AGRESIVIDAD SORDA
ELSA CARDOZO
La vieja tesis de que las democracias son menos agresivas y los autoritarismos son más proclives a hacer la guerra ha sido objeto de muchas revisiones. Una de las más interesantes concluyó que las democracias inestables son particularmente agresivas y, la verdad, es que desde hace rato habría que añadir que esa agresividad –generadora de tensiones internacionales, no necesariamente de guerras– ha sido el signo de los neoautoritarismos que con ropaje democrático se multiplicaron al finalizar la Guerra Fría.
Por estos lados, ante insuficientes reformas políticas y desencanto con las económicas, reaparecieron en el tránsito entre los siglos XX y XXI líderes carismáticos con propuestas refundadoras que, en nombre de una mayor participación popular, desestimaron los componentes liberales de representación, contrapesos y alternancia de la democracia. Ganado el gobierno en elecciones, unos cuantos impulsaron reformas constitucionales centralizadoras, concentraron poder en la presidencia y bregaron la reelección inmediata y hasta indefinida mientras, en consecuencia, se desvirtuaba la competencia electoral con condiciones crecientemente adversas para los opositores. Tras más de una década de experimentos refundadores, los índices internacionales más respetables que evalúan todos esos aspectos (en tiempos en los que la democracia se resiente en toda la región), colocan precisamente a Venezuela, Nicaragua, Ecuador y Bolivia en los puestos más cercanos al autoritarismo, es decir, a Cuba.
En los cuatro casos, a la deliberada erosión de la democracia la acompañaron estrategias para cultivar apoyos internacionales que permitieran a los gobiernos distanciarse, desvirtuar y desafiar los acuerdos de protección de la democracia y los derechos humanos. En la conjunción entre los atropellos a la democracia y la disposición de recursos económicos extraordinarios para costear alianzas y desplantes, Venezuela se convirtió en el caso más extremo de estridencia y disposición a la confrontación exterior. Ahora, ante la merma de recursos que ofrecer, realizaciones que mostrar y legitimidad interior que alegar, recrudece una sorda agresividad internacional.
Primero fue con Guyana, con la campaña para dar la vida por la reclamación, para finalmente apagar los micrófonos, dar vueltas por el Caribe en plan de reducir daños y tratar de recuperar apoyos en tiempos de sequía para la petrodiplomacia.
Luego ha sido la escalada con Colombia, mucho más agresiva, verbalmente y en acciones cargadas de arbitrariedad, generadoras de una inocultable emergencia humanitaria imposible de acallar a voluntad. Desde Caracas se han descalificado informes y expresiones de preocupación internacional a la vez que evadido –viaje a China mediante– cualquier encuentro bilateral y debate multilateral sustantivo, no solo en la OEA sino también en la Unasur.
Así son los altos costos y riesgos en los que el gobierno venezolano está dispuesto a incurrir (y quiere que se sepa dentro y fuera de Venezuela), antes que asumir su parte de responsabilidad y las acciones necesarias para superar la debacle económica; antes que dejar fluir con el necesario respeto y normalidad el proceso electoral y permitir su debida observación. Así es también la debilidad no solo material sino moral y estratégica, que en su escalada de agresividad ha evidenciado la pérdida de apoyos internacionales incondicionales y de capacidad para moverse en un contexto internacional que se ha vuelto tremendamente complicado, hasta para los que lo hacen bien.
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