FERNANDO VALLESPIN
La democracia, esa venerable palabra, se está convirtiendo en la primera víctima del conflicto catalán. Tanto se abusa del recurso a su nombre, que al final va a resultar que no significa nada concreto. Más que de una disputa entre constitucionalistas e independentistas parece que estamos ante el choque entre dos concepciones de la misma. Unos, los independentistas, dicen que "la democracia está por encima de la ley"; y los otros, como Rajoy el otro día, afirman que "cuando se prescinde de la ley se renuncia a la democracia". Democracia por aquí, democracia por allá. Conceptos como democracia, ley de la mayoría, plebiscito, constitución, nación... lejos de tener un significado homogéneo acaban adquiriendo aquel que interesa a cada una de las partes. Cada cual trata de moldearlas dentro del frame más conveniente para sostener la posición propia. No puede olvidarse que el poder se genera construyendo significados; resignificandolo que antes parecía gozar de una semántica clara. Y si encima conseguimos envolverlos con emociones, pues tanto mejor, mayor será su eficacia.
Podría decirse que, en el caso que nos ocupa —España vs. independentismo catalán—, lo que hay es un conflicto entre dos concepciones de la democracia bien conocidas, "democracia constitucional" frente a "democracia popular". Una propugna la existencia de frenos legales a las potenciales derivas populistas; y otra, por el contrario, pone el énfasis en la dimensión participativa. Pero, bien mirado, en la parte independentista no se favorece la democracia popular, porque entonces el independentismo se hubiera fijado más en los votos obtenidos que en el filtro asimétrico en la distribución de escaños (algo que, por cierto, ¡está en una ley!). Y, por pura analogía con lo que dice el Estatut sobre su propia reforma, se hubiera requerido una mayoría cualificada para emprender algo tan grave como la declaración de independencia. Como con el significado de las palabras, la ley se instrumentaliza al final para lo que interesa. Aquella sí, esta no.
Seguramente se sienten como titulares de la voz del pueblo porque la sociedad catalana hace tiempo ya que en su espacio público apenas da cabida a lo que no sean símbolos, opiniones y consignas independentistas. Que luego no coincidan los votos, pues peor para los votos, no tiene por qué contradecir lo que les indican sus sentidos y sus vivencias cotidianas. Rajoy y el frente español sí encajan con el modelo de democracia constitucional. Pero la Constitución no está labrada en piedra y no puede ignorar la energía que a veces brota como un río desbocado desde importantes sectores de la ciudadanía. No seré yo quien se manifieste en contra del cumplimiento estricto de la ley, pero no me parece que se pueda ignorar el deseo de más de dos tercios de catalanes a poder pronunciarse sobre su encaje o no en el Estado español y, en su caso, bajo qué condiciones. La democracia es también política, negociación y compromiso. Y nunca podrá predicarse como tal sin voluntad de entendimiento. Estoy seguro de que esta voluntad existe mayoritariamente tanto en España como en Cataluña. Actuemos.
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