Cuando las cosas no tienen nombre
No tiene nombre que el país cuyo gobierno fanfarroneaba con tener las reservas de hidrocarburos más grandes del mundo tenga a su pueblo corriendo detrás de camiones para saquearlos o haciendo colas detrás del pan, la harina o cualquiera de las cosas más elementales para vivir. Menos aún que sus enfermos de hipertensión o diabetes se mueran porque dejaron de tomar sus medicamentos, mientras su ministra de Salud dice que las fallas de medicamentos son puntuales, en un insignificante 5%.
Cómo se puede calificar a un gobierno cuyo único desvelo es la oposición. Su principal objetivo es la confrontación política, su obsesión es eliminar o anular la Asamblea Nacional elegida por el pueblo. En qué mundo viven unos políticos que hablan bolserías retóricas, propias de una Guerra Fría que va para treinta años de finalizada, en medio de una crisis económica que está en su tercer año consecutivo y sin que puedan superarla.
Más que carecer de nombre, es una grosería que el ministro de planificación, o como sea que se llame esa dependencia pública, solo abra la boca para decir mentiras sobre la realidad social del país más empobrecido de América Latina, sin que muestre ni un rictus de vergüenza. Todos los funcionarios declaran como actores que mienten e intrigan con tal nivel de descaro que ni el Yago de Shakespeare o el Tartufo de Molière hubiesen podido protagonizar.
No hay cómo describir la burla que significa para un país inseguro y hambriento que sus jerarcas celebren cada fracaso como si fuese un acto heroico y épico. Operativos de seguridad que solo llevan muerte y desolación (OLP), estrategias de distribución que chantajean las necesidades alimenticias del pueblo (CLAP), se pretenden como grandes logros y forman parte de los actos semanales de la cofradía de los mutuos adulantes del gobierno y los poderes fácticos que lo apoyan.
No hay cómo mencionar el papelón que están haciendo los poderes del Estado. En ninguno de ellos puede haber respeto u honor, cuando han reducido sus funciones a mantener en el poder a un gordinflón imitador de caudillo tercermundista, a quien no solo le queda grande el cargo, sino que ha demostrado no saber qué hacer con él.
Es para quedarse sin calificativos, entre lo visto y lo por ver, de las cosas que hace el CNE para impedir que el pueblo se exprese por medio de un mecanismo establecido en la Constitución y que sirve como moderador del injustificadamente largo período constitucional y su indefinida reelección. Quien preside y quienes dirigen el CNE pasarán a la historia como títeres de los detentadores del poder. Hablan por ellos, por lo tanto también deciden por ellos. “No habrá referéndum, no se la vamos a poner fácil, el proceso está viciado”. Son provocaciones y mentiras que convierte a los titulares del CNE en monigotes, mirones de palo o simples instrumentos del poder.
La comunidad internacional tendrá que decidir cómo llamará a los supuestos facilitadores de un diálogo que solo tiene por objetivo el mismo que le dio Chávez a la Mesa de Negociación y Acuerdos de la OEA y que medió entre un referéndum claramente perdido a otro ganado por un golpe de suerte petrolera. Los carentes de originalidad que nos gobiernan han puesto a los propulsores del diálogo a cumplir una función interesada que los convierte en asesores antes que en mediadores. Administran un reloj que no contará con la hora de la buena fortuna.
Vivimos tiempos que no tienen nombre, son impronunciables, vergonzosos y penosos. Son los tiempos que anteceden a los gloriosos y honrosos, los que están por venir, los que dejarán a un lado a estos que, como muchas otras desgracias de la historia, no tienen nombre.
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