Tulio Hernandez
No importa cuánto esfuerzo haga el aparato
propagandístico del chavismo y sus voceros para intentar convertirlo en un acto
mítico y heroico, una vez que Venezuela vuelva a tener institucionalidad y un
gobierno democrático, el levantamiento militar del 4 de febrero de 1992 será
valorado oficialmente como lo que realmente fue, un vulgar, común y corriente
golpe de Estado militar.
Exactamente igual en sus métodos y significados al
que en 1948 le asestaran al gobierno de Rómulo Gallegos las tropas dirigidas
por Pérez Jiménez y Delgado Chalbaud. Como los de Velasco Alvarado en 1968
contra Fernando Belaúnde Terry en el Perú, y Augusto Pinochet en 1973 contra
Salvador Allende en Chile. O como el que intentó Antonio Tejero en España
contra el gobierno de Adolfo Suárez en 1981.
Independientemente de la ideología que los haya
animado –unos de ultraderecha, otros antiimperialistas–; de la cantidad de
muertos, heridos y violaciones de derechos que cada uno trajo consigo –unos
extremadamente sangrientos, otros menos–; o de sus resultados –unos
triunfantes, otros derrotados–; todas estas operaciones militares tienen en
común el hecho de haber sido concebidas y ejecutadas para arrebatarles el poder
por la fuerza a gobiernos democráticos, elegidos por sufragio universal, en
situaciones en los que el juego político no estaba suspendido y en las que la
actividad partidista era absolutamente legal y posible, y por tanto aún había
espacios para resolver las crisis en escenarios democráticos.
Es decir, independientemente de las coyunturas
difíciles por las que atravesaba cada país, se trató en todos los casos de
actos inconstitucionales, violatorios de las leyes, en los que una cúpula o una
logia militar, generalmente con el argumento de que los gobiernos democráticos
a derrocar son corruptos o han sumido al país en el caos, intenta, y en algunos
casos lo logra, hacerse del poder político no por vía de la votación o la
rebelión popular, sino por el poder del fuego.
El golpe del 92 no fue, hay que recordarlo, una
rebelión militar contra una tiranía que sojuzga a un pueblo. Como la llamada
Revolución de los claveles que sacó de juego la larga autocracia de
Salazar en Portugal. Ni una revolución armada, como la cubana o la sandinista,
contra una dictadura militar. Las tres con un evidente y amplio apoyo popular.
El golpe del 92 fue un cuartelazo. Una doble
cobardía. Atentar contra una democracia usando la propia fuerza armada que
había formado a sus líderes. Cuando el golpe de Caracas no hubo masas en la
calle celebrando. En la mañana del 5 de febrero de 1992, ni en la del 27 de
noviembre, nadie salió a la calle a expresar su apoyo a los militares insurrectos.
Hubo perplejidad, es cierto. Tampoco nadie salió a la calle a defender la
democracia. El modelo bipartidista ya experimentaba su agotamiento. Pero nadie
o tal vez muy pocos ansiaban un gobierno militar.
Porque, hay que recordarlo, cada vez que los
militares dan un golpe con el argumento de que se trata de poner orden y llamar
de inmediato a elecciones, seguro se quedan largos años en el poder. Una década
entera, los golpista de 1948. Diecisiete años, Pinochet en Chile. Y, aunque el
intento del 92 por suerte fracasó, la conversión posterior de la institución
militar venezolana en guardia pretoriana del proyecto rojo hecha a imagen y
semejanza de Hugo Chávez ha instalado a los militares de nuevo en el poder por
quince años consecutivos.
Como un ritual, todos los 4 de febrero recuerdo y
vuelvo a contar la tarde cuando el expresidente Ramón J. Velásquez, en su
oficina de senador de la república, pocos días después del golpe del 92, nos
explicó a un grupo de amigos todavía treintones su opinión sobre el suceso.
“Alguien levantó las tapas del infierno, donde varias generaciones de
venezolanos, al costo de exilios, cárceles, muerte y tortura, habíamos
encerrado en 1958 los demonios del militarismo”, dijo. Nos miró a todos y se
preguntó: “¿Cuántas décadas les llevará a ustedes volverlos a encerrar?”. Ya
llevamos una y media.
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