidad. Ella espera que cumpla, asomada día
y noche en su insomnio.
Le comento del video de Lorent, exhibido en TV,
donde habla por skype de planes de lucha inadmisibles, altisonantes, contrarios
a la vida. La madre admite ciertos excesos, y otros los mete en el paquete de
un montaje. Pero no se trata de si es culpable o inocente, ella no pide su
liberación, solo ruega que lo saquen de La Tumba. Ha aprendido de derecho, de
custodios y tribunales. Su vocabulario está atestado de palabras nuevas. La
vida le dio un vuelco a la modesta costurera que hoy solo habla de derechos
humanos.
***
La tortura blanca es impoluta. No deja huellas. No
hay batazos en el hígado. Todo ocurre con la asepsia de los cirujanos. Todo
pasa adentro, en los sótanos del cuerpo y de la mente.
El frío, por ejemplo. En los calabozos de La Tumba
no descansa el frío. El aire acondicionado les escupe su respiración de hielo a
toda hora. Es como una nevera eterna. Blanca, glacial, callada. La cama es de
cemento. Tan tosca como dura. El padre de Gerardo me cuenta que su hijo come en
el suelo, y es como pensar en un perro. Sus esfínteres dependen de un timbre.
Debe pulsarlo y esperar que alguien lo conduzca al baño. Los estudiantes presos
no se ven. Se gritan para saberse del otro lado. Las celdas tienen cámaras y
micrófonos ocultos que registran lo que hacen, cómo se mueven, lo que piensan
en voz alta. Su salud se ha llenado de diarreas, fiebres y vómitos. Les asusta
lo que comen. Les prohíben la visita de sus abogados y médicos. No tienen
teléfonos. No ven noticias. Tienen meses sin oír una canción. El silencio es su
techo, su pared, su piso. No hay espejos. No saben ya cómo son. No tienen
colores que ver, porque allí el mundo es blanco y kaki, como el uniforme que
visten. La vida mide apenas 3x2 metros cuadrados. La sensación es de estar
enterrados vivos. De irse aproximando en cámara lenta hacia la muerte.
***
Un día le lanzaron a Gerardo un papel roto en
varios pedazos. Lo armó con paciencia. El saldo del rompecabezas era una frase:
“Leopoldo te abandonó”. A los tres los hostigan psicológicamente: “¿Aún no se
han suicidado?”. Persiguen su quiebre. Una delación, eso buscan. “Terminen de
portarse bien”, les dicen los custodios. Lo cual significa, en castellano
carcelario, implicar a alguien en una declaración como conspirador, golpista o
terrorista. No importa quién sea: Leopoldo López, María Corina Machado,
Henrique Capriles, Alvaro Uribe. Con firmar un papel basta. Y ya. Salen de La
Tumba. A otra cárcel. Les juran que con sol.
Pero no. No hablan. No incriminan a nadie. Y la
tortura se extiende como una mancha de aceite invisible por todo el sótano.
***
El papá de Gerardo sigue viajando todas las semanas
a verlo. Su único equipaje es la rabia. Dice que su hijo le prohíbe sacar
pendones o volantes con su nombre. “Si no están los nombres de todos los
estudiantes presos, no”, le advierte. La madre de Lorent está agotada de
verse llorar. Lo mismo la madre de Gabriel Valles.
Muchos organismos y personas han acudido a todas
las instancias para denunciar lo que en ese umbral del infierno sucede. Pero,
según comentan, cuando se trata de estudiantes y presos políticos el silencio
de los tribunales es la regla.
Por encima de La Tumba pasan centenas de peatones
todos los días sin saber que cinco sótanos más abajo se encuentran tres
estudiantes venezolanos envueltos en una luz blanca bastante parecida a la
muerte.
Es inadmisible que exista un lugar tan siniestro en
nuestro país. Es la tumba blanca de los Derechos Humanos.
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