Ian Buruma
PROJECT SYNDICATE
NUEVA
YORK – Los actos terroristas pueden infligir daños terribles, pero no
pueden destruir una sociedad abierta. Sólo quienes gobiernan nuestras
democracias pueden hacerlo, al limitar nuestras libertades en nombre de
la libertad.
Shinzo
Abe, el Primer Ministro nacionalista de derecha del Japón, no necesita
demasiado aliento para endurecer las leyes sobre secretos, conceder más
poderes a la policía o volver más fácil la utilización de la fuerza
militar. Las espeluznantes ejecuciones de dos ciudadanos japoneses
atrapados por terroristas del Estado Islámico en Siria han brindado
precisamente el aliento que Abe necesita para aplicar semejantes
medidas.
Pero el Japón
nunca ha sido un bastión de la libertad de expresión ni tampoco se
esfuerza demasiado en demostrar que lo sea. Francia, sí. En eso
consistió sin lugar a dudas la manifestación de solidaridad ante los
ataques terroristas del mes pasado en París. De todos los países,
Francia es el que más evitaría la trampa en que han caído otras grandes
repúblicas occidentales que afirman ser un foro de libertad en el mundo.
El
miedo a la violencia terrorista después de los ataques del 11-S hizo
más daño a la libertad de los Estados Unidos que el asesinato suicida de
miles de ciudadanos. Por miedo, los americanos permiten que su Gobierno
los espíe indiscriminadamente y que los sospechosos de terrorismo sean
torturados y encerrados indefinidamente sin juicio.
Como
la mayoría de los demás países de la Unión Europea, Francia tiene ya
leyes que prohíben la expresión del odio. No se puede insultar
legalmente a las personas por razones de raza, creencias u orientación
sexual y en Francia, como en los algunos otros países, se puede procesar
a quienes nieguen la realidad del Holocausto y otros genocidios del
pasado.
El
Presidente François Hollande, que no es un nacionalista de derecha como
Abe, ahora quiere reforzar esas prohibiciones. Ha propuesto nuevas leyes
que harían responsables a entidades como Google y Facebook de cualquier
“expresión de oído” por parte de sus usuarios.
Ex
Jefes de Estado de la UE han respaldado también una propuesta de
dirigentes judíos europeos de tipificar como delito penal en todos los
países de la UE no sólo el antisemitismo y la negación del genocidio,
sino también la “xenofobia” en general. Pocas personas desearían
defender expresiones de xenofobia o antisemitismo, pero, ¿de verdad es
prudente utilizar la ley para prohibir opiniones?
En
primer lugar, no es probable que semejantes leyes, si se promulgan,
reduzcan el riesgo de actos terroristas. Prohibir la expresión de
opiniones no los hará desaparecer. Seguirán expresándose, de forma más
secreta tal vez, por lo que resultarán aún más tóxicas. Y una
prohibición pública de la expresión xenófoba no hará desaparecer la base
política y social del terrorismo, en Oriente Medio y en otras partes.
Pero
existe un peligro mayor al utilizar la ley para vigilar lo que las
personas piensen. Puede sofocar el debate público. Dicho peligro subyace
a la consideración, que aún existe en los EE.UU., de que las opiniones,
por repugnantes que sean, se deben poder expresar con libertad para que
se les puedan oponer argumentos contrarios.
Naturalmente,
sería una ingenuidad creer que los extremistas religiosos o políticos
están interesados en intercambiar opiniones, pero la incitación a la
violencia también está prohibida en los EE.UU. La Primera Enmienda de la
Constitución no protege la libertad de expresión en los casos en los
que se pueda demostrar que crean un peligro de violencia inminente.
Las
opiniones xenófobas o la negación del genocidio son repelentes, pero no
necesariamente son consecuencia de semejante amenaza. En la mayoría de
las sociedades, incluidos los EE.UU., la expresión pública de semejantes
opiniones está limitada por un firme consenso sobre lo que es
socialmente respetable. Dicho consenso cambia con el tiempo. A los
editores, escritores, políticos y otros que se expresan en público es a
quienes corresponde moldearla.
Los
humoristas gráficos, los artistas, los titulares de bitácoras digitales
y los cómicos a veces gustan de desafiar el consenso de la
respetabilidad. Algunos de esos desafíos podrían escandalizar (al fin y
al cabo, ésa es la intención con frecuencia), pero, mientras no fomenten
la violencia, prohibirlos por ley sería más perjudicial que benéfico.
Permitir al Gobierno que decida qué opiniones son permisibles es
peligroso no sólo porque sofoca el debate, sino también porque los
gobiernos pueden ser arbitrarios o interesados.
En
el actual clima de miedo, sería útil recordar un famoso caso de
expresión del odio en los EE.UU. En 1977, el Partido Nazi Americano se
propuso hacer una manifestación en Skokie, suburbio de Chicago con una
gran población judía. Un tribunal local, movido por el escándalo y el
miedo de la opinión pública, decidió que se debía prohibir la exhibición
de esvásticas y uniformes nazis y la distribución de octavillas. Según
se sostuvo de forma totalmente convincente, semejante manifestación
sería un insulto a una comunidad de la que formaban partes
supervivientes del Holocausto.
Pero
la Unión Americana de Libertades Cívicas la impugnó por considerarla
una infracción de la Primera Enmienda. El argumento de los abogados de
la Unión, la mayoría de los cuales eran judíos progresistas, no se
basaba en apoyo alguno a los símbolos o las opiniones nazis. Su
argumento era el de que, si se permite al Gobierno prohibir opiniones
que detestamos o despreciamos, se debilita nuestro derecho a oponernos a
una prohibición similar sobre opiniones con las que podríamos estar de
acuerdo.
Dicho de otro modo, la libertad de expresión debe significar también libertad para la expresión del odio,
mientras no amenace o fomente la violencia. La mayoría de los gobiernos
europeos ya adoptan una actitud más estricta con los insultos públicos
que la Constitución de los EE.UU. Sería un gran error añadir aún más
restricciones. Los ataques terroristas están haciendo ya bastante daño
en vidas y propiedades. No hay razón para que los Gobiernos empeoren la
situación manipulando las libertades de sus ciudadanos.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
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