En el lapso de tres meses Honduras ha sufrido un golpe de Estado y dos intentos de golpe. Pero el golpe exitoso de fines de Junio del 2009 es el único reconocido oficialmente por la “comunidad internacional”.
Los perpetradores de intentos de golpe fracasados, no dejan de ser no en su forma, aunque sí en su sentido- golpistas. El ex-presidente Manuel Zelaya ha participado ya en dos intentos de golpes de Estado. Sin embargo, para la comunidad internacional (ONU, OEA y EU) los golpistas son tales sólo cuando los golpes resultan exitosos.
El golpe oficial, el del 28 de Junio –que menos que de Estado fue un golpe de gobierno (los otros dos poderes públicos se mantienen intactos) fue, evidentemente, una respuesta al intento de golpe de Chávez/Zelaya (si se quiere, fue un contragolpe) cuyo propósito no era otro sino imponer la reelección presidencial mediante el burdo contrabando de una “encuesta” en torno a la ominosa “cuarta urna”. Que esa era una simple e inocente encuesta, no lo cree ni el más tonto del mundo. Por el contrario, se trataba de un típico “golpe desde el Estado” como el que ya ha tenido lugar en Venezuela, golpe cuyo objetivo final es imponer una dictadura plebiscitaria: otra híbridocracia más de las tantas que ya asolan el mundo.
Después del golpe oficial de Junio estamos presenciando una nueva versión de golpe: se trata del intento de Septiembre que se inicia con la introducción de Zelaya en la Embajada de Brasil: genial idea fraguada desde Caracas. Afirmación que no necesita ser probada ya que desde New York, y teniendo a su lado a Oliver Stone - el cineasta que ama dictaduras- Chávez mismo reconoció su intervención directa hablando de “una gran operación de engaño” (¡!). Ese tercer golpe ha sido legitimado como un acto democrático por la llamada comunidad internacional (OEA, EU, ONU y los EE UU) reconocimiento que, no hay que negarlo, fue un punto a favor de Chávez. En breve: se trata de un violento acto de intervención internacional en los asuntos internos de una nación; algo inédito en la demencial historia política de América Latina.
1. Dos discursos
En el texto del intento de golpe internacional en contra del gobierno interino de Honduras se pueden leer, a la vez, dos discursos estratégicos paralelos: a) El insurreccional (de neta inspiración ideológica cubana) favorecido desde Caracas y por el ALBA. De acuerdo al discurso insurreccional, Chávez y su representante en Honduras (Zelaya) intentarán convertir a la embajada de Brasil en una suerte de “foco revolucionario” en cuyo alrededor se aglutinará la “resistencia” hasta provocar un quiebre del ejército que eventualmente llevará a Zelaya -en gloria y majestad- al uso del poder total e ilimitado. b) La salida negociada, favorecida por EE UU, Brasil, la OEA, y mediadores como Arias y Carter.
De los gobiernos no “albinos” de Latinoamérica no vale la pena hablar. Esos son tan apolíticos que se sumarán sin problemas a cualquiera alternativa que triunfe.
Ahora bien, los dos discursos, el insurreccional y el negociante, tienen un punto en común: ambos postulan el regreso de Zelaya al gobierno. La diferencia es que la salida insurreccional acepta sólo el regreso de Zelaya con plenos poderes y la salida negociada, un regreso presidencial con poderes limitados (acerca de cuántas serían las limitaciones, depende del resultado de las negociaciones).
La salida insurreccional, a diferencias de la salida negociante, encierra la posibilidad de mucha sangre derramada. No olvidemos que pese a su inteligencia, el presidente Chávez se encuentra secuestrado por su propia ideología y Zelaya –no sé por qué razones- se encuentra ideológicamente secuestrado por Chávez. La consigna que llegó gritando Zelaya: “Patria, Restitución o Muerte”, ha sido extraída de la necrofílica retórica cubana que cultiva la ideología del presidente Chávez. Hay que tener presente en tal sentido que por seguir a ideologías se han cometido las maldades más grandes del mundo. La ideología, más que la sexualidad y la economía, es la fuerza motriz de la historia universal, tesis que alguna vez trataré de probar. Ahora no es el momento.
Hay quizás una tercera posibilidad: que las dos alternativas ya nombradas se neutralicen entre sí y se imponga al fin la posición del gobierno Micheletti, a saber: la de realizar un periodo de transición hasta las elecciones del 29 de noviembre, elecciones que consagrarían el regreso de Honduras al orden democrático. Eso significaría una derrota para Chávez/Zelaya, más no así para la “comunidad internacional”
Lo cierto es que el golpe de Junio sólo habría sido otro más en la larga historia golpista de Honduras si es que no hubiera caído en la maraña geopolítica internacional. Nunca sus realizadores imaginaron que un acontecimiento tan local iba a precipitar al país en un juego en donde priman intereses y objetivos de grandes y medianas potencias. A esas potencias (USA, Venezuela, Brasil) lo que menos les importa es la suerte de Honduras. Lo único importante para ellas es imponer sus posiciones y extraer de ahí correspondientes ganancias hegemónicas.
Sin duda Honduras participa en un complejo juego geopolítico internacional. Pero no es un actor principal. Es –triste es decirlo- el balón del juego.
En ese juego, a veces siniestro, llama la atención la posición norteamericana.
2. La intervención norteamericana
A primera vista los EE UU parecían impulsar una política de no intervención y esa fue la impresión general que recorrió el mundo cuando fue comprobado que los EE UU, a diferencia de lo ocurrido en el pasado reciente, no habían tenido ninguna injerencia en el golpe que sacó a Zelaya del poder.
Sin embargo, los EE UU han intervenido y están interviniendo abiertamente a favor del regreso de Zelaya y en contra de la alternativa electoral (sin Zelaya) que propicia Micheletti. Cierto, no apoyan la alternativa insurreccional de Chávez sino, como ya se dijo, una negociada. Pero intervienen, descarada y abiertamente.
Ya antes de que Chávez reintrodujera a Zelaya en Honduras, los EE UU se habían pronunciado en contra de la posibilidad de que se celebraran elecciones en Honduras sin la previa restitución de Zelaya. Representantes del gobierno de Honduras han sido expulsados de organismos internacionales y a Micheletti le fue negada la visa para visitar a los EE UU. Por si fuera poco, hay crueles restricciones financieras en contra del muy pobre país. Es decir, todo lo que no se hizo en contra de las dictaduras militares de Pinochet y Videla lo quieren hacer los EE UU en contra del gobierno civil de Micheletti. Y lo más irrisorio del caso es que cualquiera alternativa de democratización de Honduras pasa por Micheletti y no por Zelaya. Más, ni a los gobiernos latinoamericanos, ni a las instituciones internacionales, ni siquiera a los EE UU, tal vez sólo a Óscar Arias, parece importar demasiado la democratización de Honduras.
Si los EE UU han decidido cambiar su política militar por una política moralista, deberían ser al menos consecuentes. ¿Por qué no hacer restricciones al gobierno de Rusia, país donde periodistas que se vuelven críticos dejan de pertenecer al reino de los vivos? ¿o cuyo gobierno comete sistemático genocidio en Chechenia? No, Rusia es una potencia militar. O ¿por qué no al gobierno chino que apalea hasta a esos monjes tibetanos que nunca le han hecho un mal a nadie? No, China es una potencia económica. O ¿por qué no al gobierno venezolano que desconoce resultados electorales, amenaza a la prensa opositora, e incluso encierra a estudiantes de la oposición junto a presos comunes? ¿A ese gobierno que tiene la mayor cantidad de presos políticos de América Latina? No, Venezuela tiene mucho petróleo.
O sea, al fin y al cabo, el gran delito de Honduras es no ser una potencia militar, no ser un gran socio comercial y no tener petróleo.
3. El juego de los símbolos
Pero evidentemente la política de los EE UU frente a Honduras no es moralista. O mejor dicho, sólo lo es en parte. Pues parece evidente que aquello que intenta la nueva administración norteamericana en el caso Honduras es sentar un hecho precedente. Y eso quiere decir que los EE UU no tolerarán nunca más golpes de Estado de tipo “clásico” en América Latina.
Del mismo modo que así como hay pueblos que matan a un chivo para exculpar simbólicamente crímenes arcaicos, Micheletti deberá pagar por todos los golpes que han tenido lugar en América Latina. A través de la reinstalación de Zelaya en el poder, los EE UU intentan grabar una marca histórica, una marca que demuestre una ruptura radical con respecto a su propio pasado. No obstante, los EE UU, así como ninguna nación del mundo, juega a los símbolos por jugar.
Para entender el significado del juego de los símbolos vale quizás la pena recordar aquella diferencia que estableció una vez Lacan entre lo simbólico, lo real y lo imaginario. Porque en la práctica los EE UU no sólo están interviniendo simbólicamente sino, además, imaginariamente, persiguiendo al “deseo” de perpetuar su hegemonía en el mundo. Y cuando digo “interviniendo” lo digo muy en serio. Porque no deja de ser una paradoja el hecho de que la nueva administración norteamericana, que llegó al gobierno enarbolando la bandera de la no-intervención, ya ha intervenido en América Latina mucho más abiertamente que Bush durante sus dos periodos de mandato.
La intervención más directa de USA fue la de incrustar las siete bases militares en Colombia, hecho que pareciera no tener nada que ver con la intervención que hoy día realiza en Honduras. Sin embargo, analizando los dos hechos con cierto cuidado puede llegar a encontrarse más de alguna relación entre el uno y el otro. Para comprobar lo dicho es necesario antes que nada formular la siguiente pregunta: ¿Qué objetivo persiguen los EE UU con las siete bases en Colombia?
Nadie que no sea un débil mental puede estar de acuerdo con las explicaciones del presidente Álvaro Uribe quien afirmó que las mentadas bases fueron instaladas para colaborar en la lucha contra la guerrilla y el narcotráfico. La guerrilla ya está casi derrotada, y pensar que al narcotráfico se le puede combatir con armas de larga distancia, es más que un absurdo. Mucho menos puede creerse que las bases son para liquidar la revolución en Venezuela y quitar el petróleo al país, como declaró Chávez en la UNASUR. Primero, en Venezuela nunca ha habido una revolución ni nada que se le parezca, y eso se sabe muy bien en los EE UU. En Venezuela lo único que ha habido es un “golpe desde el Estado” cuyo objetivo es perpetuar el gobierno militar que encabeza Chávez. Y, por otra parte: el petróleo, como dijo Alan García, no se lo va a quitar nadie a Chávez, pues lo vende todo a los EE UU. De ahí que las razones de las siete bases deben ser buscadas por otro lado. Algo tienen que ver, por el momento, con Venezuela, aunque no directamente.
Las alianzas que ha establecido Chávez con las dictaduras más antinorteamericanas del mundo son por el momento inofensivas para los EE UU. Pero nadie puede decir todavía cual será el siguiente paso de Chávez y sus amigotes internacionales. Tampoco nadie puede saber cuáles serán los apetitos que puede adquirir Rusia en algún momento de su historia próxima, o Irán e incluso China en el futuro, si es que el gobierno militar venezolano –o cualquiera anomalía parecida que aparezca en la neurótica Sudamérica- adquiera un grado más alto de consolidación.
De ahí que las siete bases de Colombia estarían ahí en primera línea para cumplir un objetivo demarcatorio que muestra claramente a sus enemigos reales y potenciales hasta donde llegan los límites de la soberanía geoestratégica de los EE UU (lo simbólico), límites que estarían destinados a prever cualquiera intrusión extracontinental en el futuro (lo imaginario), en función de la conservación de los EE UU como primera potencia militar del planeta (lo real).
En otras palabras, con las siete bases de Colombia, EE UU parece enviar un mensaje cifrado no sólo a los latinoamericanos sino, además, al resto del mundo. Ese mensaje dice más o menos así: “Amigos, no os equivoquéis. Si bien es cierto que hoy no rige la letra de la Doctrina Monroe, nosotros nos continuaremos rigiendo por su espíritu. Y ese espíritu nos dice: las Américas, la del norte, la del centro y la del sur, son de y para los americanos del norte, del centro y del sur; pero para nadie más”. Quizás los rusos –ya experimentados en el lenguaje cifrado de la Guerra Fría- entendieron el sentido de las siete bases mucho mejor que Uribe y Chávez.
Con la instalación de las siete bases, EE UU resucitó, y nada menos que en los inicios del gobierno Obama, la doctrina Monroe. Golpe duro y fuerte para todos aquellos que han hecho del antiimperialismo la razón y religión de su vida. De ahí que EE UU necesitaba, y con mucha urgencia, hacer digestivo el golpe asestado a la soberanía externa de las naciones que desde un punto de vista militar son las más hegemónicas de América Latina (Venezuela, Brasil y Argentina) con las siete bases de Colombia. Y de pronto, como si Dios fuera norteamericano, USA recibió un regalo del cielo: el golpe de junio de Honduras.
Gracias al golpe de Junio en Honduras, los EE UU podían, al fin, suavizar sus diferencias con las naciones hegemónicas de Sudamérica, saldar además cuentas con el pasado, y aparecer frente al mundo como campeón de la democracia en América Latina. Y por si fuera poco, el intento de golpe chavista de Septiembre que llevó a Zelaya a encerrase en la embajada de Brasil, le abrió la posibilidad de imponer a Zelaya en el gobierno, de acuerdo a negociaciones que limen las uñas y los dientes de Chávez y de su gobernador en Honduras: Zelaya.
La salida negociada impulsada por los EE UU cuenta hasta el momento con muchas posibilidades de éxito. La “comunidad internacional” está a favor de ella. Los partidos hondureños y sus cuatro candidatos presidenciales que, siguiendo a los llamados del instinto de conservación, tienen justificado temor de que se imponga la alternativa Chávez/Zelaya y los deje sin elecciones para siempre, también están de acuerdo con la negociación. En el fondo, Micheletti también parece estarlo, siempre y cuando los resultados de la negociación no sean demasiado favorables a Zelaya. EE UU como no en pocas ocasiones, podrá erigirse en el vencedor de la contienda en torno a Honduras.
Más, no hay que subestimar tampoco la posición de Micheletti: detrás de él están muchas fuerzas vivas de la nación hondureña (Iglesias, militares, empresarios, profesionales, los tres poderes constitucionales y una parte más que considerable del pueblo). Esto quiere decir que en Honduras se ha constituido un nuevo “nosotros” político: un todavía incipiente “nosotros” constitucionalista y nacional, emergido frente a la ocupación que pretende realizar el gobierno militar venezolano por intermediación de Zelaya.
Quienes por el momento aparecen como los enemigos de la negociación son, había que suponerlo, Zelaya y Chávez. La renuncia a la línea insurreccional y la conversión de Zelaya en un gobernante puramente administrador, esto es, en un presidente pro-forma hasta los inicios del 2010, cuando Zelaya debería entregar el poder al próximo presidente, no es la salida que alegra más a Zelaya ni mucho menos a Chávez. Pero Zelaya tiene poco que elegir: O convertirse en el co-autor de una masacre, o en un prisionero en la embajada de Brasil, o en un presidente pro-forma, rol este último que mucho mejor puede y sabe cumplir Micheletti que Zelaya.
Queda flotando en el aire una pregunta: ¿y si de todas maneras se impusiera la línea insurreccional de Chávez/Zelaya, estarán dispuesto los EE UU a ceder Honduras a Chávez a cambio de conservar sin muchas críticas de Chávez sus siete bases en Colombia? Esa sería, por supuesto, una canallada. Pero no sería la primera que han cometido los EE UU en América Latina ¿O no?
Por supuesto, no siempre las alternativas se resuelven por el lado más lógico. Una de esas alternativas que escapan a la lógica geo-política reside en la propia Honduras. Para nadie es un misterio, por ejemplo, que en ese país la clase política es muy pequeña. Todos sus miembros se conocen entre sí y, además, están ligados por lazos religiosos, económicos y, sobre todo, familiares. En pocos países de América Latina se respira de un modo tan intenso ese aire oligárquico- terrateniente de la post-colonialidad como en Honduras. El mismo sombrero de Zelaya es un símbolo nada de popular. Es, por el contrario, el símbolo del implacable latifundismo que todavía hoy se mantiene en la nación. Y estoy más que seguro de que muchos de los que hoy están en la lucha por la llamada “resistencia”, lo hacen siguiendo el llamado atávico que clama por el regreso del “buen patrón”, que eso y muy poco más es Zelaya, aunque diga profesar una ideología socialista que nunca ha conocido.
Hay también otra salida: que la por el momento (cansada, confusa, dispersa) resistencia al gobierno militar de Venezuela encuentre un camino, un camino que obligue a ese gobierno a concentrar todas sus energías en la política interna y lo haga desistir al fin de sus insólitas aventuras internacionales. En ese caso la resistencia venezolana se convertiría en el mejor aliado de los demócratas de Honduras.
Se trata por supuesto de posibilidades difusas. Pero como he dicho otras veces, la historia es una caja de sorpresas y nadie sabe por donde saltará la liebre. Al fin y al cabo, lo único que nunca se pierde es la esperanza.