JOSÉ ALVAREZ JUNCO
El abominable atentado contra el Charlie Hebdo,uno
más de los actos terroristas acogidos al manto de la yihad islámica, ha
vuelto a poner sobre la mesa la relación entre religión y violencia. Una
relación que choca, en principio, con la idea de que los mensajes
religiosos son la base que sustenta principios morales universales entre
sus creyentes. Los musulmanes del mundo entero, desde luego, se han
apresurado a condenar estos asesinatos, protestando que nada tienen que
ver con las doctrinas predicadas en el Corán. Pero la historia registra
demasiadas matanzas en nombre de la fe como para que aceptemos, sin más,
tan angélicas protestas.
En nuestro descreído mundo europeo, hoy se tiende a pensar, más bien,
lo contrario: que hay algo inherente a las religiones (especialmente a ciertas
religiones) que convierte a sus fieles en peligrosos para quienes no
comulgamos con sus ideas; que la religión, basada en la fe y no en la
razón —al contrario que el pensamiento científico—, fomenta la
violencia. De ahí a decir que el terrorismo tiene una raíz religiosa no
hay más que un paso.
Es cierto que el Corán contiene mensajes pacíficos: “Combatid por Alá
[…]pero no os excedáis; Alá no ama a los que se exceden” (2:190); “Si
pones la mano sobre mí para matarme, yo no voy a ponerla sobre ti,
porque temo a Alá, señor del universo” (5:28); “Quien mate a una persona
es como si matara a toda la humanidad; quien da la vida a uno, como si
la diera a toda la humanidad” (5:33). Pero tan bellos consejos se
olvidan cuando el profeta prescribe qué hacer con los no creyentes, a
quienes “ni su hacienda ni sus hijos les servirán de nada” sino como
“combustible para el fuego” (3:10); “Que no crean los infieles que van a
escapar. ¡No podrán! Preparad contra ellos toda la fuerza, toda la
caballería...” (8:59); “¡Creyentes! ¡Combatid contra los infieles que
tengáis cerca! ¡Sed duros! ¡Sabed que Alá está con los que le temen!”
(9:123); “Matad a los idólatras donde quiera que les encontréis;
capturadlos, sitiadlos, tendedles emboscadas por todas partes” (9:5).
Mensajes igualmente contradictorios se encuentran en el Antiguo
Testamento. El mismo Levítico que prescribe “amarás a tu prójimo como a
ti mismo” (19:18) recomienda: “Perseguiréis a vuestros enemigos, que
caerán ante vosotros al filo de la espada” (26:7-8). Y Jehová ordena a
Saúl el genocidio de los amalaquitas con terribles palabras: “No
perdones; mata a hombres, mujeres y niños, incluidos los de pecho” (Sam.,
I, 15:3). En los Evangelios, Jesucristo aconseja al que sea abofeteado
ofrecer la otra mejilla y, si quieren quitarnos la túnica, regalar
también el manto (Mat., 5:39), pero también advierte de que “no vine a poner paz sobre la tierra, sino espada” (Mat.,
10:34). En los momentos previos al prendimiento, previene al discípulo
desarmado que “venda su manto y compre una espada”; instantes después,
al llegar la cuadrilla que le busca, uno de los discípulos pregunta:
“Señor, ¿herimos con la espada?”, y, antes de recibir respuesta, corta
la oreja de uno de ellos; Jesús le dice: “Basta ya”, y cura la oreja
cortada (Luc., 22:36-51). Pero ese mismo personaje manso se
deja llevar por la indignación y la emprende a latigazos con los
mercaderes del templo.
Si de los textos revelados pasamos a la historia cristiana,
encontraremos igualmente ejemplos para las conductas más dispares. Un
belicoso y antisemita se acogerá a precedentes como Domingo de Guzmán o
Vicente Ferrer, por mencionar solo a los santificados, o invocará las
Cruzadas o la Inquisición; uno pacífico y ecologista, a Francisco de
Asís, Las Casas o Teresa de Calcuta. Un nacionalista conservador
celebrará la memoria de Recaredo o Isabel la Católica; un izquierdista,
la del jesuita Ellacuría o el arzobispo Óscar Romero. Un misógino
encontrará en las escrituras mil frases y conductas que ratificarán sus
prejuicios; pero a un feminista no le faltarán pasajes bíblicos en los
que apoyarse.
En la historia, el islam no se ha distinguido de otras religiones por
una especial intolerancia o sed de sangre. Refiriéndonos a nuestra
Península, la zona musulmana fue más tolerante que la cristiana. Los
cristianos sobrevivieron y practicaron su culto bajo el califato de
Córdoba, mientras que los musulmanes fueron obligados a convertirse o
salir de la monarquía católica —e incluso convertidos, algunos
sinceramente, sufrieron nueva expulsión un siglo más tarde—.
En Europa, la reforma luterana abrió un período particularmente
sangriento, con hechos como La Noche de San Bartolomé, en la que los
católicos franceses pasaron por el cuchillo a varios miles de
protestantes. En el siglo XX, las mayores masacres, con millones de
víctimas, han sido de inspiración pagana pero se han producido en una
Europa de raíces culturales cristianas; parecidas han sido algunas
matanzas asiáticas, en zonas de tradición religiosa taoísta, budista o
confuciana.
Pocos hechos comparables se registran en el mundo musulmán, salvo el
genocidio armenio —tampoco estrictamente religioso—. La ferocidad actual
de Al Qaeda o del Estado Islámico no debe hacernos olvidar a personajes
como Malala Yousafzai, que arriesga su vida en defensa de la educación
de las niñas, o los abogados iraníes o paquistaníes encarcelados o
asesinados por defender los derechos humanos y la tolerancia religiosa.
Son héroes de la libertad y son musulmanes.
Con lo que, al final, ni los textos ni las conductas ejemplares
permiten distinguir radicalmente entre unas religiones y otras. Todos
los mensajes revelados son maleables; todos necesitan arduos trabajos de
glosa e interpretación; en todos encontramos afirmaciones que ratifican
nuestras posturas preconcebidas. Las doctrinas, además, no se traducen
de manera automática en acción. Son los intolerantes y fanáticos los que
se escudan en los mensajes que les convienen para justificar sus
pulsiones. Más útil, por tanto, que comparar textos me parece comparar
las situaciones históricas en las que se hallan las identidades
culturales.
Porque la religión es una identidad colectiva, semejante al linaje o
la nación. Una identidad que nos adscribe a un determinado grupo humano,
del que recibimos nombre y cultura. Y la identidad es muy distinta a
las creencias, como demuestra el simple hecho de que en España el
porcentaje de quienes se consideran católicos sea superior al de
aquellos que declaran creer en Dios.
Esas identidades culturales, de las que forma parte la religión,
pasan por distintas fases. Cuando nuestra forma de vida es envidiada e
imitada por todos, podemos ser optimistas y generosos. Pero cuando está
postergada, y corre el riesgo de desaparecer, surgen las tensiones y las
reacciones violentas.
En los últimos siglos, las identidades religiosas tradicionales han
tenido que adaptarse al choque con la modernidad. El catolicismo sufrió
el embate del luteranismo, de las revoluciones filosófica y científica,
la Ilustración, la industrialización, las revoluciones liberales, la
democracia. Enfurruñado ante la incomprensión universal, Pío IX condenó
la modernidad in toto y se encerró en el Vaticano. Pero otro
Papa, 70 años después, abandonó el encierro y aceptó lo inevitable. Lo
inevitable era la separación entre la Iglesia y el poder político, la
libertad de opinión, la diversidad de creencias entre los ciudadanos, la
desaparición del papel del clero como monopolizador de las verdades
sociales.
El islam —como cultura, no como religión— no ha tenido
protestantismo, ilustración ni revoluciones liberales. Y sigue sin
adaptarse a la modernidad en, al menos, tres terrenos fundamentales: la
separación Iglesia-Estado, lograda en Occidente tras la huella
ilustrada; la igualdad de géneros, conquista de los movimientos
feministas del XIX y XX; y la pluralidad de creencias como base de la
convivencia libre. Sin aceptar estos principios, las tensiones que
produce el impacto de la modernidad llevarán a la crispación y, en los
más locos, a la violencia asesina. Con lo cual, al final, resulta que
sí, que en el islam hay problemas específicos que generan tensiones y,
en casos extremos, terrorismo. Aunque no se derivan de sus doctrinas
—tan maleables como otras—, sino de su inadaptación a la modernidad.
José Álvarez Junco es historiador. Su último libro es Las historias de España (Pons / Crítica).
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