ANIBAL ROMERO
La crisis migratoria que acosa a Europa es la prueba inequívoca del triunfo de Rousseau sobre Maquiavelo y Hobbes. En medio del caos generado por la incoherencia e hipocresía de los políticos, a lo que se suma la complacencia de las masas, todo indica que los europeos de hoy se convencieron –siguiendo a Rousseau– de que “el hombre es bueno por naturaleza”. Avasalladas por el sentimentalismo, atrás quedaron las sobrias enseñanzas del gran florentino Maquiavelo, quien no cesaba de enfatizar que “los hombres siempre serán malos a menos que la necesidad les obligue a ser buenos”. Ni hablar de Hobbes, cuyas sabias observaciones sobre nuestro arraigado egoísmo han sido arrojadas al basurero por parte de una Europa que, al menos hasta hace muy poco y quizás todavía, estaba aparentemente convencida de que marchamos hacia esa idílica situación de “paz perpetua” sobre la que Kant escribió, no sin una pizca de ironía.
La conmoción actual no deja en alguna medida de sorprenderme. Hace ya varios años que sigo con interés y tristeza los inmensos esfuerzos que realiza la Armada italiana para rescatar centenares de personas que escapan desde el norte de África a través del Mediterráneo, navegando sobre precarias embarcaciones repletas de una carga humana en la que, como siempre en estos casos, se mezclan gentes que huyen de la violencia y otras que simplemente buscan nuevas oportunidades económicas.
En una demostración patente de la ley según la cual nuestras acciones con frecuencia arrojan resultados distintos de los que esperábamos, bastó que el gobierno de Italia anunciase que la marina de guerra se empeñaría en rescatar a los que arriesgan sus vidas de esa forma para que, de hecho, se multiplicasen los intentos casi suicidas de los que escapan de sus países de origen en África y el Medio Oriente, tranquilizados por la generosidad de Italia. Se multiplicaron igualmente las ganancias de los traficantes de seres humanos que se lucran con todo ello.
Decía que hace años que observo esta terrible situación, así como los llamados urgentes del gobierno italiano a sus socios de la Unión Europea, a objeto de que se percatasen de la tragedia y tendiesen una mano solidaria, pues se trata de un problema que alcanza o alcanzará a toda Europa. Pero ha sido solo ahora, cuando millares de refugiados ocupan islas enteras del archipiélago griego y empiezan a subir hacia el corazón del continente a través de los Balcanes, que otros países europeos comienzan a ocuparse del tema con un mínimo de seriedad y sentido de premura.
Es claro que la publicación de algunas fotos, particularmente dolorosas, de niños que han perecido en el curso de este proceso, ha detonado el despliegue de emociones y medidas, así como gestos histriónicos de políticos sobresaltados y sobrepasados como de costumbre por los hechos. No obstante, la coyuntura presente es en verdad una manifestación extrema del miedo, quizás llegando al pánico, que invade a los europeos de hoy, y que solo a duras penas logran aún ocultar. Se trata del miedo ante el evidente resquebrajamiento de la utopía europea, en tres direcciones.
Primero, Putin se ha encargado de agrietar la utopía pacifista que se extendió a partir del fin de la Guerra Fría y que condujo a Europa a desarmarse en buena medida, y a las nuevas generaciones europeas a abandonar cualquier interés o intención de defender a sus países ante posibles amenazas externas. En segundo lugar, la crisis griega, que sigue su curso inexorable a pesar de los parches temporales que se aplican a las heridas de una economía cataléptica, ha evidenciado los malestares generalizados de unos Estados de bienestar endeudados hasta los tuétanos, y cuyos servicios sociales se asfixian bajo el peso de una demanda siempre creciente y de unos recursos que disminuyen.
Por último, la crisis migratoria desafía de manera brutal la autoimagen bondadosa que los europeos de hoy desean proyectar de sí mismos, de su “poder blando” y su impecable corrección política. No dejo en especial de constatar con cierta mezcla de comprensión y cinismo los inmensos esfuerzos de los alemanes, a quienes todavía persigue un sentido de culpa realmente aplastante, esfuerzos orientados a expiar el pasado y lavar las manchas del nazismo con una penitencia que no tiene fin. La señora Merkel, cuyo estilo de liderazgo consiste en postergar y posponer los problemas y decisiones, hasta que los primeros le estallan entre las manos y las segundas llegan constantemente tarde, ha actuado con irresponsabilidad y miopía ante un panorama de graves augurios. Ha llegado al punto de decir que el arribo, tan solo este año, de 800.000 refugiados adicionales a Alemania no obligará a aumentar los impuestos para proveerles de vivienda, comida y cuidados médicos, aseveración fantasiosa al igual que increíble.
El reto que enfrenta Europa es de inmensas dimensiones y severa gravedad. Los miles de refugiados que ya han llegado estos meses recientes al continente, y los que hoy mismo avanzan por mar y tierra, no son sino la punta del iceberg de millones que aspiran a realizar la travesía, y cuyas esperanzas y expectativas se acrecientan en vista de la política de fronteras prácticamente abiertas de la Unión Europea, de la incoherencia e improvisación de sus medidas de control, y de las promesas absurdas de sus políticos, con contadas excepciones, que se muestran día tras día menos capaces de proporcionar una evaluación realista de los problemas y su efectiva dimensión.
Lo que los desbordados y atemorizados políticos democráticos europeos no parecen entender es, de un lado, que la crisis migratoria es ante todo un problema de seguridad, y en segundo lugar que una parte importante de los electorados en Europa, una parte que aumenta a pasos agigantados y ya llega quizás a constituir una “mayoría silenciosa” en algunos países, no desea que sus comunidades cambien mediante el influjo de decenas de miles de personas de culturas, tradiciones, religiones y modos de vida diferentes. Es un imperdonable error creer que lo que ya ocurrió en la historia no volverá a pasar. El incremento gradual pero sostenido de las votaciones a favor de movimientos nacionalistas en Francia, Hungría, Polonia, el Reino Unido, Holanda e Italia, entre otros lugares, es un síntoma palpable de tendencias que no cesarán de acentuarse. La izquierda europea y eso que llaman “centro-izquierda”, dominadas por el “buenismo”, la hipocresía y lo que un artículo que leí recientemente denominó “el sentimentalismo nihilista”, esos sectores de izquierda, repito, son culpables de miopía política en grado extremo, y no miden con adecuada sensatez los peligros de lo que ocurre. Hundida en el sueño rousseauniano del “hombre bueno”, ansiosa de sostener una autoimagen alejada de cualquier sobria consideración de la naturaleza humana y sus imperfecciones, la izquierda europea prosigue su rumbo hacia un choque frontal con la realidad.
Como es sabido, el calificativo “nihilista” alude a la nada, a un camino hacia la nada. Pero el “sentimentalismo nihilista” que acosa a Europa no marcha en verdad a la nada, sino hacia la tensión extrema de democracias sujetas al capricho irresponsable de élites políticas y económicas que han roto casi por completo sus vínculos con las percepciones, convicciones y aspiraciones de partes sustanciales y probablemente mayoritarias, o cercanas a serlo, de los electorados. Pues no debemos olvidar que en estas sociedades “posmodernas” la libertad de expresión es bastante relativa, y que la activa persecución a quienes se atreven a disentir del consenso ideológico de “izquierda blanda” y políticamente correcto predominante es permanente e intensa. Sin embargo, se empiezan a sentir los temblores de una reacción ante ese consenso, y creo que su fragmentación va a continuar.
La política de puertas abiertas y supresión de las fronteras conduce a Europa a un abismo. De ello estoy plenamente convencido. La falta de respeto de las élites políticas “buenistas” ante el deseo profundo de naciones históricas, de comunidades sólidamente consolidadas por siglos, que desean preservar sus costumbres, apegos, convicciones y modos de vida, pone de manifiesto una asombrosa ceguera. Hay que volver a Hobbes con seriedad. Entenderle es vital.
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