RAUL FUENTES
La semana pasada procuramos precisar la génesis, el trayecto y las consecuencias del proceso de destrucción que ha colocado al país en la calamitosa situación que hoy es motivo de perplejidad para quienes veían en la nuestra una nación con justificadas expectativas de crecimiento y modernización; hoy, a riesgo de llover sobre mojado, dos informaciones nos obligan a hollar de nuevo el trillado sendero de las quejas y los reclamos. La primera, tan escueta como alarmante, difundida con sordina en Internet, la debemos al Comité de Técnicos del BCV; la segunda, potenciada por las redes sociales y amplificada por la chismografía de las colas, la rumorología de botiquín y la prensa del corazón, al Diario de las Américas En nuestro país ya son pocos, muy pocos, los organismos ofi ciales dignos de respeto o merecedores de credibilidad; uno de ellos era el Banco Central de Venezuela, hasta que como a los poderes Legislativo, Judicial, Ciudadano y Electoral se les supeditó a la voluntad del Ejecutivo, no solo para que obviara su obligación de publicar los indicadores que nos orientan sobre la salud de la economía y las finanzas, sino para que, ahora con la bendición y visto bueno del TSJ, los ocultara (desde hace ocho meses no se publican las variaciones del índice de precios al consumidor), maquillara, adulterara o, sencillamente, los inventara, comprometiendo irremisiblemente su reputación y, por supuesto, la veracidad de sus dictámenes; tal desaguisado, sin embargo, a juicio de la cuadrilla de pulperos y furrieles que usufructúa el feudo republicano, no bastaba: había que arrojar sobre la máxima entidad monetaria la sombra del descrédito, enfangarla con el pantano de la corrupción. Malversación de fondos y manejo irregular de partidas presupuestarias por parte de la presidencia y la gerencia de comunicaciones del banco denuncia el mencionado Comité de Técnicos, una tacha destinada al cesto del olvido, pues a Merentes, forjador de triquiñuelas actuariales, hay que dejarle roer el hueso de la impunidad para que siga administrando la gran lotería roja.
Si las imputaciones contra altos jerarcas del ente emisor no sorprenden aquí la capacidad de asombro se agotó hace tiempo, los 4.179.000.000,00 de dólares en cuentas de Andorra y Estados Unidos que el periódico de vocación continental contabiliza en la hacienda de la heroína de abril así la llamó su padre eterno, María Gabriela Chávez, sí escandalizan por la obscenidad implícita en semejante acumulación de capital.
Es cierto que la embajadora alterna de Venezuela en la ONU no ha llamado la atención de la revista Fortune... por ahora; pero sí debería concitar el interés de los moralistas inhabilatadores que se desgarran las vestiduras por quítame esta paja y no perciben vigas en las niñas de sus ojos. De ser verdad que la hija de Chávez es la persona más rica del país y una de las mujeres más acaudaladas del planeta, habría que preguntarse de dónde salió tanto cobre; y, así mismo, por qué los barruntos sobre el cuantioso enriquecimiento de la improvisada diplomática de la que se conocen vínculos con el kirchnerismo y con turbios manejos relacionados con la importación de arroz desde la Argentina no son motivo de una rigurosa investigación que la exonere de presunciones.
Fue Plutarco, a pesar de griego, quien acuñó un latinajo que fue a parar a las páginas rosadas del Pequeño Larousse Mulier Caeseris non fi t suspecta etiam suspicione vacare debet mediante el cual se sentencia que la mujer del César no solo debe ser honesta, sino también parecerlo. Si la emperatriz ha de afectar decoro, con mucha más razón debe erigirse en paradigma de honradez y austeridad la hija de quien postuló que ser rico es malo, máxime cuando tan exaltado defensor de la pobreza pegó el grito en el cielo al enterarse de que el hermano de uno de sus ministros, al que conoció, dijo, siendo un insigne pela bolas, no era como le dictaban su prejuicioso fatalismo y su muy maniquea concepción del mundo caballerango en alguna cuadra de La Rinconada, sino, además de banquero (no exactamente suizo), un turfman con stud y caballerizas que hacían palidecer de envidia a criadores y propietarios; como se recordará, el dedo acusador del inmaculado paracaidista pudo muchísimo más que la presunción de inocencia y el debido proceso. Y aquí estamos, entre una infanta millonaria por encima de toda sospecha y una casa de la moneda moralmente en bancarrota, festejando el bautizo y botadura del Cari-cari, un guardacostas fabricado por armadores cubanos en un astillero local. ¿Por qué Caricari? ¿Será por el gavilán o por el burdel homónimo de Catia, donde despachaba una puta cienfueguera a la que llamaban La Patrullera?
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