CARLOS ALBERTO MONTANER
La próxima función del circo itinerante de la OEA será en Panamá. El
gobierno de ese país ha hecho un gran esfuerzo por tener la fiesta en
paz, pero no es seguro que lo consiga. La vicepresidente y canciller,
Isabel Saint Malo, que ha montado la carpa, tiene experiencia y es una
persona seria y competente, pero no puede hacer milagros.
El número clave será el abrazo entre Barack Obama y Raúl Castro. Poco
antes, tal vez el lunes 6 de abril, se anunciará que los Estados Unidos
y Cuba elevan sus relaciones diplomáticas a la categoría de embajadas.
Se trata de un fenómeno simbólico más que real. Hasta ahora, y durante
cuarenta años, han sido “oficinas de intereses”. Es cuestión de cambiar
los letreros y desempolvar los trajes de etiqueta.
Previo al encuentro, se divulgará una encuesta rigurosa realizada
dentro de la Isla. Raúl preferiría que la ocultaran. El gobierno cubano y
el sistema comunista salen muy malparados. Casi nadie los quiere.
Obama, en cambio, y su esfuerzo por enterrar el hacha de la guerra,
tienen el respaldo casi total de los cubanos. Las expectativas son
tremendas. El pueblo desea y espera prosperidad y libertades.
Obama está decidido a “normalizar” las relaciones con la dictadura
castrista. Cree que ése será su legado diplomático. Tal vez, supone,
puede lograr algo positivo en Cuba tras tantos fracasos en el Oriente
Medio o en Ucrania. Para lograrlo, vuelve a la tradición de mantener
buenos vínculos con las tiranías, como hacía Estados Unidos con
Trujillo, Somoza o Stroessner, sin renunciar al discurso de la libertad.
No obstante, ni siquiera es coherente esa expresión ambivalente de
cinismo. Hace pocas fechas, Obama denunció a Venezuela como una amenaza
para la seguridad norteamericana, algo que es cierto, pero,
simultáneamente, trata de reconciliarse con Raúl Castro, el ventrílocuo
de Nicolás Maduro y quien le elabora y suministra la papilla subversiva
con que lo alimentan todas las mañanas. Es como castigar al chico
travieso y premiar a la nana que lo induce al mal comportamiento.
Pero lo más grave es que Estados Unidos ha latinoamericanizado su
política exterior. Improvisa, no se sabe muy bien qué pretende, y
desconcierta a amigos y adversarios. Al paso que vamos, el mundo que
Obama dejará en enero de 2017, cuando abandone la presidencia, será
infinitamente más incierto y riesgoso que el que recibió en el 2009.
Washington, por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra
mundial, carece de un marco de referencia teórico que le permita trazar
objetivos de corto, medio y largo plazo, y dictar medidas de gobierno
para tratar de alcanzarlos. Da palos de ciego.
Se supone que la finalidad de la política exterior de las democracias
es defender los ideales e intereses generales de la sociedad a la que
se sirve, con el objetivo de lograr que prevalezca el tipo de gobierno y
de organización económica libremente seleccionado por sus ciudadanos.
Ello implica identificar y mantener a raya a los enemigos,
privilegiar a los amigos y juntarlos para armar la defensa común. A
Estados Unidos, y a casi todo el mundo, le conviene que haya paz, que
las personas sean libres, que el comercio sea intenso para que aumente
la prosperidad colectiva, y que se respeten los Derechos Humanos.
¿Cuáles son los principales enemigos naturales de esos objetivos? Por
supuesto, el terrorismo, la corrupción que pudre a los gobiernos, las
mafias del crimen organizado, y las potencias que vulneran el orden
internacional y tratan de enfrentar a los países latinoamericanos con
los Estados Unidos y con Europa.
Es obvio que los regímenes de países del llamado Socialismo del Siglo
XXI, más el de Argentina, que les baila el agua, son los adversarios de
los ideales republicanos, del mercado, y del sistema de libertades
occidentales. Es evidente que los petrodólares chavistas, aunque Caracas
se haya arruinado en el esfuerzo, han servido para instalar gobernantes
que luego se pasean del brazo con los iraníes protectores de Hezbolá o
con los rusos que intentan convertir al Caribe nuevamente en una
plataforma militar antinorteamericana.
Si América Latina fuera tuviera la capacidad de formular una política
exterior coherente y en consonancia con sus valores e intereses –cosa
que nunca ha hecho–, en lugar de establecer relaciones peligrosas con
Irán, o de invitar a la Rusia de Putin a jugar a las provocaciones en el
vecindario americano, irresponsabilidad que sólo puede traerle
desgracias al Hemisferio, estaría haciendo exactamente lo contrario.
No es así. En 1948 Truman impulsó la creación de la OEA para defender
a las Américas del espasmo imperial de los soviéticos. En el 2014, es
un organismo capturado por el chavismo a fuerza de petrodólares,
dominado por los enemigos de la democracia y de la libertad económica,
en el que mandan los cómplices de las narcoguerrillas de las FARC,
aliados a los islamoterroristas que viajan por el mundo con pasaportes
venezolanos impresos en Cuba (173 descubiertos hasta ahora).
Estados Unidos, que era la única fuerza capaz de crear una diplomacia
coherente y enrolar en ella a América Latina, a fuerza de vacilaciones
ha perdido el músculo de la iniciativa. No le interesa y no sabe qué
hacer. Ése es el dato más evidente que trasciende de este triste circo
que se inaugura en Panamá. Hay muchos más enanos y payasos que leones.
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