FERNANDO RODRIGUEZ
EL NACIONAL
La mentira es paradigma de inmoralidad, para Kant, permanente referencia de la ética universal. Si mentir fuese norma de la relación humana ésta no podría existir. Un alto coeficiente de confiabilidad en nuestros semejantes es, sin duda, condición indispensable de cualquier sociabilidad y antídoto de la incomunicación y la violencia. De manera que decir la verdad, sea la que fuese su naturaleza, es imperativo universal, tanto más para aquellos que tienen altas responsabilidades sociales. No es vano recordar los axiomas del gran filósofo en un momento en que en el mundo se expanden sin demasiados contrapesos extremos de engaño y manipulación, de la posverdad a la moda, amalgama de la antipolítica populista y el caótico poder mediático. Negación de la comunidad y el entendimiento humano, prólogo a eventuales y muy radicales devastaciones.
Creemos decir verdad cuando afirmamos que pocos gobiernos en el mundo han hecho eje de su discurso la mentira extrema y descarada, que no busca ni siquiera simulación, que se autoevidencia impúdicamente, como el chavismo y su combo cívico-militar. Y, visto lo dicho, su potencialidad de encanallar y embriagar moralmente al pueblo, cosa que de suyo lo ha transitado durante mucho tiempo para disfrazar una cleptocracia sin barreras como una revolución popular; una dictadura embozada (valga decir mentirosa) como una democracia protagónica. De allí este par de décadas en que buena parte del país ha aupado, al menos tolerado, castigos, humillaciones, mutilaciones, en general cercenamientos de sus derechos más primarios envueltos en una retórica ampulosa, aplastante y desconcertantemente falaz. Si de algo ha sido víctima el país es de la mentira.
No se puede oír sin asombro la disertación de Maduro, rodeado de su jauría, la víspera de la “gran marcha”, tratando de convertir la más justa protesta popular frente a los más flagrantes atropellos constitucionales, repudiados por el país y el mundo, en un golpe de Estado, calcado de la burda versión oficial del 11 de abril de 2002. Con los mismos actores (Julio Borges a la cabeza, solo más viejo), los curas endemoniados, francotiradores para atacar a la propia oposición y producir los muertos necesarios, terroristas a granel pagados por líderes opositores con nombre y apellido, un militar retirado detenido para muestra, Fedecámaras claro y, por supuesto, el imperialismo norteamericano en manos republicanas, gran titiritero del asunto...). Todo para atemorizar a los marchistas y así paliar el propio temor a las calles desbordadas como nunca, que acercan el fin. Para cerrarle el paso además porque solo ellos, patriotas y revolucionarios, tienen derecho a celebrar en Caracas el 19 de abril y para justificar los sistemáticos excesos represivos. La mejor prueba del falsear esencial del régimen es que todas esos siniestros delitos opositores (recuerde homicidios de líderes, magnicidios sin tregua, ventas de la soberanía…) son absolutamente olvidados al día siguiente por el gobierno que ni se molesta en darle continuidad al tema y menos perseguir y castigar a los culpables. Lo cual o lo hace cómplice de estos o, lo que hay que demostrar, mentiroso hiperbólico y consuetudinario. Al fin y al cabo Maduro terminó ofreciéndole elecciones y diálogo a los criminales y golpistas.Pero los pueblos suelen desnudar al rey cuando los agobian las mentiras y comprenden su mecánica. Y basta ver las panorámicas de la jornada opositora en todo el país del 19 de los corrientes, acaso la mayor de todas, para darse cuenta de que esa hora llegó ya hace un buen rato. Y que algo como la verdad fue lo primero que reivindicó el río humano que corrió por el país, contra policías, gorilas, deplorables milicias y temibles delincuentes. El país recobra entonces sus ansias de dignidad y libertad. Y contra eso ya no hay antídoto que prolongue la enfermedad despótica.
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