JORGE EDWARDS
Decirle a Yoani Sánchez, la bloguera cubana, que el castrismo, a pesar de todo, ha sido inspirador, que los capitalismos de España y Francia han entrado en dificultades, es como hablar en el aire, en la pura abstracción. Porque la experiencia de la revolución cubana, para los que la han vivido desde adentro, ha sido dramática, terrible, de frustración permanente. Comparar los problemas de la isla con los de Francia y España, incluso con los de Chile, es una broma de mal gusto. La única alternativa válida para la izquierda local sería una revisión drástica, sin concesiones, sin blanduras ni eufemismos, del fenómeno revolucionario: una autocrítica de fondo, por tarde que sea. La dictadura cubana privó a la gente de sus libertades más esenciales y la empobreció en nombre de teorías que ya son anticuadas. Alcancé a conocer las colas interminables de los años setenta y me llegaron ecos de la represión en los más diversos terrenos: el político, el filosófico, el religioso. Mientras muchos aplaudían desde Madrid, Barcelona y París, o desde Buenos Aires, México y Santiago, con el pretexto de combatir el imperialismo, funcionaban en Cuba las siniestras UMAP, unidades militares de ayuda a la producción, donde la revolución encarcelaba y condenaba a trabajos forzados a las llamadas “lacras sociales”: homosexuales, poetas alcohólicos, santeros, marginales de toda clase. Hoy día la situación es menos extrema, pero la libertad de expresión todavía no se conoce, para no hablar de libertades políticas y de reunión, de elecciones libres y un largo etcétera. En una elección reciente hubo
centenares de candidatos oficiales y dos disidentes. Nos cuentan que los disidentes perdieron, pero en buena ley. Me gustaría conocer las condiciones reales de esa curiosa elección. Los candidatos oficiales, en las elecciones cubanas, solían ganar con 99 por ciento de los votos. Y la primera elección conocida tuvo lugar cinco años después del triunfo de los revolucionarios: cinco años de poder total, de cambio drástico, de fusilamientos después de juicios sumarios, sin sanción popular de ninguna especie. Son datos aplastantes, y si alguien hizo la apología del castrismo en su época, ahora no tiene más remedio que reconocer que se equivocó medio a medio. Todos tenemos derecho a equivocarnos, por lo demás. Pero no a mantenernos en el error a toda costa, con ceguera, con cabeza dura e insensible. Yoani Sánchez nos habla en un tono realista, que parte de los detalles cotidianos, que toma en cuenta las aspiraciones legítimas de la gente de su tierra. Sus crónicas no están hechas de teorías ni de palabrería. Un cubano de hoy, nos explica, tiene derecho a comer, a alimentar a su familia, a conocer las noticias del resto del mundo. Fidel Castro, mesiánico, delirante, testarudo, se ha inspirado en especulaciones ideológicas y ha construido un paraíso social que está muy cerca de ser un infierno. Ella lo ha denunciado con valentía, constancia, talento. No sé si el lector se acuerda de la fábula clásica, contada, entre muchos otros, por don Juan Manuel, el Conde Lucanor. Según el relato de don Juan Manuel, llegaron a una ciudad unos estafadores que ofrecían en venta un paño. Estos estafadores, burladores medievales, explicaban que la gente mentirosa y malvada no veía el paño, que para verlo había que ser un hombre recto. Le vendieron el paño al rey, que no veía nada, desde luego, y el rey, vestido con esa tela, es decir, completamente desnudo, se paseó a caballo por la ciudad. Un niño, que no estaba pervertido por el sentido de las conveniencias, exclamó entonces, a gritos, que el rey andaba desnudo. Lo que dice nuestra estupenda bloguera es que el rey, que puede llamarse Fidel Castro, Raúl, o lo que sea, anda desnudo, y que
nosotros callamos. Dice las verdades que podría decir un niño, pero que los mayores, asustados, hipócritas, no se atreven a decir. Nosotros necesitamos que alguien transmita esa visión honesta, directa, desprejuiciada. Si hemos estado ciegos durante treinta, cincuenta o más años, llegó el momento de rectificar, de admitir la evidencia. Cuando estuve como representante diplomático de Chile en La Habana, hace ya un poco más de cuarenta años, algunos embajadores de países del bloque comunista me señalaban los balcones del hotel como lugares que permitían conversar en forma segura. La sensación de la vigilancia, de la sospecha, de un mundo policial, kafkiano, presente en todas partes, era abrumadora, aplastante. Cuando escribí mi testimonio sobre el asunto, muchos dijeron que estaba paranoico, que tenía delirio de persecución. Guillermo Cabrera Infante, notable novelista cubano que ya había tenido que partir al exilio, me escribió una carta desde Londres. “No hay delirio de persecución”, me decía, “ahí donde la persecución es un delirio”. Lo notable es que vivimos en el interior de ese delirio, de ese sistema enfermizo, de esa utopía degradada, convertida en infierno, y los que nos hemos atrevido a denunciarlo somos muy pocos y hemos sido ferozmente censurados. Uno está obligado a no ser demasiado optimista sobre la naturaleza humana. Pero hay excepciones que nos salvan. Y la gente sencilla y sufrida, los ciudadanos de a pie, entienden el asunto mejor que los grandes capitostes, que pretenden representarlos y no los representan para nada.
centenares de candidatos oficiales y dos disidentes. Nos cuentan que los disidentes perdieron, pero en buena ley. Me gustaría conocer las condiciones reales de esa curiosa elección. Los candidatos oficiales, en las elecciones cubanas, solían ganar con 99 por ciento de los votos. Y la primera elección conocida tuvo lugar cinco años después del triunfo de los revolucionarios: cinco años de poder total, de cambio drástico, de fusilamientos después de juicios sumarios, sin sanción popular de ninguna especie. Son datos aplastantes, y si alguien hizo la apología del castrismo en su época, ahora no tiene más remedio que reconocer que se equivocó medio a medio. Todos tenemos derecho a equivocarnos, por lo demás. Pero no a mantenernos en el error a toda costa, con ceguera, con cabeza dura e insensible. Yoani Sánchez nos habla en un tono realista, que parte de los detalles cotidianos, que toma en cuenta las aspiraciones legítimas de la gente de su tierra. Sus crónicas no están hechas de teorías ni de palabrería. Un cubano de hoy, nos explica, tiene derecho a comer, a alimentar a su familia, a conocer las noticias del resto del mundo. Fidel Castro, mesiánico, delirante, testarudo, se ha inspirado en especulaciones ideológicas y ha construido un paraíso social que está muy cerca de ser un infierno. Ella lo ha denunciado con valentía, constancia, talento. No sé si el lector se acuerda de la fábula clásica, contada, entre muchos otros, por don Juan Manuel, el Conde Lucanor. Según el relato de don Juan Manuel, llegaron a una ciudad unos estafadores que ofrecían en venta un paño. Estos estafadores, burladores medievales, explicaban que la gente mentirosa y malvada no veía el paño, que para verlo había que ser un hombre recto. Le vendieron el paño al rey, que no veía nada, desde luego, y el rey, vestido con esa tela, es decir, completamente desnudo, se paseó a caballo por la ciudad. Un niño, que no estaba pervertido por el sentido de las conveniencias, exclamó entonces, a gritos, que el rey andaba desnudo. Lo que dice nuestra estupenda bloguera es que el rey, que puede llamarse Fidel Castro, Raúl, o lo que sea, anda desnudo, y que
nosotros callamos. Dice las verdades que podría decir un niño, pero que los mayores, asustados, hipócritas, no se atreven a decir. Nosotros necesitamos que alguien transmita esa visión honesta, directa, desprejuiciada. Si hemos estado ciegos durante treinta, cincuenta o más años, llegó el momento de rectificar, de admitir la evidencia. Cuando estuve como representante diplomático de Chile en La Habana, hace ya un poco más de cuarenta años, algunos embajadores de países del bloque comunista me señalaban los balcones del hotel como lugares que permitían conversar en forma segura. La sensación de la vigilancia, de la sospecha, de un mundo policial, kafkiano, presente en todas partes, era abrumadora, aplastante. Cuando escribí mi testimonio sobre el asunto, muchos dijeron que estaba paranoico, que tenía delirio de persecución. Guillermo Cabrera Infante, notable novelista cubano que ya había tenido que partir al exilio, me escribió una carta desde Londres. “No hay delirio de persecución”, me decía, “ahí donde la persecución es un delirio”. Lo notable es que vivimos en el interior de ese delirio, de ese sistema enfermizo, de esa utopía degradada, convertida en infierno, y los que nos hemos atrevido a denunciarlo somos muy pocos y hemos sido ferozmente censurados. Uno está obligado a no ser demasiado optimista sobre la naturaleza humana. Pero hay excepciones que nos salvan. Y la gente sencilla y sufrida, los ciudadanos de a pie, entienden el asunto mejor que los grandes capitostes, que pretenden representarlos y no los representan para nada.
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