Fernando Savater
Lo que caracteriza a los sistemas
democráticos es que no determinan de antemano quiénes son moralmente
dignos de disfrutar de sus garantías y derechos, sino que acepta a
cuantos asumen las reglas legales del juego político compartido. No hay
demócratas “buenos”, “revolucionarios”, “aceptables” (es decir, que
piensan como yo) y otros que no lo son (o sea que piensan de otro modo):
sólo hay ciudadanos que asumen las reglas básicas de la democracia y a
partir de ahí piensan y deciden como les parece. Precisamente la
democracia sirve para eso: para que los adversarios políticos no se
conviertan en enemigos de la Patria, en indeseables.
En el juego democrático nadie es
indeseable. Todo el mundo es deseado. Y especialmente quienes piensan de
modo disidente, porque ellos marcan los límites de la cordura de los
demás.
Yo creo que hoy Venezuela necesita,
además de muchas cosas materiales que lamentablemente escasean y son de
primera necesidad, algo muy importante en el campo de la ideología o, si
se prefiere, del espíritu. Y es una actitud íntimamente democrática,
incluyente, que no deje a nadie fuera y que prefiera tolerar a
desterrar.
El espíritu democrático —esto es muy importante— exige una capacidad de persuadir y una capacidad también de ser persuadido.
Quien pretende imponer sin razonar se
sale del reglamento democrático; pero también cae fuera del juego
democrático quien se niega a ser persuadido, quien considera una
traición vergonzosa o un crimen escuchar las razones ajenas.
Quisiera para Venezuela, un país
entrañable para mí y al que no deseo más que cosas buenas, una
generación de demócratas capaces de exponer razones y de aceptar también
razones ajenas: una generación democrática que se enorgullezca de no
tener siempre y en exclusiva el monopolio de la razón, sino de
reconocérsela a otros cuando sea el caso.
La democracia de los brazos abiertos, no la de los puños cerrados.
Está bien que de vez en cuando, mentes lúcidas, nos recuerden qué es la democracia, hablándonos de su fragilidad.
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