Mario Vargas Llosa
El harakiri es una noble tradición japonesa en la que militares,
políticos, empresarios y a veces escritores (como Yukio Mishima),
avergonzados por fracasos o acciones que, creían, los deshonraban, se
despanzurraban en una ceremonia sangrienta. En estos tiempos, en que la
idea del honor se ha devaluado a mínimos, los caballeros nipones ya no
se suicidan. Pero el ritual de la inmolación se mantiene en el mundo y
es ahora colectivo: lo practican los países que, presa de un desvarío
pasajero o prolongado, deciden empobrecerse, barbarizarse, corromperse, o
todas esas cosas a la vez.
América Latina abunda en semejantes ejemplos trágicos. El más notable
es el de Argentina, que hace tres cuartos de siglo era un país del
primer mundo, próspero, culto, abierto, con un sistema educativo
modélico y que, de pronto, presa de la fiebre peronista, decidió
retroceder y arruinarse, una larga agonía que, apoyada por sucesivos
golpes militares y una heroica perseverancia en el error de sus
electores, continúa todavía. Esperemos que algún día los dioses o el
azar devuelvan la sensatez y la lucidez a la tierra de Sarmiento y de
Borges.
Otro caso emblemático del harakiri político es el de Venezuela. Tenía
una democracia imperfecta, cierto, pero real, con prensa libre,
elecciones genuinas, partidos políticos diversos, y, mal que mal, el
país progresaba. Abundaban la corrupción y el despilfarro, por
desgracia, y esto llevó a una mayoría de venezolanos a descreer de la
democracia y confiar su suerte a un caudillo mesiánico: el comandante
Hugo Chávez. Hasta en ocho oportunidades tuvieron la posibilidad de
enmendar su error y no lo hicieron, votando una y otra vez por un
régimen que los llevaba al precipicio. Hoy pagan cara su ceguera. La
dictadura es una realidad asfixiante, ha clausurado estaciones de
televisión, radios y periódicos, llenado las cárceles de disidentes,
multiplicado la corrupción a extremos vertiginosos —uno de los
principales dirigentes militares del régimen dirige el narcotráfico, la
única industria que florece en un país donde la economía se ha
desfondado y la pobreza triplicado— y donde las instituciones, desde los
jueces hasta el Consejo Nacional Electoral, son sirvientes del poder.
Aunque hay una significativa mayoría de venezolanos que quiere volver a
la libertad, no será fácil: el Gobierno de Maduro ha demostrado que,
aunque inepto para todo lo demás, a la hora de fraguar elecciones y de
encarcelar, torturar y asesinar opositores no le tiembla la mano.
El harakiri no es una especialidad tercermundista, también la
civilizada Europa lo practica, de tanto en tanto. Hitler y Mussolini
llegaron al poder por vías legales y buen número de países
centroeuropeos se echaron en brazos de Stalin sin mayores remilgos. El
caso más reciente parece ser el de Grecia, que, en elecciones libres,
acaba de llevar al poder —con el 36% de los votos— a Syriza, un partido
demagógico y populista de extrema izquierda que se ha aliado para
gobernar con una pequeña organización de derecha ultranacionalista y
antieuropea. Syriza prometió a los griegos una revolución y el paraíso.
En el catastrófico estado en el que se encuentra el país que fue cuna de
la democracia y de la cultura occidental tal vez sea comprensible esta
catarsis sombría del electorado griego. Pero, en vez de superar las
plagas que los asolan, estas podrían recrudecer ahora si el nuevo
Gobierno se empeña en poner en práctica lo que ofreció a sus electores.
Aquellas plagas son una deuda pública vertiginosa de 317.000 millones
de euros con la Unión Europea y el sistema financiero internacional que
rescataron a Grecia de la quiebra y que equivale al 175% del producto
interior bruto. Desde el inicio de la crisis el PIB de Grecia ha caído
un 25% y la tasa de desempleo ha llegado casi al 26%. Esto significa el
colapso de los servicios públicos, una caída atroz de los niveles de
vida y un crecimiento canceroso de la pobreza. Si uno escucha a los
dirigentes de Syriza y a su inspirado líder —el nuevo primer ministro
Alexis Tsipras— esta situación no se debe a la ineptitud y a la
corrupción desenfrenada de los Gobiernos griegos a lo largo de varias
décadas, que, con irresponsabilidad delirante, llegaron a presentar
balances e informes económicos fraguados a la Unión Europea para
disimular sus entuertos, sino a las medidas de austeridad impuestas por
los organismos internacionales y Europa a Grecia para rescatarla de la
indefensión a que las malas políticas la habían conducido.
Syriza proponía acabar con la austeridad y con las privatizaciones,
renegociar el pago de la deuda a condición de que hubiera una “quita” (o
condonación) importante de ella, y reactivar la economía, el empleo y
los servicios con inversiones públicas sostenidas. Un milagro
equivalente al de curar a un enfermo terminal haciéndole correr
maratones. De este modo, el pueblo griego recuperaría una “soberanía”
que, al parecer, Europa en general, la troika y el Gobierno de la señora
Merkel en particular, le habrían arrebatado.
Lo mejor que podría pasar es que estas bravatas de la campaña
electoral fueran archivadas ahora que Syriza ya tiene responsabilidades
de gobierno y, como hizo François Hollande en Francia, reconozca que
prometió cosas mentirosas e imposibles y rectifique su programa con
espíritu pragmático, lo cual, sin duda, provocará una decepción terrible
entre sus ingenuos electores. Si no lo hace, Grecia se enfrenta a la
bancarrota, a salir del Euro y de la Unión Europea y a hundirse en el
subdesarrollo. Hay síntomas contradictorios y no está claro aún si el
nuevo Gobierno griego dará marcha atrás. Acaba de proponer, en vez de la
condonación, una fórmula picaresca y tramposa, consistente en convertir
su deuda en dos clases de bonos, unos reales, que se irían pagando a
medida que creciera su economía, y otros fantasmas, que se irían
renovando a lo largo de la eternidad. Francia e Italia, víctimas también
de graves problemas económicos, han manifestado no ver con malos ojos
semejante propuesta. Ella no prosperará, sin duda, porque no todos los
países europeos han perdido todavía el sentido de la realidad.
En primer lugar, y con mucha razón, varios miembros de la Unión
Europea, además de Alemania, han recordado a Grecia que no aceptan
“quitas”, ni explícitas ni disimuladas, y que los países deben cumplir
sus compromisos. Quienes han sido más severos al respecto han sido
Portugal, España e Irlanda, que, después de grandes sacrificios, están
saliendo de la crisis luego de cumplir escrupulosamente con sus
obligaciones. Grecia debe a España 26.000 millones de euros. La
recuperación española ha costado sangre, sudor y lágrimas. ¿Por qué
tendrían los españoles que pagar de sus bolsillos las malas políticas de
los Gobiernos griegos, además de estar pagando ya por las de los suyos?
Alemania no es la culpable de que buen número de países de la Europa
comunitaria tengan su economía hecha una ruina. Alemania ha tenido
Gobiernos prudentes y competentes, austeros y honrados y, por eso,
mientras otros países se desbarataban, ella crecía y se fortalecía. Y no
hay que olvidar que Alemania debió absorber y resucitar a un cadáver
—la Alemania comunista— a costa, también, de formidables esfuerzos, sin
quejarse, ni pedir ayuda a nadie, sólo mediante el empeño y estoicismo
de sus ciudadanos. Por otra parte, el Gobierno alemán de la señora
Merkel es un europeísta decidido y la mejor prueba de ello es la manera
generosa y constante en que apoya, con sus recursos y sus iniciativas,
la construcción europea. Sólo la proliferación de los estereotipos y
mitos ideológicos explica ese fenómeno de transferencia freudiana que
lleva a Grecia (no es el único) a culpar al más eficiente país de la
Unión Europea de los desastres que provocaron los políticos a los que
durante tantos años el pueblo griego envió al Gobierno con sus votos y
que lo han dejado en la pavorosa condición en que se encuentra.
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© Mario Vargas Llosa, 2015.
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