lunes, 12 de enero de 2015

LA PATRIA DE LA HISTORIETA ESTÁ DE DUELO



José Rodríguez Elizondo
Durante los años 60, París fue mi patria de la Historia Grande. Para el veinteañero que todavía era, eso significaba asomarme a la “revolución de mayo”; ver y escuchar, en vivo y en directo, al Gran Charles (de Gaulle, obviamente); reunirme con juristas y periodistas internacionales,  sobre el tema de Vietnam en guerra; conocer a Artur London, autor del libro La Confesión y víctima emblemática del estalinismo; discutir con Joë Nordman –abogado top, ex resistente parisino y comunista judío- sobre el socialismo democrático y la verdadera textura del socialismo real.  
En paralelo –y llevado por mi irreductible afición a la caricatura- París fue mi patria de la Historieta. En el Quartier Latin hice el descubrimiento conjunto de la revista Pilot  y de las librerías especializadas en bande dessinée. Me fasciné con la estructura y diseño de Tin Tin y Lucky Luke, versiones -más bien, visiones-, de la novela cosmopolita de aventuras y la epopeya fílmica del Lejano Oeste. Sobre todo, me inserté en esa gran gozada francesa que eran Asterix y Obelix contra Roma. Una metáfora desternillante que extrapolaba, a ese presente, la resistencia antimperial de los galos primitivos.
De ese modo divertido confirmé la relación directa entre la inteligencia y el humor. El savoir faire de los franceses tenía aquel elemento como ingrediente principal. y, por cierto,  no se trataba de ese humor tosco, que los españoles caracterizan como del “pedo, caca, pis” (y que en Chile lucimos en el Festival de Viña). Era un humor sofisticado, siempre dispuesto a reírse de sí mismo -es decir, de los franceses- y a des-solemnizarlo todo, incluyendo al solemnísimo de Gaulle.
ESPÍRITU BURLON DEL URINARIO
Así llegué, por inercia, a la revista Hara Kiri, madre de la sátira política y social dura,  libre de eufemismos y de historietas simplemente entretenidas. Era un ensamblaje de dibujos, fotos, memes y crónicas, surgidas desde una irreverencia creativa de muy alta intensidad.  En su equipo brillaban guionistas y dibujantes de excelencia, entre los cuales Wollinski, cuyos trabajos de trazo  sencillo, con textos llenos de ingenio, parecían brotar del dibujo mismo. Agrego que ahí no había concesiones a la seriedad bienpensante. Ningún editorial ni entrevista “de verdad,” que tranquilizara la conciencia de los compradores. El lema  de la publicación, “revista tonta y malvada”, era su desafiante carta de presentación. Equivalía a proclamar “no esperéis de nosotros ninguna prédica políticamente correcta”.
En el fondo, era la actualización de ese espíritu burlón de los surrealistas, que dejara a Francia curada de espantos. Recuérdese que, tras los debates sobre el urinario de Duchamp, expuesto como obra de arte, los franceses asumieron que en eso consistía la libertad de expresión y nunca más polemizaron sobre los límites de la creatividad.  Siguiendo esa línea, los lectores de Hara Kiri no se escandalizaban con los consejos prácticos para usar a los hijos tontos como escobillón. Con los nazis de Auschwitz ordenando a sus víctimas marchar “hundiendo la barriga”. Con políticos, reyes y reinas, discutiendo la coyuntura mientras copulaban. Con Jesús en Semana Santa, anunciando “el númerito de la resurrección”. Con Hitler queriendo resucitar igual que Jesucristo...
Con los años Hara Kiri desapareció, pero también resucitó, aunque con otro nombre: “Charlie Hebdo”. Charlie por de Gaulle, como todos sospecharon desde el principio. Los nuevos tiempos pusieron nuevos objetivos en la mira de los plumones, entre los cuales las manías de los islamistas radicales, que ya comenzaban a pesar demográficamente. Esto significaba que el equipo estable no se había adocenado y que su irreverencia seguía siendo la mejor vacuna contra los “tontos graves”. También significaba que Francia seguía gozando de una libertad de expresión paradigmática. Soporte, como tal, de una democracia a prueba de balas.
VÍCTIMAS IRREVERENTES
Siguió siendo así, incluso cuando llegaron las balas de verdad. El equipo de Charlie Hebdo comenzó a recibir amenazas y a sufrir atentados por parte de los fundamentalistas pero, fantásticamente, sus miembros ni se autocensuraron ni se escondieron. Más bien optaron por vivir su humor peligrosamente, agregando un adjetivo tácito al viejo lema. Al menos así lo entendí desde la distancia: “revista tonta, malvada y kamikaze”.
 Jugando con la alegría de reir en medio de un campo minado, llegó la muerte a la mismísima sala de redacción. Previsto y previsible. El pasado miércoles dos heraldos negros dejaron doce víctimas mortales, entre las cuales diez miembros del equipo, comprendido el octogenario y siempre genial Wollinski. Luego, pasado el momento de los desgarros y estupores, la inmensa mayoría de los franceses reaccionó como los viejos mosqueteros de Alejandro Dumas: “Yo soy Charlie”, dijeron y el país entero se levantó tras la bandera de la libertad de expresión.
Por cierto, hubo excepciones en sordina. Voces que admitían cierta extralimitación de los asesinados. Su provocativo humor en la cuerda floja habría puesto en riesgo la seguridad de la sociedad toda. En síntesis, la la vieja culpabilidad de las víctimas, prima hermana de la autocensura. Afortunadamente, el país no privilegió  esas voces anticlimáticas.  La inmensa mayoría de los franceses, con eco en todo el mundo, entendió que las víctimas murieron, sin grandilocuencia, por los ideales más nobles de la humanidad. En su gallarda tozudez estaba el vínculo real entre la vieja revolución y la moderna democracia.
Con todo, yo creo que esas víctimas se habrían burlado muchísimo, si alguien les hubiera anunciado que iban a pasar, sin trámite, de la sala de redacción al panteón de los héroes de la  libertad.  Por eso invito a los lectores a un grito final y agradecido: 
¡Viva Charlie Hebdo, viva Wollinski, vive la France!

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