Juan Francisco Misle
En Estados Unidos la competencia es un valor cultural fundamental. No hay evento humano que no termine por ser reducido a la identificación de ganadores y perdedores. Y en estas elecciones de mitad de período, además del partido Republicano, los grandes ganadores han sido las compañías de mudanzas. Serán muchos los camiones y aviones a ser contratados para transportar los muebles y enseres de tantos congresantes —y sus respectivos colaboradores— hacia y desde Washington DC. Los candidatos republicanos arrasaron tanto en las elecciones de las Cámara de Representantes, en donde vieron aumentar su mayoría en 6 asientos adicionales, como en el Senado, en el que lograron obtener la mayoría absoluta por primera vez desde el 2006. Algo similar ocurrió al interior de algunos estados cuyos gobernadores demócratas fueron removidos con el voto popular, mientras que los que estaban en posesión de los republicanos lograron quedarse en sus manos (con la única excepción de la gobernación de Pensilvania en la que triunfó un candidato del partido Demócrata). El tsunami rojo se llevó ‘por los cachos’ a los inquilinos demócratas de las mansiones gubernamentales en estados tradicionalmente ‘azules’ como Maine, Maryland y Massachusetts. De esa debacle no se salvó siquiera el gobernador demócrata del estado de Illinois, cuyo representante en el Congreso de Estados Unidos había sido, ni más ni menos, que un joven negro de nombre Barak Obama, eventualmente elegido Presidente del país en 2008. El mapa de Estados Unidos quedó teñido color escarlata en la mañana del pasado 5 de noviembre de 2014.
El examen forense de esos resultados recién comienza pero ya tenemos un roster provisional de los posibles responsables, encabezado por el presidente Obama. Hay que tener en cuenta que a pocos días de las elecciones, Obama declaró a la prensa que el pueblo norteamericano no solo estaba eligiendo a sus representantes al Congreso (y a las gobernaciones) sino que también su voto serviría para evaluar su propia gestión pública y la efectividad de sus políticas. A semejanza de Capriles, Obama quiso plebiscitar la contienda electoral y, al igual que le ocurrió a Henrique, salió severamente magullado con los resultados.
Hay quienes aducen que a Obama lo derrotó la precaria situación económica por la que atraviesa Estados Unidos. No deja de ser irónico este argumento pues la mayoría de los indicadores macroeconómicos del país son claramente positivos. El crecimiento del PIB se estima de 3 a 4% en 2014 y contrasta nítidamente con el bajo crecimiento económico que se observa en Europa y Japón. El dólar se ha fortalecido frente al euro y el yen. El déficit fiscal norteamericano se ha visto reducido de manera significativa durante su gestión. La inflación se mantiene baja (alrededor de 2 % anual). El mercado de valores experimenta un auge importante (aunque lejos de las cotas alcanzadas durante el período de ‘exuberancia económica’ del que nos hablaba Allan Greenspan). El sector energético está experimentado un boom que ha reducido la dependencia energética externa. La crisis inmobiliaria ha sido superada en los estados más afectados y comienza a percibirse su recuperación a nivel nacional.
Otros responsabilizan de esa derrota electoral al fiasco de la administración federal en la implantación de la reforma del sector salud, el Obamacare, hecho que fue hábilmente explotado por los políticos republicanos para desacreditar unos de los proyectos banderas del presidente. Y la verdad es que este argumento es difícilmente refutable aunque también esconde otra ironía: a pesar de esas dificultades iniciales, hoy, gracias a esa reforma, más de 15 millones de norteamericanos están cubiertos por primera vez en su vidas por un seguro de salud, y su impacto sería mayor de no ser porque la cobertura del sistema no llega a 11 millones de inmigrantes ilegales que viven en Estados Unidos. Y este punto nos conecta con otro factor: el responsable de la clamorosa victoria republicana en estos comicios hay que encontrarlo en la decepción de la población hispánica que se abstuvo de votar por los candidatos demócratas en represalia por el incumplimiento de una de las más importantes promesas electorales de Obama: una ley de inmigración que legalice de una vez por todas la situación migratoria de millones de indocumentados que residen en este país. Es un hecho que la maquinaria partidista de los republicanos funcionó muy bien movilizando su base electoral compuesta mayoritariamente por hombres blancos mayores de 30 años, en tanto que los jóvenes, las mujeres, los latinos, y los negros, que representaron la mayoría de los votos que obtuvo Obama en 2008 y en 2014, no se sintieron estimulados a votar en estas elecciones y prefirieron quedarse en sus casas como simples espectadores del evento.
Creo que —independientemente de las razones específicas que expliquen los resultados electorales del 4 de noviembre— subyace una explicación más general y hasta cierto punto metafísica: en 2008 y 2012 la sociedad norteamericana sobre-invirtió de un modo poco realista en la esperanza, (Hope fue el lema de campaña) que logró vender el candidato y luego presidente Barak Obama. Fue la misma equivocación que cometieron los miembros de la Academia Sueca al entregarle precipitadamente y sin ningún mérito particular el premio Nobel de la Paz en 2009. Lo cierto es que la esperanza desmedida se tornó en frustración. El pueblo norteamericano experimenta hoy una combinación de inseguridad y miedo. Las casandras de ocasión operan a voluntad, sea que se trate del ébola, del Estado Islámico o de los chinos. Hoy Estados Unidos no posee el liderazgo mundial que logró ostentar por méritos propios en un pasado no tan lejano. Predomina la convicción de que la vida de los hijos no será tan próspera como la que disfrutaron sus padres. Que los éxitos macroeconómicos no se materializan en mejoras palpables en la calidad de vida de la gente.
En lo único en lo que parece haber un consenso muy extendido entre republicanos y demócratas, desde Obama hasta el más humilde trabajador en Ohio, pasando por los círculos académicos, las ONG y más allá, es que el pueblo norteamericano votó para repudiar el modo poco funcional de gobernar en Washington DC, la polarización política y la falta de cooperación entre sus representantes. Y de allí surge una última ironía: con un Congreso dominado por la oposición republicana y un Presidente que hará todo lo posible por defender lo que considera han sido sus logros más visibles, lo más probable es que aumente la polarización política, se acentúen los problemas de gobernabilidad y, acaso lo más preocupante, disminuya el fervor de la sociedad por la democracia.
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