sábado, 25 de abril de 2020

MIRANDA Y LA EMPERATRIZ
Eduardo Casanova Sucre – Medium
       Por Eduardo Casanova

¿Fue Miranda amante de Catalina, la Emperatriz de Rusia? Muy difícil saberlo. 
Don Pancho era un bragueta alegre, y muy buenmozo, y la Zarina no era precisamente un ejemplo de recato. Miranda, en sus escritos, es muy prudente al respecto, pero si hubiera sido indiscreto no habría muerto en La Carraca sino mucho más al este y al norte, y mucho antes. 
La conoció el 14 de febrero de 1787, en Kiev, por iniciativa de Potemkin, con quien el viajero venezolano había sostenido largas conversaciones en las que hablaron de política, de arte y un poco de todo. Pero todo se limitó a una presentación formal, sin que siquiera se estableciera algún diálogo importante entre el americano universal y la mujer omnipotente. La única observación de Miranda es que la zarina “se sacó la mano del manguito”, lo que indica que no hubo en la ocasión mayor pompa ni circunstancia. Manuel Gálvez, el novelista argentino que escribió una muy buena biografía del caraqueño, cuenta que “Por entonces, tiene la Zarina cincuenta y ocho años. Es muy blanca, rubia, de ojos azules, cejas negras, nariz aquilina, más bien de poca estatura, erguida, llena de carnes sin llegar a la obesidad. En público adopta un aire majestuoso. Sus encantos son la sencillez y la afabilidad, la dulzura de su mirada y lo amable de su sonrisa. Posee gran instrucción y escribe libros y obras de teatro. Mantiene correspondencia con filósofos y escritores liberales, pero, aunque liberal por su espíritu, gobierna despóticamente. Sus ideas y sentimientos son elevados, gusta del juego y de las reducidas tertulias. En sus reuniones íntimas no rige etiqueta alguna y puede expresarse cualquier idea y hablar con entera libertad. Ha tenido un buen número de amantes esta alemana sensual y despreocupada. Uno de ellos fue Potemkin y otro el conde Poniatowski, ahora rey de Polonia. El actual es el conde Mamonov, hombre talentoso, divertido, alegre, gracioso, muy culto y de penetrante inteligencia. Pero parece que ya empieza la emperatriz a gustar de otro”. Para Gálvez, Miranda sí fue amante de Catalina: a la pregunta, se responde él mismo de esta manera: “Para descubrir la verdad, debemos tener presente que Catalina es harto liviana y que a Miranda le gustan desmedidamente las mujeres. Que ella se interesó por él de un modo exagerado, no cabe dudarlo. Mientras él estuvo a su lado le prefirió entre todos los demás. Los diplomáticos se irritaron más de una vez al ver cómo Catalina recibía primero que a ellos a un hombre sin cargo alguno, sin título, ni fortuna, ni notoriedad. Le hizo otras atenciones que molestaron a los diplomáticos. Le sentaba a su lado. Se entristeció cuando él estuvo enfermo, y observó en varias ocasiones que su amigo estaba melancólico”. No es así para Tomás Polanco Alcántara, cuyo espíritu más bien recatado y bastante conservador lo lleva a decir que las relaciones entre la zarina y el viajero darán “origen a espléndidas fantasías”. Picón Salas, más dominado por lo literario que por lo rigurosamente histórico, prefiere dejar el asunto en un velado misterio, cuando dice: “La emperatriz era insaciable para amar, para viajar, para conversar. Todo el siglo XVIII con sus utopías políticas, su racionalismo crítico, su sensitividad prerromántica, cabía en la cabeza de Catalina. No nos consta hasta qué punto estimó a Miranda, pero sí que discutieron sobre los horrores de la inquisición española; qué le permitió usar un galoneado uniforme de coronel moscovita, que le invitó a quedarse en la corte, y ante el rechazo del venezolano, quien alega la misión que le espera en América, Catalina le hace dar una opulenta carta de crédito por dos mil libras esterlinas, y numerosas recomendaciones para que le atiendan los enviados rusos en el extranjero. (...) Y un pasaporte ruso y otro francés, llamándose alternativamente el señor Meiroff, gentilhombre livoniano, o monsieur Martin, son una de las tantas defensas de que se arma contra la persecución de los representantes de España”. Caracciolo Parra Pérez, en su libro “Miranda y la Revolución francesa”, no parece dudar mucho acerca de la naturaleza de las relaciones entre el viajero y la emperatriz: “Se ha escrito –dice– que cierto día nuestro venezolano habría gozado del privilegio de la ‘alcoba’ y que por ello se explica la protección que le fue concedida por Catalina. Otros han negado el hecho. A decir verdad, en ello no habría nada de extraordinario. Todo el mundo sabe que Catalina buscaba los hombres guapos y no vacilaba mucho para otorgarles el más íntimo favor; suministró pruebas de su escandaloso ardor más allá de los sesenta años. Miranda, por su parte, era demasiado listo para desperdiciar la ocasión, si se le hubiere presentado, y cuanto puede afirmarse es que, si el hecho no está probado, en lo que le concierne, ciertamente no es inverosímil”. También Arístides Rojas, en sus “Leyendas Históricas de Venezuela” (Tomo I), da por sentado que Miranda tuvo una relación sexual con Catalina. “El los postreros años del último siglo –afirma– figuraron, en dos capitales de Europa, dos caraqueños, como validos de dos soberanas célebres: Miranda, que lo fue de Catalina II, Emperatriz de las Rusias, y Manuel Mallo, oficial de la secretaría de Madrid, que durante mucho tiempo hizo gala de sus amores escandalosos con María Luisa, esposa de Carlos IV”. No hay duda de la diferencia de importancia y trascendencia de los dos caraqueños, como no hay duda de su diferencia en caballerosidad: Miranda jamás habría hecho gala de su relación con una mujer. Por caballero y hasta por instinto de conservación, como era de esperarse, en sus escritos Miranda no dejó el más mínimo indicio. Dejarlo habría sido una actitud suicida, y don Francisco no tenía ni un pelo de suicida. Sería realmente absurdo pensar que el grafómano y viajero caraqueño pudiera escribir impunemente en su diario algo así como “pasé la noche con la emperatriz y me la chapé tres veces”. Esas ninfas a las que Miranda le dedicaba párrafos como ese, o como aquel de “se llevó su buena ración”, eran generalmente mercenarias o, por lo menos, nínfulas de cascos ligeros dispuestas a disfrutar una noche de placer con cualquier desconocido, no damas aristócratas ni mucho menos una emperatriz, dueña de un país enorme, que podía, con chistar los dedos, lograr cualquier cosa, como aquello de darle al viajero toda la protección imaginable y hasta lo elevarlo de rango a los ojos del mundo conocido en esos días. Un historiador soviético, Moiséi Alperovich, niega de plano la posibilidad de una relación sexual entre Miranda y la emperatriz, con argumentos sólidos y hasta cierto punto válidos. Pero no hay que olvidar que los soviéticos, los amos comunistas de Rusia durante la mayor parte del siglo XX, no sólo eran pacatos, sino ultraconservadores, de modo que habría sido imposible que un historiador soviético dijera que Miranda y Catalina fueron amantes sin arriesgarse a una buena temporada en una cárcel. O en un manicomio. El caraqueño, en sus memorias, es muy poco lo que dice, aunque elogia claramente a Catalina: “¡Oh, qué paternal y justo modo de tratar un soberano a sus súbditos! Su Majestad llegó a eso de las seis y media; hubo un pedazo de iluminación en la calle y dentro partidas de juego y música con baile. Su Majestad jugó al ‘whist’ con el Príncipe, Embajador y Mamonov. (…) “Me llamó en el intermedio y me hizo varias preguntas acerca de los edificios árabes de Granada, de su arquitectura, jardín, baño, etc., y aún algo sobre la Inquisición en la manera más afable y obligante que pueda imaginarse. Cenamos después en la misma mesa y Su Majestad continuó siempre hablando con todos, en el modo más familiar y amable”. Desde luego, la mención de Mamonov hace pensar que no podría haber habido relaciones íntimas entre Miranda y la emperatriz. Sería demasiado pecado a la vez. En definitiva, nunca sabremos si existió la relación que algunos afirman. Es tan posible como imposible, pero es mucho más divertido pensar que sí la hubo.

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