FRANCISCO SUNIAGA
El documental Tiempos de dictadura, del prestigioso cineasta Carlos
Oteyza, es un espejo de la sociedad venezolana de los años cincuenta del siglo
pasado. Muestra de manera expresa los rasgos distintivos de la Venezuela
profunda que poco o nada han cambiado desde entonces. Dos de ellos llamaron mi
atención: la vena militarista y la pasión por el baile.
El militarismo criollo queda definido en
el film con una paráfrasis de Rafael Caldera –la frase original es de Georges
Clemenceau– que durante cuarenta años había sido olvidada:
“En Venezuela es más fácil militarizar a
un civil que civilizar a un militar”
Los acontecimientos
históricos de este siglo no han hecho más que ratificar aquel juicio.
La pasión por el baile
la expresa el cineasta en una larga, y graciosa, secuencia donde todo el mundo
está bailando. Billo Frómeta, o quien la inventara, no tuvo que romperse la
cabeza para producir la frase “¡A gozar, muchachos!”. Flotaba en el aire de la
época. Si algo ha cambiado de entonces a ahora (aparte de los ritmos) es la
potencia de la música de los saraos, medida en decibeles. Cualquiera diría que la
pasión criolla no es por la música y el baile sino por el ruido. Aunque pareciera, no
existe contradicción alguna entre la pasión por el baile y la pasión por lo
militar. Por el contrario, el maridaje puede ser perfecto y si alguien la
materializó sobre esta tierra fue Marcos Pérez Jiménez, jefe de la dictadura
militar derrocada en 1958. En aquellos tiempos la globalización tecnológica no
había alcanzado el grado de desarrollo de ahora y no se medía el índice de
felicidad de las sociedades del planeta. Nadie dudaría, sin embargo, que la
sociedad venezolana, tal como la retrata Oteyza en los pasajes referidos, era una de las más felices. En esa
materia, y a juzgar por el presente, tengo la sospecha de que a muchos
compatriotas no les importa tanto si les coartan libertades, si les imponen una
dictadura militar o si se toman decisiones que afectan de manera negativa a las
generaciones futuras, mientras “la cosa está bien” y se pueda seguir bailando.Y en aquellos años cincuenta ésa debió ser una percepción lógica. Se
inauguraban grandes obras, se exaltaba a los héroes de la Independencia y había
bonanza petrolera. La dictadura militar asesinaba, desterraba y perseguía a
quienes hacían cualquier oposición, pero eso se escondía. Los bailes, en
cambio, se mostraban en fotos y noticieros como la cara alegre del régimen y la
prueba “para Venezuela y el Mundo” de que la cosa estaba bien y éramos felices. Volviendo a la
foto in comento, creo que todos los venezolanos alguna vez
vieron una similar: Pérez Jiménez bailando a una de esas damas elegantes en los
festines montados bajo el Nuevo Ideal Nacional. Las que se muestran en esta
nota (también pertenecientes a la colección del Archivo de la Fotografía
Urbana), me fueron enviadas por su atento curador, buen amigo y mejor
fotógrafo, Vasco Szinetar. Lo animó a hacerlo el escrito publicado hace un par de
semanas en Prodavinci, La noche de Barranquilla. Son sólo una muestra
de las muchas que se le hicieron al dictador en esos rítmicos menesteres, pero
ilustran muy bien el punto.
La idea de Vasco era
que con ellas escribiera alguna historia también enmarcada en la dictadura. Y
bien que acertó. Apenas las vi, vino a mi mente la misma frase que evoco
siempre que miro al gordito dictador bailando en alguna gráfica de aquellos
años: “¡Ah hombre para bailar en el
mundo!”. El autor de esa frase fue mi padre (mi gran cronista particular de los
tiempos de Pérez Jiménez), quien, además de sastre, era baterista y cantante de
una orquesta de música bailable en Margarita. Un hombre jovial, alegre y
trabajador, a quien le encantaba bailar, tocar su música y contar cuentos.
La historia me la
narró incontables veces, como hacen todos los margariteños con sus cuentos, y
ocurrió en Margarita en 1954. Un sábado a eso de las dos de la tarde, trabajaba
en su muy modesta sastrería –una sala de nuestra vivienda que tenía su entrada
independiente– cuando se detuvo ante su puerta uno de esos carros que todo el mundo sabía eran de la Seguridad
Nacional (en Margarita mucho más porque, como es fama, aquí no eran secretos ni
los agentes de la Guerra Fría). Por un momento quiso creer que el vehículo se
había estacionado allí por otra razón; la Casa de Gobierno quedaba al otro lado
de la calle y no era extraño que frente a su puerta se detuvieran las unidades
oficiales.
Esa vez, sin embargo,
venían por él. La sangre se le heló en la venas cuando los dos agentes que
estaban en el vehículo se bajaron y no cruzaron la calle sino que entraron con
sus maneras siniestras a su pequeño local. Supo que era gente de Caracas por
los trajes que traían puestos y por el tono de voz con el que le dieron unos buenos
días para nada amables. “¿Usted es Francisco Suniaga, el sastre?”, le preguntó
de inmediato el que parecía el jefe. Mi padre pudo afirmarlo de alguna manera
(la voz no me salía, contaba, e imitaba jocosamente su respuesta). Lo que le
dijeron a continuación lo paralizó de terror: “Por favor, acompáñenos”.
“No tengo memoria de lo que pensaba
mientras me llevaban, sin saber a dónde, porque el terror no sólo paraliza el
cuerpo, hasta el pensamiento se le congela a uno. En algún momento, cuando pude
articular palabras, pregunté adónde me llevaban y nada me contestaron. Repasaba
mentalmente todos mis comentarios políticos de los últimos días, delante que
quien los hice y no podía hacerme una idea de por qué me habían ido a buscar”
Lo llevaron a
Porlamar, al Hotel Tropical, ubicado en la calle La Marina, frente a la playa,
muy cerca del viejo mercado. Cuando entraron, fueron directamente al patio
central del edificio, una plaza abierta al mar, con árboles que le daban una
sombra fresca, hasta donde estaba un militar
joven que parecía estar esperándolo. Los esbirros se retiraron y mi padre
comenzó a sentir que la sangre le circulaba de nuevo por las venas.
El militar joven, un
teniente que debió verle el susto en el rostro, se disculpó por haberlo mandado
a buscar de esa manera, pero se había presentado una emergencia y había sido
necesario actuar con rapidez, le explicó. “¿Es cierto que usted toca batería y
canta?”. Mi padre, sorprendido por la pregunta, asintió.
– Pues, verá: el
músico y baterista de un conjunto que vino de Caracas se enfermó. Se comió unos
mariscos en el almuerzo, le cayeron mal y se intoxicó. Tuvimos que mandarlo de
vuelta a Caracas. Necesitamos sustituirlo para un baile muy importante que el
conjunto va a tocar esta noche. Ya el director viene para acá, para que hable
con usted y, si es necesario, ensayen algunas piezas en el poco tiempo del que
disponemos. No se preocupe. Lo llevamos a su casa de nuevo y esta noche, a las
ocho en punto, pasamos por usted. Póngase una chaqueta blanca, una camisa
blanca con corbata y un pantalón oscuro. Una vez en el sitio, esté atento a mis
órdenes, de nadie más.
“Supuse que el baile
era para algún jerarca de la dictadura. Ya entre los margariteños había el
rumor de ciertas fiestas pero, a pesar de ser un opositor al régimen, nunca me
pasó por la cabeza decir que no. Tenía la impresión de que no podía dejar de
complacer a aquella gente”. A la hora convenida pasaron por él y tomaron hacia
Playa El Agua. En aquellos tiempos, Pérez
Jiménez se había hecho construir una hermosa casa a orillas del mar. Allí, casi
a las nueve de la noche, se presentó en compañía de Llovera Páez, otros
militares y civiles, y un séquito de mujeres. “Muy bellas, jóvenes, de esas
mujeres que se les ve que están dispuestas a todo, pero, eso sí, muy
elegantes”, contaba mi padre.
“Nunca llegué a
sentirme relajado ni tranquilo, no obstante los dos o tres traguitos de whisky
que me tomé. Tenía miedo. Los músicos estamos acostumbrados a tocar para que
otros bailen. Uno es un profesional y hace su trabajo con seriedad. Sin
embargo, a medida que transcurre el baile, con la alegría de la gente te dejas
ganar por el entusiasmo y te sientes muy bien y contento haciéndolos bailar.
Pero tocarle a Pérez Jiménez, el dictador, el coño de su madre que le había
robado las elecciones a Jóvito, era otra cosa. Era algo que me avergonzaba y
sólo pensaba en cuándo iba a terminar aquello. El pasadoble “El beso”, que cantaba Juan Legido con Los Churumbeles de
España, estaba de moda. Pérez Jiménez estaba enamorado de esa pieza y por
supuesto que también de la mujer que bailaba con él. El teniente recibía
las señas de otro edecán desde la mesa del dictador y se acercaba a nosotros para ordenar “El beso” y ahí salía yo como un
pendejo a cantarla y él a bailarla, ¡y ah hombre para bailar en el mundo! Esa
noche la canté más de quince veces. Quedé exhausto. Llegado el momento,
como a las dos de la mañana, nos despidieron a los músicos y me llevaron de
vuelta a casa. Al bajarme del carro, el director del conjunto, un caraqueño
simpático, también se bajó para despedirse de mí –el hombre estaba agradecido–
y me dio unos billetes que me metí en el bolsillo sin siquiera mirar. YA DENTRO DE CASA, LOS CONTÉ Y ERAN
QUINIENTOS BOLÍVARES. HABRÍA TENIDO QUE TRABAJAR EN LA SASTRERÍA POR LO MENOS
DOS MESES PARA GANÁRMELOS, PERO NO ERAN SUFICIENTES PARA PAGAR EL MIEDO Y LA
VERGÜENZA QUE HABÍA VIVIDO”.
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