¿Por qué Brasil protesta y Venezuela no?
En su libro clásico de 1938, «Anatomía de la revolución», Crane Brinton sostuvo que las revoluciones tienen mayores probabilidades de ocurrir cuando se produce un parón brusco tras un periodo sostenido de prosperidad económica. El «intolerable abismo» entre lo que una sociedad ha llegado a desear y lo que en realidad consigue constituía, para el historiador norteamericano, la explicación de esos estallidos protagonizados por «gente que no goza de mala posición y que siente restricciones, paralización, fastidio, más que una auténtica y aplastante opresión».
Por aquellos años en los que Crinton analizaba el fenómeno político más característico de la edad contemporánea, Stefan Zweig, ese otro vigía de las derivas de nuestro mundo, comenzaba con Brasil una relación que sería definitiva, pues allí acabaría exiliándose y consumando, en 1942, el suicidio que puso fin a su invencible desazón sobre el destino de Europa. En el libro que dedicó a aquella tierra, «Brasil. País de futuro», el biógrafo de María Estuardo y de María Antonieta reconocía que era imposible plasmar el retrato de «un país que no acaba aún de tener una visión de su conjunto y que, además, se halla en un crecimiento tan impetuoso que todo informe y toda estadística resultan superados por los hechos». Los últimos lustros han aumentado la vigencia de esta descripción, aunque ese mismo ritmo de crecimiento haya transformado sensiblemente al coloso que, según contaba Zweig hace setenta años, debía su atraso en buena medida a la falta de combustible. Hoy Petrobras es una de las mayores petroleras del mundo, y desde 2009 se ha colocado por encima de las que lideraban el mercado latinoamericano –la mexicana Pemex y la venezolana Pdvsa.
La decadencia de esta última compañía, en cambio, no es mero vaivén de los tiempos. No es lasitud, sino miseria inducida el mal que acogota a la productividad de Venezuela. Los sufridos habitantes de este país peregrinan infructuosamente por abastos y supermercados, mientras tienen bajo los pies las mayores reservas de crudo del planeta. Bien que lo saben todos, porque gracias a ellas ha caído un chaparrón asistencialista cada vez que Chávez, entre las divagaciones de «Aló, Presidente», atizaba con una ocurrencia nueva al ministro del ramo. Por gracia, también, del maná del subsuelo, ha conseguido su gran ascendiente internacional una diplomacia que no necesitaba de más: armada de la chequera, hasta un Nicolás Maduro –ex canciller del caudillo difunto– era capaz de dirigirla. No inocuamente, claro: el expansionismo del régimen bolivariano es el único conocido que, en lugar de conquistar, se saquea a sí mismo y entrega ingentes cantidades de dinero por someterse a la dominación de una «potencia» extranjera (¡Cuba!). Curioso caso de autoimperialismo, registrado nada menos que en la patria de los «libertadores» del subcontinente.
No obstante, las noticias que hace poco reseñaban en la Prensa el racionamiento impuesto a los consumidores venezolanos no iban acompañadas de ningún informe sobre revueltas como las que ahora hay en Brasil. Uno tiene la impresión de que, en el país que más lenguas se hace de la «democracia popular», la gente es cada vez más un espectador pasivo de su propio destino. La primera explicación que parece salir al paso es el miedo, y con sobrados motivos. Los excesos del chavismo no fueron acogidos siempre con resignación: la Plaza Francia, en el caraqueño barrio de Altamira, pretendió ser alguna vez la Tiananmen de la resistencia venezolana, y quien la hubiese visto entonces, llena de manifestantes y de bríos, hubiera dudado sinceramente sobre el alcance que tendría el régimen. Pero en diciembre de 2002, «la Revolución» (ese ser con la cara de Chávez pero con las manos del «pueblo en armas») cortó por lo sano: un pistolero llegó en una moto y disparó a quemarropa contra las personas que allí se concentraban pacíficamente, con saldo de tres muertos. Luego, en 2004, a propósito de un referendo para revocar el mandato presidencial, intentaron las protestas recuperar la plaza y se repitió la incursión de los «espontáneos» defensores de la causa chavista: cayó esta vez fulminada una mujer de 62 años. Desde luego, se entiende lo de conformarse, los más valientes, con tocar las cacerolas desde la seguridad de casa.
Sin embargo, lo represivo del régimen no explica completamente la pasividad de los venezolanos. Para comprenderla, en cambio, convendría mirarla a la luz de los dos grandes factores que ahora jalonan las protestas de Brasil. El primero es el reforzamiento de la clase media. Mientras en el gigante suramericano aquel grupo –ya superior a la mitad de la población– incorpora cada vez más los usos y las expectativas de una nación desarrollada, en Venezuela la gente da gracias cuando puede acceder a un par de rollos de papel higiénico, y se felicita cuando sufre un asalto y sale viva para contarlo. El pasado mes de febrero han cumplido 30 años desde que la tierra de Bolívar puso pie en la pendiente económica (con el famoso «viernes negro» de 1983) capitalizada por Chávez para imponer la máxima «depaupera et impera», hasta este extremo que hoy representa el colapso del tejido productivo del país.
Hartos de corrupción
Y mientras la agencia tributaria bolivariana ha sido, sobre cualquier otra cosa, un instrumento para el acoso y derribo de los empresarios, los reclamos de los brasileros reflejan la eficacia de la reforma fiscal emprendida con el cambio constitucional de 1988, pues es a título de esforzados contribuyentes como los ciudadanos de Brasil aspiran a obtener hoy unas contraprestaciones justas. La democracia, para ellos, ha dejado de ser ese intercambio de regalos entre gobernantes y gobernados que se ha practicado siempre en América Latina, y mucho menos estarían dispuestos a gritar, como en los mítines del oficialismo venezolano, «con hambre y sin empleo/con Chávez me resteo».
Lo anterior remite a la otra clave de esta crisis, que es el hartazgo de la corrupción. Las protestas ya han sido capaces de hacer retroceder en el Congreso brasileño la propuesta de enmienda constitucional que limitaba la capacidad de investigación del Ministerio Público, y que parecía un bochornoso espaldarazo del partido mayoritario a la impunidad. En Venezuela, en cambio, la corrupción no es una piedra de escándalo, sino una contraseña para actuar en todas las esferas de la vida. Aunque se instaló con el pretexto de derrocarlos, el chavismo no investigó nunca a los corruptos del antiguo régimen venezolano. En esto, por el contrario, eran mejores las adhesiones que la persecución: el control de cambio de divisas implantado por Chávez (con su consecuente mercado negro paralelo) ha puesto a disposición de cualquiera un medio de enriquecimiento fácil, si se saben urdir las alianzas que permitan compartir esos beneficios con la Revolución. Las clases medias no han sido, ni mucho menos, ajenas a estas ventajas, y así todo el mundo mira para otro lado cuando se habla de corrupción. No es ya sólo que, a diferencia de Brasil, el régimen no haya contribuido a crear ciudadanía; es que los corruptos son, por definición, anticiudadanos: insolidarios, egoístas, preocupados sólo por su propio interés, mezquinos, ciegos y sordos a las aspiraciones de la nación.
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