Cómo producir una transición democrática en Venezuela
Benigno Alarcón
POLITIKA UCAB
En nuestro último columna prometimos
dedicar la presente a tratar de explicar cómo puede producirse una
transición democrática y el anhelado cambio que desde hace ya tiempo la
casi totalidad del país reclama y que hoy, más que un tema de
preferencias políticas, es una condición de la que depende la viabilidad
misma del Estado y la supervivencia de millones de venezolanos.
Hoy, el sector democrático del país se
encuentra sumido en la más profunda confusión y parálisis. En lo
personal, no puedo hacer responsable a ningún líder en particular, pero
mientras no se tomen decisiones, todos, sin excepción –por acción u
omisión– somos corresponsables de esta debacle. Tampoco es serio
explicar la situación a partir de teorías conspirativas que solo logran
dividir y debilitar más al sector democrático. Creo, hasta que alguien
pruebe de manera fehaciente e irrefutable lo contrario, que líderes como
Henry Ramos, Julio Borges, Leopoldo López, Henrique Capriles, Tomás
Guanipa, Omar Barboza, Freddy Guevara, Antonio Ledezma, María Corina
Machado y Andrés Velásquez, entre otros muchos, son de esta causa y no
fichas del Gobierno.
También comprendo, porque he estudiado y
enseñado sobre conflicto y negociación por más de veinte años, que las
dificultades para alcanzar acuerdos en la oposición tienen más que ver
con condiciones estructurales de la situación (dilema de prisionero),
que con los actores. Se está ante una situación donde los costos
potenciales para los actores son muy altos, como lo demuestran Leopoldo
López o Juan Requesens, los más visibles hoy de entre cientos de héroes
–conocidos o anónimos– que han perdido su libertad o la vida. Lo menos
que podemos hacer es honrarlos con nuestro reconocimiento y respeto.
Asimismo, los incentivos de liderar esta lucha hacen mucho más difícil
la coordinación, porque aquel líder que logre sacar adelante la
transición democrática del país ocupará un lugar especial en la historia
de Venezuela.
En la medida en que el país renuncie a la
convicción de que el cambio político está en nuestras manos y no en
factores o actores externos, el régimen habrá logrado desmovilizar y
afianzarse en el poder, mientras esperamos que algo pase o alguien haga
la tarea que nos corresponde a los venezolanos, en un mundo donde más de
la mitad de la humanidad se encuentra gobernada por regímenes
autoritarios. Sin la conformación de una amplia coalición social y
política nadie podrá llevar adelante la titánica tarea de generar un
cambio político y transformar a Venezuela en un país normal.
Como afirmó Samuel Huntington (1980), la
característica principal de las transiciones democráticas a partir de lo
que llamó la tercera ola de democratización –iniciada con la Revolución
de los Claveles, tras el golpe de estado en Portugal (1974)– es que han
sido impulsadas por la movilización masiva de sus sociedades. En
sentido contrario, la mayor parte de los procesos de transición que se
han intentado de arriba hacia abajo han fracasado –circunscribiendo la
dinámica a la interacción entre las élites políticas del gobierno y la
oposición– porque es mucho más fácil para un régimen con vocación
autoritaria perseguir, encarcelar, reprimir, ignorar o cooptar a unos
pocos líderes que conforman una élite con intenciones reformistas, que a
un pueblo que se moviliza masivamente para exigir y presionar por un
cambio político.
Estos niveles de movilización masiva se
consiguieron durante la consulta del 16 de julio de 2017, cuando
alrededor de siete millones de personas tomaron las calles para dar
apoyo a todo lo que la oposición planteó en aquellas tres preguntas a
las que dedicamos nuestro
anterior artículo.
Lamentablemente, como se hizo obvio posteriormente, no se tuvo una ruta
estratégica más allá de la consulta misma. Así, una de las mayores
movilizaciones de protesta que se haya hecho contra el régimen, terminó
siendo el debut y la despedida de una clara manifestación a favor del
cambio, extendida por más de 120 días, pero que llegó al declive como
consecuencia de su anarquización y violencia.
La desesperanza parece ser hoy el
sentimiento dominante en una sociedad que, aunque mayoritariamente
opuesta al actual orden, se encuentra desmovilizada y confundida.
Sabemos, porque lo hemos evaluado y vivido en los últimos 19 años, que
sí es posible levantar las expectativas y movilizar a la sociedad
nuevamente, y es imprescindible para lograr el tan anhelado cambio
político. Lo que no puede repetirse es movilizar sin estrategia y
objetivos claramente definidos; la movilización no puede ser un fin en
sí misma sino el medio para producir la transición democrática.
Pese al escepticismo que nos domina y que
está más que justificado, sigo convencido de que una transición
democrática, pacífica y sin derramamiento de sangre sigue siendo
posible, independientemente de la demostrada falta de disposición del
régimen a salidas negociadas y a su inclinación a usar toda su fuerza
para mantenerse en el poder.
Recientemente, un importante experto en
la situación política de África me comentó, durante su visita a
Venezuela, que la diferencia de nuestro país con algunas dictaduras
africanas radica en que los venezolanos aún no se han rendido. Construir
las condiciones políticas para girar el tablero de juego a favor de los
sectores democráticos sí es posible.
El éxito del sector democrático no
depende de estrategias secretas ni de tácticas de guerra para las cuales
no está preparado, ni suelen ser exitosas, como demuestra el fracaso de
decenas de procesos que trataron de impulsar cambios por la fuerza,
algunos con resultados desastrosos, como en Serbia. No existe ningún
escenario que el régimen ya no conozca, es quien mejor ha estudiado esta
teoría y comprende, mejor que los sectores democráticos, las dinámicas
transicionales. A fin de cuentas, en ello se juega su propia
existencia.
Hay que retomar una lucha asimétrica en
la arena política para lograr la movilización social masiva, capaz de
producir un cambio político que no pueda ser contenido por la fuerza.
Una ruta estratégica debe considerar, al menos, cinco componentes
básicos: presión interna, presión internacional, reducción de los costos
de tolerancia, tener un plan para un gobierno que atienda la
gobernabilidad durante la transición y prepararse para una elección
presidencial.
Desarrollemos y razonemos brevemente cada uno de estos componentes.
- Presión interna. Ya dijimos que la mayor parte de
las transiciones democráticas en el mundo se han producido por la
movilización y presión social masivas, como lo identificó Huntington. Si
quienes demandan cambio son mayoría, como el 80% de la población
venezolana, pero están paralizados por miedo, por su sobrevivencia o por
división en su liderazgo –los regímenes generan condiciones para todo
ello–, el régimen no tiene necesidad de reprimir para sostenerse y su
costo de represión es cero. Los movimientos sociales exitosos demandaron
porcentajes pequeños, de entre el 3,5 y el 5% de esas poblaciones, como
lo documentó el estudio de Erika Chenoweth y María Stephan (2009). Pero
para alcanzar consistentemente esos niveles de participación la
renuncia a la violencia de los movilizados es condición sine que non. La
violencia genera la excusa para reprimir, desincentiva la participación
ciudadana y deja el conflicto en manos de los más radicales, lo que
escala la reacción de los cuerpos policiales, que vencen por estar mejor
equipados. En sentido opuesto, con menor nivel de violencia hay mayor
participación y el costo de reprimir es mayor para el gobierno. Así,
crecen exponencialmente las probabilidades de producir un cambio; pero
eso implica crear las condiciones para una acción colectiva coordinada y
sostenible –como una gran orquesta– ello demanda organización,
planificación y ejecución con una sola partitura y bajo una sola
dirección o liderazgo.
- Presión internacional: La presión internacional ha
tenido una gran importancia en buena parte de los procesos de transición
política, aunque no suelen ser su variable causal. Es indudable que en
el caso venezolano la comunidad internacional ha demostrado niveles de
compromiso con la democracia como nunca antes, aunque ha sido también
evidente que tales esfuerzos son insuficientes para producir un cambio.
Ante la falta de resultados las demandas suelen ubicarse en un espectro
que va desde el cese de las sanciones hasta la intervención armada. La
presión internacional ejercida a través de sanciones, como es nuestro
caso, sí genera una elevación de los costos para el régimen, pero tiene
un efecto paradójico que perjudica un proceso de transición. Mientras
por un lado tiene la virtud de elevar los costos para quienes son
llamados a reprimir para mantener al gobierno en el poder, por el otro
aumenta los costos que un potencial cambio tiene para quienes están en
las listas de sancionados. Las esperanzas de una transición democrática
en Venezuela no pueden endosarse a la comunidad internacional porque las
decisiones de los países aliados no están en manos del sector que
demanda cambio en Venezuela. Las actuaciones de los aliados
internacionales de la democracia, al ser países democráticos, responden
más a razones de política interna en cada país que a las preferencias o
convicciones de sus propios mandatarios. Ante este escenario, la falta
de resultados puede llevar a un desescalamiento de la presión
internacional si no se reorientan los esfuerzos y se optimiza la
coordinación entre actores democráticos nacionales e internacionales, de
manera tal que existan expectativas creíbles para un cambio
democrático. La comunidad internacional continuará apoyando los cambios
democráticos, pero no invadirá Venezuela ni puede hacer la tarea que
corresponde al liderazgo político y social del país. Para avanzar es
esencial una estrecha coordinación entre la comunidad democrática
internacional y un liderazgo nacional bien definido que tenga la
responsabilidad de impulsar el proceso de transición.
- Reducir los costos de tolerancia: La mayor parte de
los procesos de transición se han producido por una combinación de
conflicto y negociación. El conflicto generado por la movilización
social masiva y la negociación con actores clave del régimen, o
esenciales para su sostenimiento. En estos procesos es fundamental que
el liderazgo democrático sea capaz de generar una visión de país
inclusiva, en la que aquellos que apoyaron o aún sostienen al régimen no
vean el cambio como una situación terminal en la que se juegan la vida,
porque ello les pondría en una posición de luchar o morir. En tal
sentido, es esencial que el liderazgo democrático pueda posicionarse del
lado de la tolerancia y la justicia, que es lo opuesto a la venganza;
demostrar que se está abierto al diálogo constructivo con los sectores
que estén dispuestos a cooperar para llevar al país a la normalidad,
pero no a negociaciones maliciosas como las que se dieron en República
Dominicana. Es necesario que el liderazgo democrático sea capaz de
convencer a quienes hoy sostienen al régimen que su futuro está en manos
de ese liderazgo y no en las de un régimen que se resiste a su
inevitable colapso. Estos procesos de negociación, en ocasiones, se
producen con los mismos actores gubernamentales (España, Sudáfrica,
Brasil o Chile), y en otros casos se producen, ante la negativa del
régimen, con quienes lo soportan (Perú, Polonia, Serbia, Ucrania,
República Checa, Túnez o Egipto). Quienes están dispuestos a negociar
solo lo harán si saben quién gobernará la transición, lo que obliga a
definir quién gobernará ese lapso y prepararse para una negociación,
aunque hoy no la creamos posible.
- Tener un plan de gobierno que atienda la gobernabilidad durante la transición: Este
es uno de los componentes más complejos, imposible de abordar en pocas
líneas, me limitare a algunas ideas puntuales. Existen numerosos
esfuerzos, muy valiosos, de reconocidos expertos que han trabajado en
planes de gobierno, pero pocas veces se tiene presente que gobernar en
una transición no es lo mismo que hacerlo en democracia. Esta diferencia
queda plasmada en casos como el de Egipto, donde se perdió el gobierno
de transición en menos de un año; o el de Nicaragua, donde el proceso se
revirtió en el mediano plazo como consecuencia de decisiones y medidas
que no se implementaron durante el gobierno de transición. Un gobierno
de transición debe concentrar todos sus esfuerzos en levantar de manera
simultánea y balanceada tres pilares sobre los cuales se sostendrá la
gobernabilidad. Primero, el pilar democrático, lo que incluye entre
otros objetivos la reforma electoral, el fortalecimiento del sistema de
partidos políticos y de la sociedad civil organizada. Segundo, el pilar
de la capacidad estatal mediante reformas institucionales y burocráticas
que busquen el fortalecimiento de las instituciones que darán sostén a
la nueva democracia, así como su capacidad para canalizar y dar
respuesta a las múltiples demandas que se generan desde el sistema
político y social. Tercero, el estado de derecho, lo que implica tanto
la reforma del marco constitucional y legal vigente, como del sistema
judicial de administración de justicia.
- Prepararse para una elección presidencial: Dejamos
para el cierre el componente que, sin lugar dudas, será el más
controversial, o sea, la necesidad de preparase para una elección
presidencial que es muy difícil predecir cuándo y bajo qué condiciones
se producirá. Como hemos dicho en artículos anteriores, es falsa la idea
de que “dictadura no sale por votos”, de hecho, como consecuencia de
una elección han salido regímenes tan represivos como los de Pinochet en
Chile, Milosevic en Serbia, o Yanukovich en Ucrania. En este sentido,
es importante entender que el rol de lo electoral en una transición no
siempre es el mismo. Han existido casos en los que lo electoral ha sido
el detonador de las crisis, que terminaron en una transición política
por un error de cálculo del régimen (Perú, Serbia, Ucrania, Polonia). En
otras situaciones la elección no ha sido el detonador sino el resultado
de una transición negociada, como sucedió en España tras la muerte de
Franco; o en Sudáfrica con las negociaciones entre Mandela y de Klerk.
En otros casos, los menos frecuentes, las elecciones se han constituido
en el capítulo inicial de un proceso de transición, tras la ruptura o la
salida del régimen anterior, por mecanismos distintos a los electorales
(golpe de estado o colapso del régimen gobernante) como sucedió en los
casos de Venezuela tras la caída de Pérez Jiménez y Portugal tras la
Revolución de los Claveles. En
respuesta a quienes alegan que el actual gobierno ha cerrado la vía
electoral o jamás permitirá una elección, es importante recordar que
ninguna autocracia o dictadura, como la de Venezuela, renuncia o celebra
una elección voluntariamente para perder el poder, sino porque la
presión supera su capacidad de represión o porque quienes ejercen la
represión deciden no continuar asumiendo los costos de sostener al
régimen y éste se ve obligado a renunciar o negociar la forma y
consecuencias de su salida. Bien sea en el escenario de una salida
electoral –producto de un error de cálculo del régimen–, de una
transición electoral negociada o de una elección posterior a una
ruptura, el sector democrático del país está obligado a definir un
liderazgo unitario que tenga la capacidad de ganar una contienda
electoral, sin las condiciones y garantías ideales, y tenga la
legitimidad necesaria para desarrollar las tareas propias de una
transición, durante un periodo que nunca podría ser menor a dos años. La
no definición de tal liderazgo con suficiente anticipación coloca al
sector democrático en una posición de gran vulnerabilidad que implicaría
la pérdida de una importante oportunidad de cambio, como sucedió con el
caso de la Primavera Árabe. En Egipto, en menos de un año, los Hermanos
Musulmanes perdieron el gobierno de transición tras un golpe de estado
ejecutado por el mismo ejército que estuvo bajo las ordenes de Mubarak y
que luego lo desalojó del poder. Ese ejército resultó “legitimado” en
un proceso electoral posterior que colocó a su comandante como nuevo
jefe de un estado hoy mucho más represivo.
En Venezuela, la demanda por una nueva
elección presidencial es una de las pocas banderas en torno a la cual se
puede unificar y coordinar la presión nacional e internacional. En lo
internacional, porque una parte importante de la comunidad democrática
ha desconocido la validez de la elección presidencial del pasado mes de
mayo y ha exigido, una y otra vez, la celebración de elecciones
democráticas. En lo interno, porque una proporción mayor a dos tercios
del país no reconoce tampoco la pasada elección presidencial, pero
además está consciente de que la grave problemática del país no cambiará
sin que antes haya un cambio de gobierno.
La ruta descrita demanda un factor común
para su desarrollo exitoso, un liderazgo que asuma la dirección y
vocería única del proceso, que debe desarrollarse bajo un plan
debidamente concebido. Tal como sucede con una orquesta, se necesita un
director y una partitura, sin tal liderazgo resulta prácticamente
imposible lograr avances significativos en ninguno de los componentes
descritos. Sin un liderazgo único, o unitario, es imposible lograr el
nivel de coordinación para movilizar a la sociedad de manera masiva para
generar los niveles necesarios de presión interna. Sin un liderazgo
único, o unitario, no es posible coordinar esfuerzos con la comunidad
internacional de manera eficiente. Sin un liderazgo que ejerza la
dirección y vocería del cambio es imposible construir una visión
coherente del país posible y tampoco es posible que los actores
gubernamentales, o quienes les sostienen en el poder, encuentren una
contraparte con quien negociar. Sin liderazgo unitario alrededor del que
se generen expectativas creíbles de cambio, es imposible conformar con
suficiente anticipación equipos que puedan preparase adecuadamente para
gobernar en medio de las dificultades e inestabilidad propias de una
transición política. Sin un liderazgo único, o unitario, es imposible
estar preparados para ganar una elección y blindar a un nuevo gobierno
con la legitimidad necesaria para consolidar una democracia, bien sea
porque esta elección se produzca como resultado de la presión interna e
internacional, de una negociación, o como consecuencia de una renuncia o
ruptura del bloque de gobierno.
Lo expuesto nos obliga a una conclusión
inevitable: la transición, como ha sucedido en la mayoría de los casos,
exige la definición de su liderazgo y de una estrategia única que
permita orquestar la presión interna e internacional, asumir la vocería
que permita construir una visión de país y la interlocución con quienes
estén dispuestos a negociar. Un liderazgo con un equipo y un plan de
gobierno apropiados a los desafíos de un proceso de democratización, y
alrededor del que se construya el consenso y apoyo necesarios para
garantizar su éxito en una elección que lo envista de la legitimidad
imprescindible para emprender los cambios urgentes que el país necesita,
pero que no resultarán sencillos.
Tal liderazgo, para ser efectivo, demanda
un importante nivel de consenso, por lo que difícilmente puede
derivarse de un acuerdo entre élites partidistas. Tales liderazgos,
normalmente, son legitimados desde las propias bases, bien sea mediante
procesos formales, como una primaria, o ante la falta de reglas y
procesos que permitan su elección, terminan por emerger y abrirse paso
en medio de las dificultades y desafíos propios de un proceso de cambio
político.
Las circunstancias y condiciones bajo las
cuales se celebró la elección presidencial del pasado mes de mayo hacen
imposible para la comunidad internacional democrática el reconocimiento
de la presidencia de Maduro a partir de enero de 2019. Tal situación
constituye una nueva ventana de oportunidad que solo es posible
aprovechar, sí y solo sí, el país y la comunidad internacional se
unifican en torno a un solo objetivo: elecciones democráticas para
elegir al Presidente que liderará un gobierno de transición a partir de
enero de 2019.
@benalarcon
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