JORGE EDWARDS
LA SEGUNDA
Una señora madrileña comprueba, con dolor, con verdadero escándalo,
que en Chile “también había corrupción”. No es agradable escucharlo,
sobre todo cuando uno es un viejo chileno, y la única respuesta que se
impone es relativa, insuficiente, mediocre: en la república chilena ha
existido más estabilidad política, menos corrupción, menos soborno, que
en muchas otras; pero, claro está, todos sabemos que con eso no basta.
Me parece, sin embargo, que el tema es importante, y que no hemos
llegado tan lejos como habría sido deseable y necesario. En Chile,
después de algunos años de anarquía y de guerras civiles, se procedió,
desde la década de los treinta del siglo XIX, con gradualidad, con
prudencia, con una legislación sólida, a construir algo que era
enormemente nuevo en esa época, desconocido, casi, y que se podría
llamar legitimidad republicana. Era un sistema de respeto casi religioso
de la ley y que los juristas de allá, secundados por pensadores de los
Estados Unidos, de España, de otros países de América Latina, bautizaron
como “Estado en forma”. Pues bien, esa construcción republicana, que
permitió hablar de Chile como “la excepción honrosa de la América del
Sur”, tuvo adelantos graduales, interesantes, de notable lucidez
política, pero más retrocesos y más rupturas dramáticas de lo que
generalmente se cree. Todos recuerdan los sucesos de la caída de Allende
y del golpe militar de 1973, pero la historia es más complicada que eso
y viene de mucho más atrás. No éramos y estábamos lejos de ser la
democracia perfecta que tanto se mencionaba. Creo, para resumir las
cosas, que nuestra república, con méritos comparativos interesantes, era
inmadura, llena de ingenuidades, como casi todas las del mundo
hispanoamericano. Una de esas limitaciones se ha hecho patente en el
Chile de estos días. El ciudadano, con buena conciencia, con las mejores
intenciones, vota por una persona para que lo represente en la jefatura
del Estado. Pero la persona elegida, el presidente o la presidenta de
la república, lleva después a la casa de gobierno, como si eso fuera
normal, a la mitad de la parentela, de los hijos, de los primos, de sus
amigos más cercanos. He dedicado parte de una larga vida a temas de la
cultura, de las letras, de la educación, de la vida universitaria, y no
sabía, por ejemplo, que existía un cargo tan pintoresco y tan curioso
como el de director sociocultural de La Moneda. Todos nos hemos enterado
ahora, en Chile y fuera de Chile, porque el susodicho director, hijo
mayor de la presidenta Bachelet, recibió un préstamo bancario suculento,
de una magnitud que los ciudadanos de a pie por lo general no conocen
ni de lejos.
No estoy en condiciones de saber si hubo corrupción o no la hubo.
Recibir un préstamo bancario en cuenta corriente no es, en sí mismo, un
delito en ninguna parte. Observo, sin embargo, un fenómeno de corruptela
republicana más o menos antiguo y creciente, y que nos parece, para
colmo, natural. Se vota por un jefe del Estado en elecciones
presidenciales normales, legales, en lucha política abierta, y la señora
del elegido adquiere en forma automática, desde el primer minuto, el
título de aire cortesano, de aspecto monárquico, de Primera Dama, con su
pequeña corte, sus funcionarios, su presupuesto. Supongo que el
director sociocultural recién renunciado llegó a ese cargo en la
condición de Primer Caballero, y a nadie le llamó la atención.
El ridículo de todo este asunto, que no es sólo de ahora, sino que se
reproduce desde hace largas décadas, en gobiernos de los signos más
diferentes, y hasta en el régimen militar de años pasados, salta a la
vista. Me hago, y no desde ahora, desde hace largo tiempo, una pregunta
inquietante. Es una pregunta sobre la esencia de nuestras instituciones.
¿No será que las repúblicas hispanoamericanas, herederas de un imperio
colonial quebrantado, de una legitimidad monárquica que había
desaparecido, adolecen en sus orígenes de una nostalgia dinástica,
legitimista, en parte borbónica y en parte imperial y napoleónica?
Levantamos la vista y divisamos brotes de dinastías en todas partes, no
sólo en Corea del Norte. Vemos a los Castro de Cuba, a los Kirchner de
la República Argentina. Hay familias chilenas que conozco bien y que han
alcanzado altos índices de ocupación del Palacio de La Moneda, desde la
mitad del siglo XIX hasta hoy mismo. Estimo y respeto a muchos de sus
miembros, pero no porque pertenezcan a dinastías políticas, sino a pesar
de eso
Y no hablemos tanto de refundaciones, de asambleas constituyentes, de
constituciones nuevas, como está de moda en estos días. Todos los que
sabemos algo de estos complejos asuntos actuamos con distancia, con
reservas razonables, sin echarnos tierra a los ojos. La tarea
importante, plenamente vigente, es muy otra: consiste en limpiar nuestra
república, en convertirla en un sistema sobrio, eficiente, moderno,
democrático. Ni más ni menos. El hombre que hablaba de Chile como “la
excepción honrosa” era el gran jurista argentino Juan Bautista Alberdi, y
esto ocurría en un banquete en Valparaíso en 1852, hacia el final en su
país de la dictadura de Juan Manuel de Rosas. No sé si ahora se podría
pronunciar un brindis parecido sin hacer el ridículo más completo. Lo
que sorprende hoy, más bien, es la extraordinaria persistencia de las
deformaciones latinoamericanas. Veo en las pantallas las imágenes de la
lucha contra la arbitraria, insólita prisión de Leopoldo López en
Caracas, y me digo que nuestra región no tiene remedio. Pero hay islas
de racionalidad, de decencia elemental, de respeto a los derechos
humanos, y la única alternativa nuestra consiste en defenderlas a toda
costa, a cualquier precio. Contra la mazorca de Rosas del siglo XIX, que
tiende a renovarse hoy con otros nombres, contra la arbitrariedad ciega
y torpe de Maduro, contra todo.
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