China y Estados Unidos: hacia un choque de trenes global
LLUIS BASSETS
Todo lo que hemos vivido hasta ahora es solo el aperitivo. El nudo que articula el orden mundial hace tiempo que no está en Europa, tal como diagnosticó acertadamente la Administración Obama, y sobre todo su primera secretaria de Estado, Hillary Clinton, con la idea del pivote asiático. Se trataba de trasladar el centro de atención geopolítica de Estados Unidos desde el Mediterráneo al Pacífico, del territorio de las viejas hegemonías al de las nuevas, donde China se halla en pleno ascenso y Washington cuida todavía de los intereses de sus aliados, especialmente Corea del Sur y Japón.
Pues bien, súbitamente, con la llegada de Trump ha quedado anulada aquella anterior estrategia, dirigida a la contención pacífica de China en su expansión regional asiática. Donde iba a instalarse el pivote se prepara el principal punto de fricción e incluso de crisis bélica, en la que una China ascendente querrá convertirse en potencia global y los EE UU ultranacionalistas y militaristas de Trump querrán demostrar su capacidad para romper el espinazo a quien se oponga a sus pretensiones.
El grado de tensión al que puede llegar Trump en Asia está a años luz de lo que ya hemos empezado a vivir en Europa y en América. La nueva Administración que está instalándose en Washington no ha dejado rincón por barrer ni tabú por romper, de momento tan solo en el terreno de las declaraciones, muchas de ellas escandalosas aunque también contradictorias.
Trump ha denunciado el tratado comercial del Pacífico (TTP), que China veía precisamente como una alianza comercial ajena, diseñada con malévolos objetivos para aislarla. También ha expresado su desprecio hacia la llamada “Política de una sola China”, el principio hasta ahora incuestionable respecto a la soberanía y a la integridad del país, que tiene una repercusión directa sobre el estatus y las relaciones con Taiwan. En prolongación de esta actitud iconoclasta y escasamente diplomática, su nuevo secretario de Estado, Rex Tillerson, ha denunciado el expansionismo chino en el Mar del Sur de la China. Y, en el colmo de la irresponsabilidad, el propio Trump ha expresado sus frívolos puntos de vista respecto a la necesidad de que Corea del Sur y Japón se doten del arma nuclear.
La disrupción internacional provocada por la nueva Casa Blanca concentra mayores riesgos en Asia
Los EE UU de Trump, para sorpresa de los dirigentes chinos, se han convertido en una superpotencia revisionista del orden mundial, habiendo sido los constructores de un estatus quo que Pekín veía con reticencia y distancia, incluso con descompromiso, puesto que no había participado en su construcción. Y con China ha pasado lo contrario: hasta ahora era moderadamente revisionista y con Trump aparece como la defensora del orden establecido.
Trump ha cambiado radicalmente la ecuación bilateral. El punto de partida ya era el de unas relaciones crecientemente competitivas y cada vez con mayores dificultades cooperativas, aunque nadie podía prever un brusco empeoramiento. Ahora se dirigen directamente hacia la confrontación, en principio en forma de guerra comercial y tarifaria, pero a medio plazo incluso hacia la posibilidad de un encontronazo bélico, especialmente en el Mar del Sur de la China.
El ultra Steve Bannon, jefe de campaña electoral y ahora brazo derecho de Trump en asuntos estratégicos y militares, daba por seguro hace apenas unos meses que habrá guerra entre Washington y Pekín a no más tardar dentro de cinco años, máximo diez. Además del contencioso que mantiene Pekín con todos sus vecinos marítimos por los arrecifes y aguas territoriales, hay que contar con el otro punto de tensión bélica de la península de Corea, con el arma nuclear de por medio.
Pekín cuenta con una oportunidad de oro para lograr una nuevo protagonismo exterior
Rand Corporation, el principal think tank militar estadounidense, ha estudiado esta eventualidad el pasado año, en un documento titulado Guerra con China. Pensando lo impensable, mucho antes de que Trump irrumpiera como candidato presidencial. Ambos países tienen “desacuerdos sobre disputas regionales que pueden conducir a la confrontación militar”, agravados por “la amplia concentración de poder militar que tienen en la zona”. “Si se produce un incidente o estalla una crisis —añade—, ambos tienen incentivos para golpear al enemigo antes de que el enemigo les golpee. Y si las hostilidades se desatan, ambos tienen fuerzas suficientes, tecnología, poder industrial, y recursos humanos para combatir en una vasta extensión de tierra, mar, espacio y ciberespacio”.
Los equipos de Trump que tratarán con China son temibles. La armada proteccionista que dirigirá el Comercio es abiertamente sinófoba. Los responsables de exteriores y seguridad son todos reticentes sino hostiles. La excepción es el nuevo embajador en Pekín, el gobernador de Iowa, Terry Branstad, que conoce a Xi Jinping desde hace más de 30 años. Esta extraña combinación de personalidades, propensas a los excesos verbales y a las incorreciones políticas, deberá organizar las nuevas relaciones con un país caracterizado por la discreción y la previsibilidad de su diplomacia.
China solo puede sacar beneficios de la agresividad trumpista. El brusco giro en la Casa Blanca deja un vacío inmenso en la escena internacional, en la que Pekín exhibirá su compromiso con la lucha frente el cambio climático, el libre comercio y la globalización, tal como hizo Xi Jinping en Davos. La agresividad de Trump hacia todos sus aliados es un estímulo directo para que Pekín amplíe el radio de sus alianzas, sobre todo en el terreno militar, que es donde anda más escaso. China se convierte en un socio internacional plenamente responsable, tal como le pedía Estados Unidos hace algo más de diez años, pero esto sucede en el preciso momento en que es el presidente de Estados Unidos quien quiere dejar de ser un socio internacional responsable. Y como regalo adicional, el nuevo mandatario estadounidense, propenso a simpatizar con los autócratas, no dará la lata con exigencias respecto a derechos humanos y democracia.
Son muchos los interrogantes que abre esta nueva presidencia disruptiva y revisionista del orden mundial. ¿Qué tipo de relaciones se construirán a partir de ahora entre Washington y Pekín? ¿Intentará China llenar el vacío de liderazgo mundial? ¿Cómo afectará al orden asiático y mundial? ¿Qué repercusiones tendrán en el orden interno chino? ¿Cómo influirán en el asentamiento de la autoridad personal de Xi Jinping, el líder más poderoso desde los tiempos de Mao Zedong?
El gigante asiático era hasta ahora, según David Shambaugh (China Goes Global: the Partial Power), “un poder solitario, sin amigos íntimos y sin auténticos aliados, que está en la comunidad de naciones, pero no es realmente parte de la comunidad de naciones”. Su acción exterior ha sido tradicionalmente poco activa, dubitativa, hostil al riesgo y estrechamente egoísta, muy limitada al objetivo de su propio desarrollo económico y con muy escaso soft power. La presidencia de Trump es la oportunidad de oro para China, que puede pasar de “potencia parcial”, tal como la califica Shambaugh, a potencia global con capacidad de acción e influencia en todo el planeta, en abierta rivalidad con EE UU. Si así fuera, Trump no haría grande a EE UU sino que sería un peldaño definitivo en el declive de la primera superpotencia
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